El
materialismo católico
El
catolicismo, el Vaticano, para emplear la palabra exacta, muere
porque ha dejado de ser una religión.
Su alma, que era el
misticismo y la caridad, ha ido desvaneciéndose a medida que
aumentaba su poder político y se consolidaba su estructura
burguesa.
Convertido fatalmente, por el proceso de la decrepitud
universal, es una vasta industria explotadora de las más
groseras supersticiones; el vaticanismo se fosiliza a nuestros ojos y
pronto será un inmenso sepulcro blanqueado. Si hoy es
imposible ser sabio o siquiera inteligente y ser católico en
el sentido en que lo es por ejemplo Pío X, ese fenómeno
de sandez augusta, también es imposible ser católico y
ser religioso.
No es la ciencia lo que sobre todo nos separa de Roma;
es nuestro instinto de la belleza y de la majestad de lo invisible;
es nuestra honradez.
¿Qué persona decente admitirá
al Dios que aplasta niños en Messina? Para eliminar a
semejantes dioses de nuestras costumbres entran ganas de apelar a la
policía antes que a la lógica.
¿Qué queda
del espíritu de Jesús en el clero? ¿Qué
queda del sublime manantial? Ya San Pablo, que no conocía al
maestro, es un poco áspero. Los papas volvieron la espalda al
comunismo desde el siglo III. Los católicos se hicieron
capitalistas y militares, usureros y verdugos, y los verdaderos
cristianos huyeron a la soledad.
La Reforma salvó de la
corrupción definitiva una parte del culto pero dentro del
vaticanismo el efecto reaccionario trajo a los jesuitas, término
con que ahora se designa en todos los países a una cierta
categoría de hombres despreciables.
El catolicismo parece por
fin reducido a las solas funciones digestivas. Es un paralítico
que digiere y defeca en enormes proporciones, y fuera de cuyo vientre
ningún órgano trabaja. ¿Dónde encontrar
el rastro, no ya del ideal, sino de la idea?
El catolicismo,
materialista como un banquero hidrópico, trafica y hace
política; compra, vende y manda representantes de su partido a
los parlamentos; la empresa marcha, los dividendos no son malos.
Y,
no obstante, ¡cuánto más débil es en medio
de su oro, que cuando Jesús no tenía donde reposar la
cabeza! ¡0h, católicos!, ¿qué hicisteis de
la cabeza de Jesús?
Sois incapaces, con todos vuestros
millones, de levantar un templo digno de vuestro pasado, incapaces de
añadir un capítulo al Libro, incapaces de producir un
santo que no nos haga reír. De la más alta figura de la
historia hemos venido a parar a las Marías Alacoque,
fletadoras de corazones sanguinolentos a tanto el cromo.
Es triste,
después de haber bebido en el purísimo manantial bajar
a la fétida charca en que se abrevan los fariseos y los
temibles asnos de nuestra época. ¡Tristeza de las
religiones moribundas! ¿Qué diría Jesús,
Él, que llamó al clero de su tiempo raza de víboras,
qué diría, si viera el champaña de los obispos y
los cheques del Papa; qué diría si viera las imágenes
de palo cubiertas de joyas, qué diría si buscando en
vano un destello de su prodigioso espíritu en las iglesias,
que profanan su nombre, hallase en la de San Juan de Letrán,
en Roma, adorados por la tribu fetichista, su cordón umbilical
y... etc.?
Rafael Barrett
La
patria y la escuela
El
empeño de que los chiquillos adquieran sentimientos
patrióticos en la escuela es tan bien intencionado como
inútil.
Un profesor, por muchos himnos que haga entonar a sus
alumnos, no les inculcará el amor a la patria; no existen
procedimientos pedagógicos para eso, como no los hay para
inculcar el amor a la familia.
Las síntesis sentimentales no
surgen en nosotros a fuerza de razonar, sino a fuerza de vivir. El
amor a la familia nace del ambiente del hogar; el amor a la patria
nace del ambiente colectivo; y el más sublime de los amores,
el amor a la humanidad, nace del ambiente elevado que flota por
encima de los siglos y de las fronteras.
Examine cada uno su remota
niñez, busque lo que era para él entonces la idea de
patria, y encontrará algo grotesco, cuando no el vacío.
Es lo que ocurre con las ideas religiosas. Si poco a poco es retirado
de la enseñanza lo que se refiere a los cultos, acabaremos por
eliminar también de ella el culto patriótico. En la
escuela no se debe adorar, sino comprender. Pero la verdad no tiene
patria.
No hay una manera patriótica de hacer
multiplicaciones, de preparar el oxígeno ni de construir un
muro, y si hay una geografía y una historia patriótica,
es porque son falsas. El niño no puede retener del patriotismo
lo bueno, es decir, lo piadoso y justo, lo altruista de la fórmula.
Retiene lo malo, lo pintoresco, la hostilidad estúpida a
cuanto está del otro lado de un río o de un poste; la
ferocidad militar, los héroes despreciables que ensangrentaron
el mundo; no retiene del patriotismo su entraña de amor, sino
su entraña de odio.
Y a más la mentira, la convicción
de que su país es el más perfecto de todos. Protestamos
contra esos manuales de historia, cándidas mitologías a
base de milagro patriótico. Que el hombre sepa cuándo
le falta razón a su patria, para defender las patrias que la
tienen, y evitar agresiones internacionales que son la vergüenza
de nuestro tiempo, que sepa que no es el fanatismo quien engrandece
las patrias modernas, sino el trabajo, y que no hablan a cada momento
de la patria los que la engendran, sino los que la explotan.
