Si hubiera que
encontrar, entre tantos otros, un rasgo para definir la crisis
cultural del 900, ese podría ser el sentimiento, en la
conciencia de la intelectualidad, de la pérdida de la
noción de totalidad de la vida. Nietzsche -tan influyente
en la maduración del pensamiento de Max Weber- fue el
máximo profeta de esos tiempos de desencantamiento, de
fragmentación, de disgregación. Dos empresas
teóricas buscaron superar las fracturas de la
desintegración: la sociología académica en
los tiempos de su segunda fundación (hasta llegar a
mediados de los 30 a la construcción del edificio
conceptual de Parsons) y el llamado “marxismo occidental”
emblematizado en las figuras de Geörgy Lukács y
Antonio Gramsci.
La relación entre ambas corrientes
emergentes de la crisis jamás fue pacífica: Lukács,
por ejemplo, pasó de ser en su juventud uno de los
discípulos dilectos de Weber -con huellas muy hondas de esa
influencia en Historia y conciencia de clase- al libelista injusto
de La destrucción de la razón y Gramsci jamás
dejó de demostrar su desprecio intelectual por la
sociología, como lo demuestran varios fragmentos de los
Cuadernos de la cárcel. Sin embargo y pese a la
diversidad de las respuestas que propusieron, sociología y
marxismo occidental compartieron un campo común de
preocupaciones en el combate contra el utilitarismo y el
individualismo y en la identificación de un malestar social
acerca del cual el credo positivista no podía dar
respuesta. Y en esa perspectiva tanto Lukács (el de
Historia y conciencia de clase) cuanto Gramsci, en el
derrotero total de su pensamiento, fueron quienes desde el
marxismo lograron reformularse algunas de las preguntas originales
de la nueva sociología, en una clave diferente a la de la
naturalización de lo social propuesta por la ortodoxia
kautskiana o por el programa de Lenin explicitado en sus textos de
fines de siglo contra el populismo, sin olvidarnos del Manual de
Bujarin1 que mereció, tanto por parte de Lukács
cuanto de Gramsci, críticas severas.
El remplazo de la
totalidad por la fragmentación, de las certezas por la
incertidumbre (recuérdense las páginas estremecidas
de Stefan Zweig en El mundo de ayer), del optimismo
racionalista por el malestar psicológico y por la inquietud
social como derivados inevitables de la doble revolución
decimonónica -industrial y democrática- tematizada
por Nisbet en su libro clásico sobre la formación de
la sociología,2 contribuirían a un replanteo de la
noción de comunidad como respuesta al mundo escindido del
contrato y del intercambio generalizado que servía de trama
para el concepto de asociación.
La historia de ese
redescubrimiento es inseparable de la obra de Ferdinand Tönnies,
un precursor injustamente olvidado sin cuyo aporte es difícil
comprender la trayectoria intelectual que abarca a Durkheim,
Weber, a los estudios empíricos de la llamada Escuela de
Chicago y que culmina en la tipología de pattern variables
de Parsons como sustento de las modernas teorías de la
modernización, pero que hunde sus raíces en Marx a
quien Tönnies -un socialista independiente que en 1932 como
respuesta al nazismo se afilia a la socialdemocracia- le dedica en
1921 un estimulante libro.3
El punto de
partida es la publicación en 1887 de su clásico
Gemeinschaft und Gesellschaft que llevaba el sugerente
subtítulo de “Tratado del comunismo y del
socialismo como formas empíricas de la vida social”.
Sus tesis son menos conocidas de lo que creen quienes
incorrectamente adscriben a Tönnies a una suerte de
neorromanticismo nostálgico.
Para Tönnies comunidad y
asociación son dimensiones analíticas que responden
a lazos sociales que se dan en todas las sociedades: si la
comunidad alude a las raíces morales de la convivencia, la
asociación funciona como premisa del progreso. Su ideal era
la articulación entre ambas a favor de una armonía
entre el altruismo de un comunismo original y el empuje
civilizatorio de un socialismo anclado en la práctica
asociativa moderna.
La tipología
de Tönnies y sobre todo la perspectiva moral que la sostenía,
pertenecían al clima de época como parte de la
hostilidad hacia al individualismo tanto por impulso de la nueva
historiografía que comenzaba a ver con ojos distintos a los
del Iluminismo la herencia del Medioevo, cuanto, desde Hegel en
adelante, por la crítica al modelo contractualista de
relación humana que se había impuesto en la
filosofía de la modernidad a partir de Hobbes.
Si la
Ilustración había consagrado el reinado del
individuo, el pensamiento social comenzaría a virar su
mirada hacia los grupos, en la perspectiva conservadora de Comte o
en la reivindicación de la clase obrera como sujeto
transformador de la sociedad en el enfoque de Marx.
EL
900 Y LA REFUNDACION DE LA SOCIOLOGÍA
H.
Stuart Hughes ha trazado en Conciencia y sociedad un
panorama agudo sobre el clima cultural en que habrá de
tener lugar la reorientación del pensamiento social
occidental entre 1890 y 1930.4 Para el caso de la sociología
dos fueron, sin dudas, los personajes centrales: Max Weber y Emile
Durkheim, y los dos, provenientes de tradiciones diferentes e
instalados sobre realidades sociales también disímiles,
convergerán, sin embargo, en retomar la temática
central de Tönnies en el marco de programas de investigación,
empírica y metodológica, más vastos, hasta
lograr diseñar los puntos de partida para una segunda
fundación de la sociología.
Las últimas
décadas del siglo XIX marcarán un profundo punto de
ruptura en la imagen predominante sobre lo social, hasta entonces
tensionada entre la visión optimista del progreso -herencia
de la Ilustración- y la crítica romántica y
de raíz conservadora que idealizaba un pasado de armonía
comunitaria basada en las tradiciones.
