Periódico de Trabajo Social y Ciencias Sociales Edición digital |
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En el transcurso de las últimas décadas, el Trabajo Social ha sido desafiado a desarrollar su propia capacidad para pensar nuevas categorías y conceptos en pos de explicar y comprender la inquietante realidad sobre la que desarrolla sus prácticas y operar en ella. En esa trayectoria fue fortaleciendo su propia estructura disciplinar, ampliando sus herramientas teórico-prácticas, comprendiendo nuevas problemáticas sociales emergentes y encontrando estrategias de intervención en vistas a mejorar la efectividad de su labor profesional. En este marco y recuperando parte de mi trayectoria de inserción profesional en una red intersectorial y territorial de la ciudad de Buenos Aires, me propongo realizar una indagación teórica acerca de la noción de territorialidad, partiendo de la consideración que la misma, como categoría social, es una herramienta teórica y empírica no sólo en los proyectos de desarrollo local, sino también en el trabajo con grupos, familias y sujetos sociales en los diversos campos de intervención profesional. Reconstruir, aunque sea someramente, la trayectoria de los procesos de intervención social a los que hago referencia se hace indispensable para conocer su génesis y desarrollo y a partir de ese conocimiento aproximarnos a la comprensión de los fenómenos sobre los que me interesa indagar. Una experiencia de intervención social desde una mirada territorial En junio
de 2000 trabajadores sociales del Servicio Social Zonal 10 (G.C.B.A.)
y de la Parroquia San Ramón Nonato convocaban a algunas
instituciones del barrio de Monte Castro, (ubicado en el noroeste de
la Ciudad de Buenos Aires), con el propósito de generar un
espacio de encuentro: buscaban
alcanzar un mejor conocimiento de los recursos, superar
la competencia improductiva y la superposición de acciones
entre ellas. Esta
iniciativa fue acompañada por otros referentes de
organizaciones sociales, gubernamentales y no gubernamentales:
trabajadores sociales, líderes comunitarios, voluntarios que,
desconcertados ante el nuevo mapa social surgido a partir de los
procesos de exclusión social de los 90’, buscaban crear
dispositivos alternativos que aproximaran respuestas a las demandas
sociales que las instituciones de referencia no podían
atender. Los acontecimientos sociales acaecidos a partir de finales de 2001 contribuyeron a focalizar los esfuerzos de la red en acciones vinculadas a necesidades alimentarias y de salud de las familias de la zona, acentuando el perfil asistencialista que se venía insinuando. En años subsiguientes, nuevos actores sociales se fueron incluyendo, a la par que se alejaron otros, extendiéndose espacialmente la red hacia barrios vecinos de características socio-demográficas y morfológicas similares (Villa Real, Versalles, Floresta, Liniers Norte, Villa Devoto), afianzándose una forma de funcionamiento apoyada en tres ejes: territorial, intersectorial e interinstitucional. En el transcurso del año 2005 la red afrontó procesos internos que la movilizaron a la reflexión, a la revisión de objetivos y a interesarse por un trabajo que trascendiera el ámbito particular de cada una de las organizaciones, y apuntara más a un horizonte de experiencia con los barrios, “la demanda ya no era pensada desde una intervención de asistencialismo, ... y comenzaba a girar alrededor de un “intento de construcción de la tarea pública.” (Delrio, Lobo, Spataro, 2006 : 5), entendiendo por tal aquellas acciones, estatales o no, destinadas a dar “respuestas a las demandas que tienen origen en el proceso de reproducción de los individuos en una sociedad” (Fleury, 1999 : 4) Al
presente, la red continúa reuniéndose regularmente,
reafirmando un itinerario basado en una perspectiva territorial, que
en la actualidad se entrelaza con los procesos políticos
relacionados con la implementación de las comunas en la ciudad
de Buenos Aires, cuestionando las formas tradicionales de
participación social y vigorizando nuevas transformaciones en
el devenir de la intervención social.
La perspectiva espacial asumida por estos referentes institucionales partía de la consideración, más o menos explícita, que aquella cercanía geográfica podía habilitar a la optimización de recursos cada vez más escasos frente a la complejización de demandas sociales y que lo territorial era, en principio, la categoría que podía aglutinarlos; decía por entonces, la trabajadora social Alejandra Lobo, del Area programática del Hospital Velez Sarsfield: “A
las distintas instituciones que formamos parte de este intento nos
aúna una característica de la zona: no tenemos bolsones
de pobreza, ni villas urbanas, ni núcleos habitacionales
transitorios, ni siquiera un conglomerado de familias con NBI a lo
largo de una traza de autopista que nunca se construyó; por lo
tanto, no se designan en nuestra zona de trabajo ni zonas de atención
prioritarias (ZAP), ni comedores, ni asignación de recursos
suficientes porque
estamos al norte de la Av. Rivadavia y parece que los pobres –
según el GCBA- viven todos al sur”.