Marchamos rápidamente a nuevas instituciones sociales, de
carácter cosmopolita. Observamos ya que los problemas humanos
más hondos han cambiado de índole. En vez de interesar
a las nacionalidades o a las razas, interesan al conjunto de nuestra
especie.
Recordad cuántos prejuicios, cuántas sandeces,
cuántos errores, inoculados por medio de la escuela, tuvimos
que destruir en nosotros, para volvernos aptos a la lucha
contemporánea. Seamos siempre menos dogmáticos con
nuestros hijos; dejemos abierto su espíritu a las
posibilidades que no somos capaces de comprender; no atemos las almas
que vienen a la tierra; ¡desatémoslas!
No nos
interpongamos entre ellas y el divino futuro.
Rafael Barrett
Mi
anarquismo
Me
basta el sentido etimológico: "ausencia de gobierno". Hay que destruir el espíritu
de autoridad y el prestigio de las leyes. Eso es todo.
Será
la obra del libre examen.
Los
ignorantes se figuran que anarquía es desorden y que sin
gobierno la sociedad se convertirá siempre en el caos. No
conciben otro orden que el orden exteriormente impuesto por el terror
de las armas.
Pero
si se fijaran en la evolución de la ciencia, por ejemplo,
verían de qué modo a medida que disminuía el
espíritu de autoridad, se extendieron y afianzaron nuestros
conocimientos.
Cuando Galileo, dejando caer de lo alto de una torre
objetos de diferente densidad, mostró que la velocidad de
caída no dependía de sus masas, puesto que llegaban a
la vez al suelo, los testigos de tan concluyente experiencia se
negaron a aceptarla, porque no estaba de acuerdo con lo que decía
Aristóteles.
Aristóteles era el gobierno científico;
su libro era la ley. Había otros legisladores: San Agustín,
Santo Tomás de Aquino, San Anselmo.
¿Y qué ha
quedado de su dominación? El recuerdo de un estorbo. Sabemos
muy bien que la verdad se funda solamente en los hechos. Ningún
sabio, por ilustre que sea, presentará hoy su autoridad como
un argumento; ninguno pretenderá imponer sus ideas por el
terror.
El que descubre se limita a describir su experiencia, para
que todos repitan y verifiquen lo que él hizo. ¿Y esto
qué es? El libre examen, base de nuestra prosperidad
intelectual. La ciencia moderna es grande por ser esencialmente
anárquica. ¿Y quién será el loco que la
tache de desordenada y caótica?
La
prosperidad social exige iguales condiciones.
El
anarquismo, tal como lo entiendo, se reduce al libre examen político.
Hace
falta curarnos del respeto a la ley. La ley no es respetable. Es el
obstáculo a todo progreso real. Es una noción que es
preciso abolir.
Las
leyes y las constituciones que por la violencia gobiernan a los
pueblos son falsas. No son hijas del estudio y del común
asenso de los hombres. Son hijas de una minoría bárbara,
que se apoderó de la fuerza bruta para satisfacer su codicia y
su crueldad.
Tal
vez los fenómenos sociales obedezcan a leyes profundas.
Nuestra sociología está aún en la infancia, y no
las conoce. Es indudable que nos conviene investigarlas, y que si
logramos esclarecerlas nos serán inmensamente útiles.
Pero aunque las poseyéramos, jamás las erigiríamos
en Código ni en sistema de gobierno. ¿Para qué?
Si en efecto son leyes naturales, se cumplirán por sí
solas, queramos o no. Los astrónomos no ordenan a los astros.
Nuestro único papel será el de testigos.
Es
evidente que las leyes escritas no se parecen, ni por el forro, a las
leyes naturales. ¡Valiente majestad la de esos pergaminos
viejos que cualquier revolución quema en la plaza pública
aventando las cenizas para siempre! Una ley que necesita del gendarme
usurpa el nombre de ley. No es tal ley: es una mentira odiosa.
¡Y
qué gendarmes! Para comprender hasta qué punto son
nuestras leyes contrarias a la índole de las cosas, al genio
de la humanidad, es suficiente contemplar los armamentos colosales,
mayores y mayores cada día, la mole de fuerza bruta que los
gobiernos amontonan para poder existir, para poder aguantar algunos
minutos más el empuje invisible de las almas.
Las
nueve décimas partes de la población terrestre, gracias
a las leyes escritas, están degeneradas por la miseria. No hay
que echar mano de mucha sociología, cuando se piensa en las
maravillosas aptitudes asimiladoras y creadoras de los niños
de las razas más inferiores,
para apreciar la monstruosa locura de ese derroche de energía
humana. ¡La ley patea los vientres de las madres!
Estamos
dentro de la ley como el pie chino dentro del borceguí, corno
el baobab dentro del tiesto japonés. ¡Somos enanos
voluntarios!
¡Y
se teme el caos
si nos desembarazamos del borceguí, si rompemos el tiesto y
nos plantamos en plena tierra, con la inmensidad por delante! ¿Qué
importan las formas futuras? La realidad las revelará. Estemos
ciertos de que serán bellas y nobles, como las del árbol
libre.
Que
nuestro ideal sea el más alto. No seamos prácticos.
No intentemos mejorar
la ley, sustituir un borceguí por otro. Cuanto más
inaccesible aparezca el ideal, tanto mejor. Las estrellas guían
al navegante. Apuntemos enseguida al lejano término. Así
señalaremos el camino más corto. Y antes venceremos.
¿Qué hacer? Educarnos y
educar. Todo se resume en el libre examen. ¡Que nuestros niños
examinen la ley y la desprecien!
Rafael Barrett
Publicado
en La
Rebelión
Asunción, el 15 de marzo de 1909.