El nuevo escenario
estaría marcado por la emergencia de las masas urbanas que,
si bien habían protagonizado ya grandes episodios de
movilización, como los de 1848 y 1871, comenzarían a
encontrar, hacia finales de siglo, el encuadre organizativo de los
pujantes partidos socialistas y del sindicalismo.
El tema de las
multitudes urbanas, del industrialismo y sus conflictos y de los
excesos del individualismo que, al romper los lazos tradicionales
de solidaridad, opacarían la noción de persona para
generar una secuencia perversa entre individuo alienado y masas en
disponibilidad, habrá de ser el foco de las preocupaciones
que germinarán en el pensamiento no sólo de Tönnies
sino también de Maine, Simmel, Durkheim y Weber.
Podría
afirmarse que esos mismos temas eran los preminentes en la obra de
los llamados contrarrevolucionarios del tipo de Bonald o Maistre,
pero la semejanza sería superficial. Estos no iban más
allá de un enfoque nostálgico sobre los tiempos
pasados; ciertamente eran capaces de advertir, frente al optimismo
iluminista, los problemas humanos de la nueva organización
social posrevolucionaria, pero los remedios propuestos no
superaban los límites utópicos de la restauración
imaginaria de la vida medieval. Distinta fue la propuesta de los
fundadores de la sociología moderna.
En todos ellos
aparece como premisa central la dicotomía original de
Tönnies: del status al contrato en Maine; de la solidaridad
mecánica a la solidaridad orgánica en Durkheim; de
la autoridad tradicional a la legal-racional en Max Weber.
En cada
caso esta secuencia ideal-típica intentaba dar cuenta del
pasaje de lo simple a lo complejo, de lo no diferenciado a lo
diferenciado, de lo homogéneo a lo heterogéneo en la
evolución de las sociedades ocidentales bajo el impulso
poderoso del desarrollo capitalista.
Pero esa descripción
de los nuevos problemas no significaba una apología del
pasado: antes bien, se proponía como un diagnóstico
para entender el malestar de la modernidad y aun -sobre todo en
Durkheim- como una terapéutica para resolverlo en el
futuro.
LA
SOCIEDAD COMO DIOS SECULAR
Veamos
el programa de Durkheim. Está claro que su punto de partida
es el temor por el deterioro de los lazos sociales que corroen la
cohesión y transforman al individuo en un ser desamparado.
Descartada la ficción contractualista que imagina a la
sociedad como un agregado racional de voluntades libres: ¿desde
qué basamentos, entonces, fundar la solidaridad,
reconstruir una totalidad moral? La respuesta -teórica y
metodológica- fue la reificación de lo social, la
postulación de la sociedad como un dios oculto, externo y
coercitivo.
Si es cierto que un campo disciplinario no se
constituye hasta tanto no elabora conceptualmente su objeto de
conocimiento, la gran aportación de Durkheim fue esta
“invención” de la sociedad como objeto autónomo
y exterior a los hombres, como un mundo de representaciones
morales dentro de las cuales el individuo era capaz de
socialización. En este terreno de cruce entre objetividad y
subjetividad -plataforma de un aporte teórico que
posteriormente las teorías antropológicas del rol,
en Radcliffe Brown y Malinowski, profundizarían a través
de la lectura que Parsons hiciera de Weber- Durkheim colocaba la
piedra fundamental para resolver la paradoja kantiana sobre la
“insociable sociabilidad” de los hombres más
allá del marco ya superado del contractualismo liberal.
En
un párrafo luminoso de Sociologie et Philosophie
(una recopilación hecha en 1924 de escritos anteriores)
Durkheim resume la premisa de su proyecto: “Kant postuló
a Dios, dado que sin esta hipótesis la moral es
ininteligible. Nosotros postulamos una sociedad específicamente
distinta de los individuos, puesto que de otro modo la moral
carece de objeto y el deber no tiene raíces”.5
Esta exterioridad
de lo social, así definida, servía para dos
propósitos: uno, ya aludido, el de la posibilidad de
construcción de una moralidad laica capaz de cohesionar a
la sociedad en un momento de cambios rápidos y profundos de
la vida colectiva; otro, motivado por la voluntad durkheimiana de
dotar a la sociología del estatuto adquirido por las
ciencias de la naturaleza, el de otorgarle un objeto de
investigación.
Con este doble movimiento -sintetizado en la
conocida premisa de que los hechos sociales debían ser
considerados como cosas- Durkheim abrazaba los objetivos que se
plantea la ciencia experimental para la institucionalización
de una disciplina y, a la vez, los puntos de partida para la
reconstrucción de una moralidad cívica en los
tiempos de zozobra de finales del siglo. Sobre este último
aspecto me detendré.
CRISIS
Y QUIEBRA DE LA SOLIDARIDAD
La
palabra-clave de Durkheim es solidaridad. En ese sentido el
diagnóstico que traza sobre la sociedad de su tiempo ha de
remarcar, centralmente, la presencia de una crisis de los vínculos
comunitarios.
Por ello, su sociología es, a la vez, una
sociología del orden (como lo ha repetido hasta el
cansancio la decodificación estructural funcionalista de
los temas durkheimianos) pero también una sociología
de la crisis, en un momento -el del 1870/1918- de mutación
epocal. Tanto Durkheim cuanto Tönnies, Weber o Simmel (hasta
llegar a Parsons, su corolario lógico-empírico)
escriben una sociología que no es sino la filosofía
social de la modernidad, tensionada entre la ruptura y la
integración.
La puerta de
entrada que problematiza esa secuencia entre crisis y orden es la
brusca emergencia de masas y los nuevos conflictos que esa
situación plantea cuando “las masas dejan de ser un
objeto pasivo de administración” (Weber) o cuando
[...] “los grupos sociales” [...] “por el solo
hecho de unirse modifican la estructura política de la
sociedad” (Gramsci).