(Lobo Alejandra, 2003 : 1)
Algunas conceptualizaciones teóricas acerca de la territorialidad En la acción social la espacialidad física ha sido usualmente incorporada como dimensión de la realidad, como sustrato de todo hecho social, pero desde esta perspectiva generalmente no trascendió de la categoría de dato objetivo y positivo de la realidad (domicilio, lugar de trabajo, etc). Buscando superar esta visión restringida propongo adentrarme en conceptualizaciones teóricas que giran alrededor de la noción de territorio. Para ello comenzaré por recurrir a las definiciones del término territorio que la Real Academia Española ofrece:
Por otro
lado, Luis Ocampo Marín, docente especializado en estudios
socio territoriales, siguiendo a Sack y Ramírez, define
territorio como “la base o soporte
natural sobre la cual se desarrollan actividades de convivencia de
una sociedad, de sustento económico y relaciones sociales
básicas, de organización y desarrollo comunitario,
institucional, cultural y religioso (Sack, 1991; Ramírez,
1996)”
Quizás sea necesario agregar que la territorialidad humana no puede ser homologada con la territorialidad animal, ni siquiera como fenómenos semejantes o emparentados, ya que si partimos de una concepción de hombre como sujeto social e histórico, su sustrato biológico no sólo es resignificado en el seno de las relaciones sociales en las que habita, sino que en esa interacción entre el sujeto y su entorno, entre ambiente y sociedad, se desarrollan procesos de mutua transformación que operan tanto en los niveles físicos y biológicos, como simbólicos y culturales. La territorialidad humana, entonces, comparte tanto una dimensión espacial como temporal, en la que convergen procesos naturales y fenómenos sociales que construyen una historia en común, y por tanto, como construcción social, va adoptando múltiples formas según sean los contextos en los que se manifiesta; así la noción de territorio, se constituye, desde esta perspectiva, con la confluencia de elementos estructurales y dinámicos, que, en una mutua interacción configuran una especificidad propia, histórica y social. El fenómeno de
explosión urbana, devenido a partir del desarrollo del
capitalismo y la modernidad, implicó que la mayor parte de la
población mundial se fuera aglomerando en las ciudades,
cobrando así un especial interés los estudios acerca de
la territorialidad urbana. En este artículo me centraré
en este campo teórico, dado que la intervención de la
que, como trabajadores sociales, se da cuenta en el presente trabajo
se vincula muy particularmente con la misma.
Los procesos relacionales que participan de la configuración de los territorios urbanos involucran tanto aspectos materiales y simbólicos, de los que me interesa destacar algunos de sus múltiples componentes:
No es simplemente un sustrato físico, o un espacio “recipiente o contenedor” de procesos e interrelaciones. Involucra la dimensión espacial, pero se trata de un espacio social e intencionalmente estructurado, y se manifiesta en aspectos tales como: el tamaño de un territorio o la escala con que se lo analiza (barrio, zona, ciudad, estado, región), su morfología, la accesibilidad, los puntos de referencia (físicos o culturales). Entre estos últimos, las fronteras merecen una distinción especial porque forman parte de la conciencia territorial de una comunidad, separan territorios que son o desean diferenciarse, pero a la vez los une; a través de ellas se realizan los intercambios con “los otros”. Las fronteras siempre son culturales, estén o no apoyadas en límites naturales, y participan en la construcción de la identidad social. Todo territorio, además, alberga una trama relacional peculiar, generada a partir de interdependencias recíprocas entre actores sociales locales, con diferentes capacidades, racionalidades e intereses, implicados en una lógica de poder y hegemonía, conformando “una organización social y productiva que da cuenta de las diversas configuraciones y expresiones de la sociedad” (Ocampo Marín Luis 2005 : 2). Supone, entonces, una organización jerárquica, una delimitación de los espacios público y privado, distribución de áreas de centro y periferia, formas reguladas de circulación y asentamiento, etc. Un territorio urbano es habitado por pobladores, caminantes y transeúntes que van conformando áreas diferenciadas, según el uso, la importancia y el sentido que le otorgan en sus vidas.
A partir de habitar una geografía
en común surgen modos particulares de comportamiento y
prácticas sociales específicas, configurándose
un conjunto de normas, valores y representaciones sociales. Este
patrimonio simbólico compartido no supone un conglomerado
homogéneo, ni la ausencia de conflicto. Incluye, por un lado,
lo administrativo y jurisdiccional, y otras normativas de regulación
estatal, y por otro, una serie de normas y valores en común
que orientan las acciones de los habitantes del territorio, dan
sentido a sus acciones y contribuyen a la construcción de la
identidad social y pertenencia. Finalmente, los territorios urbanos, como toda construcción social, involucran ineludiblemente procesos históricos, que incluyen tanto las trayectorias particulares de los actores sociales que se interrelacionan, como la que construyen en común; incluye también la historia de los que ya no habitan el territorio, antiguos pobladores, grupos étnicos, cuyas marcas aparecen en forma de tradiciones, mitos y costumbres, monumentos y celebraciones populares que remiten a la memoria de acontecimientos fundantes generalmente relacionados con la pertenencia y la apropiación del territorio. Estos distintos aspectos se materializan formando parte del patrimonio cultural y simbólico de un territorio, y por ende de una de una formación social determinada y sus protagonistas. Además de estos componentes, algunos autores, como Sack (1986), tienen en cuenta las relaciones de poder y la necesidad de control inherentes a las acciones humanas para analizar la noción de territorio, concibiendo la territorialidad como una estrategia, una pauta de conducta que intenta influir o afectar acciones mediante el establecimiento de límites sobre un área geográfica específica, a la que denominan territorio y ejerciendo un control sobre el mismo; esta perspectiva considera entonces que la acciones territoriales se orientan hacia el mantenimiento o transformación de un orden social y están ligadas principalmente a normas del ámbito jurídico y administrativo, que vinculan a los hombres con los espacios que habitan. Los Estado-Nación, y por derivación sus asociaciones geopolíticas y sus subdivisiones regionales, constituyen una expresión de la territorialidad en el mundo moderno, que enmascaran relaciones desiguales de poder y de apropiación diferencial de los espacios a partir de categorizaciones homogeneizantes como patriotismo, nacionalidad y nacionalismos. Por otro lado, desde perspectivas teóricas ligadas a la psicología social la pertenencia territorial es un categoría que participa de la identidad social de los sujetos, entendiendo que “ los procesos que configuran y determinan la identidad social de los individuos y grupos parten, entre otros elementos, del entorno físico donde éstos se ubican y que éste constituye un marco de referencia categorial para la determinación de tal identidad social ” (Valera, Pol, 1994). Los trabajos de Proshansky (1978) acerca de su concepto de place-identity, Stokols que incluye al entorno como componente de la interacción social y Hunter (1987) remiten desde esta corriente teórica a las relaciones entre los procesos de identificación social y el espacio (citados por Valera Pol, 1994). Desde el enfoque fenomenológico y del interaccionismo simbólico, los espacios, en su categoría de objeto, adquieren significado en el seno de interacciones sociales y son por tanto construcciones sociales. Sin perjuicio de estos abordajes puntuales, la dimensión espacial –como ya se anticipara- ha ocupado una posición accesoria en las ciencias sociales y humanas, quedando relegada como mero sustrato físico o escenario de la vida social. Pero si capitalizando los desarrollos teóricos precedentes, aceptamos que “ el espacio transmite a los individuos unos determinados significados socialmente elaborados y éstos interpretan y reelaboran estos significados en un proceso de reconstrucción que enriquece ambas partes” (Valera, Pol, 2007), entiendo que las categorías teóricas asociadas a la territorialidad deben formar parte del marco teórico y metodológico de las disciplinas sociales, y de manera concomitante, del Trabajo Social. La territorialidad:
una noción que desafía nuestra práctica
profesional
Así, teniendo en cuenta los aspectos teóricos reseñados en el apartado anterior, el tratamiento de la cuestión territorial como categoría accesoria o secundaria en el diseño de los programas sociales tiene repercusión en los procesos que contribuyen a la accesibilidad a los mismos, no sólo en relación a distancias geográficas a recorrer sino también por las barreras sociales y culturales que se erigen sobre algunas de las fronteras territoriales; ignorar estas cuestiones, lleva a construir acciones vacías de sentido y significado para los propios protagonistas y esconder tras un velo de ilusión, situaciones de desencuentros y falta de entendimiento mutuo en las interacciones sociales que tienen lugar en esos escenarios. Es habitual, además, que en las intervenciones sociales del ámbito estatal operen criterios administrativos y jurisdiccionales vinculados al control territorial, lo que hace que las mismas respondan a categorías objetivas tales como el domicilio, sin tener en cuenta la fragilidad de las fronteras en las trayectorias de los sujetos y familias que realizan demandas. Las intervenciones sociales así diseñadas se encuentran con una realidad social en la que el uso de los espacios no se ajusta a las categorías normativas de los mapas institucionales, mapas imaginados a partir de supuestos y fronteras que no siempre encajan aquéllos que describen los caminos de acceso y utilización de los recursos sociales de parte de los usuarios. Como hemos visto, los territorios son mucho más que una geografía, y como construcciones sociales y culturales se interpenetran entre sí: no sólo transitamos los territorios, los llevamos puestos. En este sentido, se puede decir, que las familias y los sujetos, en sus itinerarios e interacciones sociales, llevan sus territorios “a cuestas”, como una vestidura, en sus maneras de pensar, de emocionarse, de ver el mundo y operar en él; en el desarrollo de la intervención social se producen así interpenetraciones implícitas de diferentes territorios, que, si no son develadas, distorsionan los procesos de comunicación y aprendizaje y comprometen las situaciones de intervención social.