El tema de las nuevas masas urbanas y
de su movilización resulta teóricamente omnipresente
desde finales del siglo XIX hasta llegar, rápidamente, a
transformarse en el signo identificatorio de la nueva sociedad,
desde los iniciales temores de Tocqueville o Stuart Mill hasta las
visiones cargadas de un pesimismo aún más
catastrófico en Le Bon o Burckhardt, para no insistir con
Nietzsche, su máximo profeta.
El racionalista
Durkheim compartirá también esa inquietud. Desde su
texto inicial, La división del trabajo social (1893)
hasta Las formas elementales de la vida religiosa (1912)
pasando por El suicidio (1897), toda su obra tiende a
indagar sobre la reconstrución de los lazos de solidaridad
en las condiciones de una sociedad crecientemente compleja. El
punto de partida es la crítica a la concepción
contractualista del vínculo social tal cual aparece en el
individualista y utilitarista Spencer.
Para Durkheim la cohesión
social (en otras palabras, su respuesta a la pregunta hobbesiana
sobre el orden) no podría explicarse por los beneficios que
las partes obtienen tras un acuerdo contractual pues, dado que los
intereses son inestables, el resultado sería la anomia, la
impredictibilidad de los comportamientos y en consecuencia el caos
social.
No es que el mundo del contrato desaparezca, sino que los
que deben ser indagados son “los aspectos no contractuales
del contrato”, esto es, los elementos culturales y
normativos que lo permiten y que por lo tanto son previos a él.
La trama de esos elementos configura una suerte de condición
de sociabilidad como una realidad orgánica sui generis,
como una conciencia colectiva (superior y diferente a la suma de
las voluntades de cada uno, en términos de Rousseau) que
opera sobre los individuos interiorizando las normas.
Así, la
transición de las sociedades tradicionales a las sociedades
modernas es vista como un pasaje de construcción de
normatividad que va desde las formas mecánicas de la
solidaridad, que actúan a partir de la semejanza, hasta las
formas orgánicas propias de las grandes sociedades urbanas,
industrializadas y de masas, que lo hacen desde la diferencia y
que por lo tanto requieren grados más altos de
institucionalización de la conciencia colectiva, dado el
mayor espacio que dejan para la iniciativa individual.
Este
esquema, que aparece ya en su primer gran texto de 1893, se
especificará programáticamente en el conocido
prefacio que escribe en 1902 para la segunda edición de La
división del trabajo social bajo el título de
“Algunas indicaciones sobre los grupos profesionales”.
Allí aparecen una serie de recomendaciones prácticas
-anticipo en cierto modo de lo que la ciencia política
desarrollará luego bajo la rúbrica general de
“neocorporativismo”- como remedio institucional para
la reconstrucción de una comunidad fragmentada.
LAS
BASES DE LA VIDA MORAL
Es
conocido el punto de partida de su razonamiento: el estado de
anomia moral y jurídica en que se encuentra la vida
económica, con su secuela de conflictos y desórdenes
que abonan el camino hacia la anarquía en esa esfera de la
actividad colectiva.
Mas, como en las sociedades modernas la
función de la economía en su forma industrial ocupa
un lugar central, desplazando a las funciones militares o
religiosas, esa carencia de reglas en la vida económica se
proyecta hacia toda la sociedad como fuente de desmoralización
general.
La anomia, pues, tiende a propagarse a todo el tejido
social, configurando así el cuadro de la primera gran
crisis de la modernidad, como fenómeno corrosivo de la
cohesión e integración de sus elementos.
¿Cuál
es el remedio que propone? Retomando una tradición
interrumpida por la Revolución del 89, Durkheim encuentra
la antigua institución de la corporación y busca
recolocarla en las condiciones de la modernidad.
No se trata -vale
aclararlo- de una nostalgia reaccionaria hacia el pasado: Durkheim
reconoce explícitamente que la destrucción de las
redes corporativas tradicionales había resultado inevitable
pues habían sido incapaces de dar cuenta de los cambios en
las relaciones sociales, pero al desaparecer dejaban vacantes las
necesidades de comunidad que, en otras condiciones, habían
intentado satisfacer.
En su afán de descubrir
instituciones que pudieran recomponer un mundo social escindido,
Durkheim imagina a los grupos profesionales como instrumento no
sólo de funciones económicas sino de influencia
moral; como potenciales responsables de tareas de asistencia, de
homogeneización intelectual, de educación, de vida
estética y de recreación. Pero el listado de sus
atributos iba más allá: las recreadas corporaciones
estarían destinadas a ser una de las bases esenciales de la
organización política.
Si bien Durkheim
había escrito que un sociólogo no podía
confundirse con un hombre de Estado, no hay manera completa de
entender su pensamiento si se lo aísla de su tiempo
político: el de la construcción de una hegemonía
laica y democrática en el marco de la conflictuada III
República amenazada por el racismo, la convulsión
social y las nostalgias por el pasado bonapartista.
No es
exagerado pensar que cuando Durkheim hablaba de la sociedad en
realidad lo hacía sobre una sociedad, como representante
esclarecido de esa clase media intelectual de la Francia anterior
a la guerra de 1914 que buscaba contribuir a la consolidación
moral de la república, del Estado y de la nación.
ESTADO
Y VOLUNTAD COLECTIVA
El
proyecto teórico durkheimiano, como parte de un diseño
institucional a la altura de la crisis de sentido que advierte en
el traumático pasaje a la plena modernidad, se explaya en
un texto publicado póstumamente, las Lecciones de
sociología, subtitulado “Física de las
costumbres y el derecho”, en el que se recogen cursos
que Dukheim repitiera varias veces, entre 1898 y 1912, en Burdeos
y París, insistencia que marca la importancia que él
le daba en el conjunto de su obra. Seis de esas lecciones -desde
la cuarta hasta la novena- resumen magistralmente la concepción
de Durkheim sobre lo que Gramsci podría conceptualizar
después como procesos institucionales de reconstrucción
de hegemonía, como propuesta de “revolución
pasiva”.
Su tema central
es la indagación sobre la posibilidad de la democracia en
las nuevas condiciones de complejidad de la sociedad industrial,
incompatibles con el modelo del individualismo utilitarista
liberal. A diferencia de Weber, que habrá de definir al
Estado moderno por la legitimidad de los medios que utiliza,
Durkheim lo hará por las funciones que cumple.
El
razonamiento durkheimiano acerca de los roles del Estado permite
reconstruir en totalidad su visión acerca de las relaciones
entre crisis y orden y nos acerca a su concepción
articulada sobre la complejidad de las sociedades modernas. Es en
ese aspecto donde su obra muestra sus rasgos precursores y donde
un paralelo analítico con la de Gramsci -pese a la notoria
diferencia de objetivos entre ambos- resulta más
productivo.
La pregunta sobre el Estado tiene en Durkheim el
sentido explícito de analizar el pasaje social que permite
la construcción de lo que llama una “moral cívica”.
El Estado no es el gobierno, entendido como conjunto de agentes de
autoridad. Más aun: el Estado no ejecuta nada, a diferencia
del gobierno, que sí lo hace. Cuando en sus trabajos
Durkheim alude reiteradamente a la conciencia colectiva como
disciplinadora social, ésta, en la línea de la
“voluntad general” de Rousseau, puede adquirir las
formas de una entelequia moral.
Pero al hablar del Estado esa
imagen adquiere otra vida. En realidad -dice- la conciencia
colectiva como conjunto de sentimientos y representaciones que la
sociedad elabora es difusa, oscura e indecisa. Pero hay un tipo de
conciencia social específica, restringida y consciente de
sus objetivos que compromete a la colectividad aunque no sea un
mero reflejo de ésta. Esa forma de la conciencia es,
precisamente, el Estado, concebido como -son sus palabras- “órgano
del pensamiento social”.6
¿Cuál
es, por lo tanto, su función? Su función es pensar,
elaborar ciertas representaciones para dirigir (valga el énfasis)
la conducta colectiva. Pero no es que su tarea sea sintetizar las
ideas de la mayoría, sino la de agregar un pensamiento más
meditado, por lo que su acción tiene una productividad
especial.
Al ubicar al individuo en una constelación de
hábitos y sentimientos universales, el Estado lo libera de
la prisión particularista a que lo someten los grupos
secundarios, permitiéndole su participación en una
moral cívica, elevándolo desde la moral profesional
o corporativa. Esta función liberadora, sin embargo, podría
convertirse en despótica si no tuviera -cerrando el círculo
de la articulación de lo social- el contrapeso ejercido por
la existencia de esos mismos grupos: las libertades individuales
serían, por lo tanto, resultado del tenso equilibrio entre
Estado y corporaciones.
Esta dialéctica del orden se
halla, como resulta claro, muy lejos del individualismo
utilitarista al poner su núcleo analítico en la
relación entre grupos y Estado, pero también, bueno
es aclararlo, del corporativismo fascista.
Donde mejor se
advertirá posteriormente su resonancia es en el pensamiento
de los llamados pluralistas y teóricos del guild socialism
como Laski y Cole (que seguramente recibieron la tradición
durkheimiana a través del jurista León Duguit, su
colega en Burdeos) y, décadas después con muchas más
intermediaciones, en las teorías (y prácticas) del
neocorporativismo encarnadas en el Welfare State luego de
la crisis del 30.
En este marco,
para Durkheim, la democracia industrial moderna se definía
como la forma política en que el consenso social podía
ser procesado.
No podía ser considerada por el número
de los que gobiernan ni menos por la subsunción total del
Estado en la sociedad, sino por el grado máximo de
comunicación entre la conciencia estatal y la masa de las
conciencias individuales a fin de que el ciudadano pudiera
potenciar su capacidad de reflexión y reconocer, con menor
pasividad, la vigencia de un sistema normativo.
En el entendido
axiomático de que existen gobernantes y gobernados, la
democracia sería aquella forma política en que los
últimos tienen la información suficiente como para
dar o rechazar confianza, para acordar o no acordar consenso, para
incorporarse o no a una empresa colectiva.
SOCIALIZACION
Y BUROCRATIZACIÓN
Muy
distinta es la óptica de Max Weber, quien propondrá
como mirada para la crisis del 900 la figura de una conciencia
trágica, tan alejada del optimismo histórico de los
socialismos como del optimismo funcional de Durkheim en cuanto a
las posibilidades de articulación entre técnica y
democracia.
La paradoja weberiana es que nadie como él
(sólo Marx resistiría la comparación)
describió el canto triunfal de la expansión de la
razón occidental al mismo tiempo que presentía su
dramático desenlace en un mundo que mutilaría al
espíritu, cualquiera fuera la forma de organización
social de la economía industrial que escogiera.
Este
pesimismo estructural de Weber, que las influencias de Nietzche y
Dostoievsky acentuarían hasta proporcionarle una subyacente
filosofía de la historia, partía de comprobar que la
reconstrucción de los lazos comunitarios era imposible en
un mundo escindido, de creciente racionalidad formal, en el que la
emergencia de masas y la socialización creciente no
generaba sino una burocratización creciente, es decir, un
progresivo aislamiento entre los hombres, sometidos a una razón
impersonal. Estos temores proféticos habrían de
encenderse aun más tras la debacle de la primera guerra y
la ola de descontento social que la siguiera, colocando a Europa
(y a su Alemania) al borde de la temida demagogia de masas.
Sobre esa
sensación de inseguridad Weber intentará diagramar
una respuesta que desplegará en las intervenciones, tanto
políticas como académicas, que realizará
hasta su muerte en 1920.