La experiencia llevada a cabo desde el
año 2000 en los barrios del Noroeste de la ciudad de Buenos
Aires ofreció a los referentes institucionales la oportunidad
de develar las marcas y fronteras de los mapas imaginados por los
programas sociales, así como también los mapas
dibujados por los usuarios a partir de la efectiva utilización
de los servicios sociales. Se fue delineando así una nueva
cartografía a partir de las convergencias y divergencias
generadas en el devenir de la intervención social.
Puedo afirmar, como valor agregado en esta modalidad de trabajo, que el rescate de lo local representó para la red y sus miembros el camino de acceso al mundo cotidiano donde vive la comunidad; familiarizarse con su ambiente, su entorno, su entramado cultural, nos fue permitiendo conocer lo realmente significativo para los sujetos de la intervención social, haciendo conciente la interpenetración territorial, tanto material como simbólica. Esta experiencia puso de manifiesto los sustanciales aportes de la estrategia de trabajo en red, y la importancia de la incorporación de la perspectiva territorial en el diseño e implementación de las políticas sociales, pero además, a partir de ella, en lo personal fui pudiendo vislumbrar el significado de lo territorial en la intervención social con familias y sujetos. Reflexiones finales La idea de territorio, como categoría de análisis transdisciplinaria 1, posee valor explicativo acerca de algunos de los procesos relacionales que median en la constitución de los sujetos y su entorno social, y por ende, aporta elementos significativos para la construcción del objeto de intervención en Trabajo social. Nos ofrece mediaciones y referencias entre lo global, lo local y los sujetos, facilitando la lectura simultánea de lo micro y lo macro como niveles imbricados. Entiendo que es aún una noción poco explorada por el colectivo profesional en los diferentes niveles de intervención, observándose principalmente estas falencias en las intervenciones familiares y grupales, que generalmente son construidas asimilando al otro dentro del territorio hegemónico de la intervención. En este sentido, es importante destacar que la identidad social urbana esconde una homogeneidad que no es tal, y su diversidad puede leerse en los cuerpos, los sentimientos y las mentes de los hombres cuando traspasamos las puertas materiales y simbólicas de nuestros territorios espaciales, institucionales y disciplinarios. Valorar estos aspectos en la intervención profesional no implica sumar más preguntas y requisitorias en el desarrollo de la investigación social, sino tener en cuenta su papel productivo tanto en la aproximación al conocimiento de los otros, como en la co-construcción de estrategias de cambio y transformación de lo real. Aceptar esta mirada no significa aplicar una nueva categoría clasificatoria de lo real, sino comprender las situaciones en su propio movimiento, incorporando lo histórico-espacial como elemento constitutivo de las mismas. En suma, implica hacer emerger algunos de los supuestos con que operamos en nuestro desempeño profesional, visibilizando lo territorial como uno de los aspectos que configuran a los sujetos y las familias. Asumir esta perspectiva en la intervención profesional es una invitación a reconocer en los sujetos, grupos y comunidades, las huellas de los recorridos, de los paisajes, de los sonidos y olores del ambiente, de los lugares de encuentro y desencuentro; conlleva reconocer lo producido, pero también lo “por producir”, es decir, las potencialidades de esos territorios en los procesos de transformación social.
BIBLIOGRAFÍA
NOTAS 1
Siguiendo a Ocampo Marín,
se entiende lo territorial “como
una categoría transdisciplinaria que por sus características
escapa de marcos teóricos cerrados y permite una abstracción
mayor que hace posible la multirreferencialidad analítica y
la integración teórica.”
(2005 : 16).
* Datos sobre la autora: * María Graciela Spataro Asistente Social egresada de la Universidad de Buenos Aires en 1979 Posgrado en Psicología Social Maestrando, en proceso de elaboración de tesis, de la Maestría en Epidemiología, Gestión y Políticas de Salud, de la Universidad Nacional de Lanús Volver al inicio de la Nota |
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