Nada aparece como más hostil a una
idea de comunidad que los valores que se encarnan en la idea de
progreso entendida como desarrollo de la razón técnica.
Dicho progreso, sobre el que se consolidó la modernidad,
operó un des-encantamiento del mundo, un proceso de
expropiación y de concentración que ha escindidido
al individuo de los medios de producción tanto sea de
bienes materiales, como de conocimiento o de iniciativa política,
concentrándolos en una capa especializada que constituye
una “máquina inanimada”, una suerte de
inteligencia objetivada, opresora sobre el hombre con la fuerza
metafórica de una “jaula de hierro”.
Y a medida
que la invidualidad se disuelve en la masa, la burocracia se
afirma en su poder de intervención, acentuando el proceso
de separación.
De ninguna manera
piensa Weber que esa alienación (en términos
marxianos) pueda ser superada por la utopía socialista que,
por el contrario, podría agravarla al supeditar al Estado
burocrático todos los comportamientos privados. Tampoco lo
lograría un socialismo antiestatal como autogobierno de los
trabajadores, porque no estaría en condiciones de resolver
las cuestiones técnicas que plantea la complejidad de la
economía moderna.
La pregunta dramática que Weber
se planteará recurrentemente tiene respuestas oscuras, que
sin embargo él no eludirá, convencido como está
de la capacidad proyectual y por lo tanto innovadora de la acción
social. ¿Cómo resguardar algún resto de
libertad individual dentro de esa tendencia irrefrenable hacia la
burocratización?
Este proceso implicó el progresivo
desplazamiento de la acción comunitaria por la acción
societal. Como es sabido, Weber rechazaba la posibilidad de
cosificar los términos teóricos. Ni la “comunidad”
ni la “sociedad” constituían realidades
objetivas sino tipos de acción: los lazos sociales, las
condiciones de la solidaridad, se fundan en constelaciones de
intereses o de sentimientos que se forman entre los hombres.
Un
mismo comportamiento puede implicar una relación social de
comunidad -afectiva o tradicional- o una relación social de
sociedad, racional con arreglo a valores o a fines. La modernidad
supone el predominio de las últimas sobre las primeras, del
cálculo sobre la empatía.
Su crisis adviene cuando
ese impulso racional se expande hacia la burocratización
total de las relaciones humanas. En este punto -razona Weber
dentro de la precariedad de sus respuestas- reaparece la
centralidad de la voluntad innovadora de la política, como
posible reacción contra la perversa asociación entre
las masas (anómicas, diría Durkheim) y la
concentración de poder que se condensaba en la
especialización burocrática.
No quisiera
insistir ahora sobre su proyecto de reconstrucción
hegemónica, en clave posliberal, que va deslizando en sus
escritos políticos desde el final de la guerra, en buena
medida comparables -en tanto formaban parte de un clima de época-
con las propuestas durkheimianas, con las que compartían
una misma convicción acerca de la muerte de la metáfora
política del contractualismo liberal y de su representación
individualista y utilitaria de la ciudadanía.
El modelo
weberiano para la reconstrucción democrática en la
posguerra europea también buscaba, como en Durkheim, la
concreción de una comunidad política más allá
del liberalismo, en la que debían interactuar la
burocracia, el parlamento, los grupos de intereses y la
probabilidad carismática de la institución
presidencial, en el marco de una “democracia contratada”
de la que intentará ser un ejemplo el constitucionalismo
republicano de Weimar.
GRAMSCI
Y LA REFUNDACION DE LA SOCIOLOGÍA
Sería
injusto agrupar bajo la rúbrica genérica de
“antipositivismo” a la obra de los pensadores que, a
caballo de dos siglos, refundaron la sociología. Entre
otras cosas porque en esa clasificación incomodaría
la presencia de Durkheim, aun cuando Parsons -en La estructura de
la acción social, su fundamental obra de 1937- probara
convincentemente un sucesivo deslizamiento del sociólogo
francés hacia posiciones opuestas, como lo demuestra su
último gran texto, Las formas elementales de la vida
religiosa, donde la práctica religiosa, el culto alrededor
de valores trascendentales, aparece como el elemento cohesivo que
funda la sociedad.
Pero es, sin
embargo, cierto que si entendemos la confusa palabra positivismo
como sometimiento al determinismo evolucionista, en una atmósfera
cultural dominada por el “darwinismo social”, la
revuelta intelectual de principios de siglo puso, en su conjunto,
las bases conceptuales para fundar una teoría de la acción
despojada de residuos utilitaristas y naturalistas, cuyo último
y paradigmático exponente habría sido el inglés
Herbert Spencer.
¿Cómo reaccionó el recién
instalado pensamiento marxista frente a esa polémica de
época? En este punto la figura de Gramsci aparece con un
rol emblemático, como el pensador socialista que encaró
con mayor profundidad el mismo campo de problemas que, con otra
perspectiva, fueron el núcleo de la preocupación
durkheimiana y weberiana.
Lo significativo de Gramsci, como
exponente del llamado “marxismo occidental” en línea
con Lukács, Bloch y Korsch, es el diálogo permanente
que su obra mantiene con algunos puntos altos de la cultura
europea de su tiempo, a diferencia de la introversión
intelectual que caracterizará luego al “marxismo
soviético”.
Así como
Lukács dirá, en su vejez, que no estaba arrepentido
de haber iniciado su conocimiento de lo social de las manos de
Simmel y Weber en lugar de las de Kautsky,7 el marxismo de Gramsci
abrevará en la influencia de pensadores como Croce, Pareto,
Sorel, Mosca o Michels, todos ellos colocados en el centro de la
crisis del pensamiento de fin de siglo.
También podrían
recogerse en la formación de su mirada teórica, los
ecos -no por menos explícitos menos significativos- de
Weber y de Durkheim. Del primero -al margen de unas citas
marginales a Economía y sociedad y La ética
protestante y el espíritu del capitalismo- es
particularmente importante la mención que en varios tramos
de sus cuadernos de cárcel hace de Parlamento y gobierno en
una Alemania reconstruida, un texto de 1918 traducido un año
después al italiano, en el que Weber explaya su visión
sobre las características necesarias del orden político
(alemán, pero por extensión europeo) de la
posguerra. Los ecos de este texto resuenan -en algún caso
explícitamente- en varias referencias que Gramsci hace a
los conflictos entre parlamento y burocracia en la organización
política de posguerra y a la forma cesarista como expresión
de la “revolución pasiva” en curso.
En cuanto a
Durkheim su relación es aun más indirecta pero quizá
más profunda: ha sido Alessandro Pizzorno quien primero
señaló sus resonancias en Gramsci, a través
de la lectura que de la obra durkheimiana hiciera Sorel, sobre
todo en lo que se refiere al papel de la dimensión ética
en la integración de la sociedad.8
No tendría
sentido, sin embargo, forzar esta relación intelectual
teniendo en cuenta el reiterado desdén que Gramsci
expresara en sus textos frente a la pretensión de la
sociología por transformarse en clave interpretativa de lo
social. Lo que interesa destacar, en cambio, es que dichas
críticas gramscianas a la sociología coinciden,
esencialmente, con las que él mismo efectuara paralelamente
al marxismo de su tiempo.
En ambos casos la referencia permanente
es a lo que considera residuos del positivismo, del evolucionismo
y, en general, a las tendencias de naturalización de lo
social, ignorando -aquí sí- en relación con
la refundación de la sociología, que esta crítica
era compartida por sus representantes más destacados.
Sintomáticamente, en clave generacional, los tópicos
de la crítica gramsciana habrían de coincidir con
los que levantara, en su segunda fundación, la sociología.
Esta, incluyendo al marxismo dentro de la herencia positivista que
rechazaba; Gramsci, desde el interior del propio marxismo,
intentando superar los residuos mecanicistas que opacaban, a su
juicio, lo profundo de esa tradición.
Si la sociología
era para él -habiéndose detenido en Spencer y en sus
émulos italianos del tipo del olvidado Achille Loria- una
suerte de filosofía para no filósofos, sostenida por
un vulgar evolucionismo, el marxismo de la Segunda Internacional,
cargaría con una culpa semejante.
Esto se ve con claridad
en un repaso a la obra gramsciana, desde sus extremos juveniles en
donde ni el propio Marx (como lo escribe en su conocido artículo
de 1918 La revolución contra “El Capital”)
se habría salvado de la contaminación positivista y
naturalista, hasta sus más maduras reflexiones sobre el
Manual de Bujarin, en tantos puntos coincidentes con las críticas
que el mismo texto suscitara en Lukács, en una recensión
publicada en el Grünberg Archiv en 1923 bajo el título
de “Tecnología y relaciones sociales”.
La forma en que
para Gramsci se expresaría dentro del marxismo esa
tendencia a una determinista naturalización de lo social,
sería la del economicismo, esto es, la “superstición”
teórica que explica la totalidad de lo social como
extensión lineal de los hechos de la economía. Lo
importante en esta apreciación gramsciana es que los vicios
del economicismo no sólo resultarían perjudiciales a
la teoría sino también a la construcción de
política, al combate a favor de la recomposición, en
un estadio superior, de la escisión generada por el
desarrollo del capitalismo.
LA
HEGEMONIA INTELECTUAL Y MORAL
En el
entendido de que la crisis moral no era más que una
expresión de la desintegración del capitalismo, el
socialismo de principios de siglo prometió un futuro de
superación de la fragmentación en un mundo nuevo de
totalidad reconstruida.
Esa búsqueda de una comunidad
auténtica que en Tönnies, Simmel, Weber o Durkheim
-más allá de miradas pesimistas u optimistas-
preocupará a lo más encumbrado de la conciencia
intelectual, será el emblema triunfal con que los
socialismos se presentarán al debate teórico e
histórico.
Gramsci, como uno de los exponentes más
lúcidos del “marxismo occidental”, trazará
líneas centrales para ese análisis, superando las
trabas opuestas por lo que él consideraba una lectura
reductiva y mecanicista del pensamiento de Marx, presentes tanto
en las tradiciones dominantes en la Segunda y en la Tercera
Internacional, sea en el social naturalismo kautskiano o en el
Diamat soviético.
El eje de la
búsqueda estará en su reformulación del
concepto de hegemonía, esto es, en la transformación
que realiza de un término operatorio de la teoría
política -que incorpora el marxismo ruso de fines de siglo
como complementario a una propuesta de alianza social- y que
Gramsci desplazará al terreno de lo ético y
cultural.9 Para Gramsci el período histórico
posterior a 1870, es decir, el que marca la transformación
epocal del capitalismo como sociedad industrial y de masas, habrá
de estructurarse en una articulación compleja que resume en
la fórmula de “hegemonía civil”,
culminación de un proceso transformista en el que el
liberalismo subsume los temas de la democracia.
Para analizar y
aun para superar históricamente a esa nueva forma de la
dominación, resultaría insuficiente la visión
simplista de una clase o un grupo que impone unilateralmente a
otros su voluntad desde los aparatos del Estado. Del mismo modo,
el concepto de hegemonía, aplicado a la práctica
social de los sectores subordinados enfrentados al statu quo,
debería ser considerado como más amplio que el
liderazgo político que podría corresponderle a
alguno de ellos, esto es, en términos marxistas, al
proletariado vis à vis el campesinado o las capas medias de
la población. Lo que la hegemonía construye es una
verdadera comunidad de valores, una “voluntad colectiva”.
En esta
dirección, el Estado se redefine -en relación con el
canon marxista- tornándose mucho más complejo: los
ejes de esa redefinición no están conceptualmente
lejos de las propuestas que recordáramos de Durkheim, al
menos en sus aspectos funcionales, como “órgano del
pensamiento social vinculado a un fin práctico”,
según palabras del sociólogo francés.
Así,
por ejemplo, el Estado moderno -dice Gramsci- se convierte en
“educador”, en instrumento de “unidad
intelectual y moral”, como complejo de relaciones sociales
(él dice de “actividades prácticas y
teóricas”) a través de las cuales no sólo
se domina sino también se dirige a la sociedad, integrando
a los gobernados en un consenso de valores universales. Es bajo
esta dirección ética y cultural que, en el marco de
un dado desarrollo de las relaciones sociales y económicas,
se constituye un “bloque histórico” -en el que
confluyen orgánicamente estructura y superestructuras-
unificado por una “voluntad colectiva”.
El concepto de
bloque histórico tiene para Gramsci varios alcances.
Metodológicamente, le permite constituir una categoría
superadora de la dicotomía “arquitectónica”
de estructura y superestructura que, naturalizada, da lugar a una
relación de causalidad mecanicista, haciendo caer al
marxismo en los criticados vicios del determinismo positivista.
Superando esta óptica, esto es, considerando como sólo
didascálica la distinción entre fuerzas materiales
(“contenido”) e ideología (“forma”)
y postulando una unidad compleja y contradictoria entre ambas,
Gramsci pone las bases para una teoría de la acción
colectiva como proceso de construcción de sentido. Un
fragmento verdaderamente ilustrativo de los Cuadernos de la
cárcel -subtitulado “El término catarsis”-
refleja con enorme claridad la ruptura que Gramsci introduce en el
marxismo del 900.
“Se puede
emplear el término catarsis -escribe- para indicar el paso
del momento meramente económico (o egoístico-pasional)
al momento ético-político, esto es, la elaboración
superior de la estructura en superestructura en la conciencia de
los hombres. Ello -agrega- significa también el paso de lo
objetivo a lo subjetivo y de la necesidad a la libertad.
La
estructura, de fuerza exterior que subyuga al hombre, asimilándolo
a sí y haciéndolo pasivo, se transforma en medio de
libertad, en instrumento para crear una nueva forma
ético-política, en origen de nuevas iniciativas. La
fijación del momento catártico deviene así,
me parece, el punto de partida de toda la filosofía de la
praxis; el proceso catártico coincide con la cadena de
síntesis que resulta del desarrollo dialéctico”.10
En ese sentido,
el paso del “momento económico” al “momento
ético-político” se equipara al paso de lo
“objetivo” a lo “subjetivo” y la relación
causa-efecto presente en la visión clásica de
estructura/superestructura se transforma en una relación
medio-fin.
La comprensión de este proceso que Gramsci
califica como “momento catártico”, en el que la
conciencia de los actores (no sus “caprichos individuales”,
porque la acción tiene restricciones) orienta los
comportamientos hacia un fin, deviene -como ha quedado señalado-
“el punto de partida de toda la filosofía de la
praxis”, postulación que confirma en un pasaje de su
crítica al Manual de Bujarin, cuando dice que el aspecto
crucial de todos los problemas del marxismo es la manera en que se
trate la pregunta acerca de cómo se relaciona la estructura
con la acción histórica.
En ese sentido queda claro
que el uso que Gramsci hace de la expresión “filosofía
de la praxis” en sus cuadernos de prisión para aludir
al marxismo, va más allá de una treta verbal para
burlar a sus censores.
Lo que quiere señalar es que la
virtualidad del materialismo histórico radica en su
capacidad para constituirse en punto de partida para explicar las
modalidades de constitución del individuo en actor social.
Con su categoría de bloque histórico, al superar la
tentación implícita de mecanicismo economicista que
subyace en la díada estructura/superestructura, Gramsci
coloca su programa de investigación en la misma área
en que la sociología de su tiermpo busca fundar una teoría
no determinista de la acción.
Pero el
concepto de bloque histórico tiene, además,
connotaciones heurísticas en el camino a la construcción
de una nueva comunidad por vía de lo que llama “subversión
de la praxis”. En este punto, más allá de sus
otros conceptos operacionales como los de sociedad civil, sociedad
política y guerra de posiciones, consustantivos a su
concepción de la hegemonía como lucha por una nueva
cultura, por la construcción de una nueva voluntad
colectiva, importa sociológicamente cómo Gramsci
introduce, de manera original, la noción de intelectual.
Un
bloque histórico, como unidad compleja de intereses
materiales y de valores, no es una estructura indiferenciada sino
que supone movimientos contradictorios. Es un sistema hegemónico,
lo que equivale a decir -en términos de teoría
sistémica- que opera como un gran reductor de complejidad,
en tanto excluye (o subordina) toda una serie de posibilidades y
permite la actualización de una serie definida de
alternativas.
Pero el sistema, a la vez, vive de la tensión
entre esta tendencia a la reducción y el potenciamiento de
su complejidad, lo que genera su dinámica interna de
cambio. Esa posibilidad de cambio, en tanto el fatalismo histórico
no existe, requiere un elemento propulsor. Y aquí aparece
la función de los intelectuales como mediadores de la
hegemonía y de la contrahegemonía en el interior del
bloque histórico. Su papel es apuntalar la ilusión
de comunidad en un mundo escindido.11
En un aspecto, sus
apuntes para una teoría de los intelectuales pueden ser
incluidos en una saga conceptual que desde Hegel hasta Weber se
formula como teoría de la burocracia moderna. Esta es, al
menos, una posibilidad de lectura.
El tema de los
intelectuales está en Gramsci indisolublemente ligado al de
la hegemonía como dirección política y
cultural. En la medida en que cada grupo social, nacido en la
producción económica, crea con él,
orgánicamente, capas de intelectuales que le proporcionan
homogeneidad y conciencia de sus fines, son éstos los
encargados de ejercer las funciones tanto de hegemonía
social cuanto de gobierno político, las funciones
“conectivas y organizativas” en el interior del bloque
histórico. Pero esta relación entre grupos sociales
e intelectuales no es lineal sino compleja.
Si bien responden
a la dinámica de los grupos sociales donde encuentran su
origen, tienden a generar comportamientos estamentales, a
considerarse a sí mismos como “el Estado”, lo
que -señala Gramsci- dado el enorme número de gente
que abarca la categoría, genera “complicaciones
desagradables” para el grupo económico fundamental
que realmente es el Estado.
Esta tendencia hacia la
autonomización de la burocracia (de la dirección
técnicamente adiestrada) entra en contradicción con
la dirección política (partidos y parlamento) y
marca, según un Gramsci explícitamente reminiscente
del análisis de Weber en Parlamento y gobierno en una
Alemania reconstruida, un punto de crisis en el Estado moderno, en
su forma “social democrática burocrática”
que ha ampliado, hasta formar “masas imponentes”, a la
categoría de los intelectuales como funcionarios de la
hegemonía.
Pero esta
dimensión “burocrática” de la función
de los intelectuales pertenece a uno de los dos grandes planos de
las superestructuras: el de la sociedad política, encargada
del gobierno jurídico por medio de una capa social que
funda su poder en un saber especializado.
Debe interesarnos
también la otra dimensión de la función
intelectual en la sociedad: la de constructora de consensos, de
valores, de representaciones colectivas en el seno de la sociedad
civil.
Si bien el Estado
moderno, en la definición integral del mismo que formula
Gramsci opera una reconciliación “universal” de
los intereses fragmentados de la sociedad al transmutarlos como
expresión de energías “nacionales”,
mediante una operación de absorción cultural basada
en un “consenso espontáneo” a favor de la
dirección impuesta a la vida social, esa expansión
llega a un punto de saturación en el que ya no está
en condiciones de integrar sino que comienza un proceso de
desagregación en el interior del bloque histórico.
En ese momento, punto de arranque de una “crisis orgánica”
-como momento en que se rompe “el aparato de gobierno
espiritual”-, la voluntad colectiva estatal construida en la
relación entre intelectuales “privados” y
“gubernamentales”, orgánicos a los grupos
sociales fundamentales, entra en tensión con la voluntad
colectiva nacional-popular que viene elaborando la articulación
entre intelectuales y clases subalternas.
El terreno sobre
el que se construye la “voluntad colectiva nacional-popular”
debe estar preparado por la dinamización de una “reforma
intelectual y moral” como garantía -dice- hacia el
logro de una forma “superior y total de civilización
moderna”.
En este punto es decisiva la función del
nuevo Príncipe -el partido revolucionario-, capaz de
articular en un movimiento complejo el “sentir”, el
“saber” y el “comprender” sociales que
constituyen el nexo operativo de la acción histórica.
Intermediada por
los intelectuales, la construcción de una voluntad
colectiva supone la superación del momento corporativo
(que, a diferencia de Durkheim, para Gramsci no podría
constituirse en trama integradora del Estado) y el ingreso al
momento “político”, como esfera -dice- de
“superestructuras complejas”.
En las sociedades
modernas esta construcción de una voluntad colectiva, que
está en el centro de los procesos de hegemonía
social y cultural, da lugar en el pensamiento gramsciano a un
programa de investigación sobre las condiciones concretas,
culturales (nacionales, especificará Gramsci), en que esos
sistemas de valores pueden emerger y consolidarse históricamente.
Abren, por lo tanto, la posibilidad para la discusión de
una teoría de la acción no utilitarista, que en el
marxismo vulgar asume la forma de “economicismo”.
David Lockwood ha
mostrado que la carencia de una teoría de la acción
ha sido el eslabón más débil de la cadena
teórica del materialismo histórico.12 Al no poder
distinguir entre los problemas de “integración
sistémica” de las sociedades y los problemas de
“integración social”, relativos a la esfera de
los valores que cohesionan a las mismas, la ligazón entre
la dimensión funcional, que alude a las relaciones entre
los subsistemas, y la dimensión sociocultural, que remite a
los comportamientos de los actores, sólo podría ser
establecida sobre la base de un concepto utilitarista de acción,
similar al de las teorías positivistas de la acción
(en términos de Parsons), donde la racionalidad individual
fuera remplazada simplemente por una racionalidad de clase
determinada por la “posición objetiva” de los
sujetos en las relaciones de producción.
Sin haber
dilucidado la complejidad de este problema teórico que
todavía el pensamiento marxista no ha podido resolver, no
quedan dudas que, dentro de esa tradición, es en la fuente
gramsciana -incompleta, asistemática- donde podrán,
sin embargo, encontrarse las claves más sugestivas para un
programa de investigación colocado en la misma área
en que la sociología del 900 buscó fundar una teoría
no determinista de la acción social.
Notas
1
Me refiero a Teoría del Materialismo Histórico,
publicado por Bujarin en 1921 y que durante cierto tiempo fundó
un verdadero canon del marxismo de su tiempo.
2 Robert Nisbet,
La formación del pensamiento sociológico, Buenos
Aires, 1969.
3 Karl Marx, His
Life and Teachings, Michigan, 1974.
4 Conciencia y
socieda., La reorientación del pensamiento social europeo
(1890-1930), Madrid, 1972.
5 Emile Durkheim,
Sociology and Philosophy, Londres, 1965, pp.51/52.
6 Emile Durkheim,
Lecciones de sociología (Física de las costumbres y
del derecho), Buenos Aires, 1966, passim. La primera edición
en francés es de 1950.
7 Hans Holz, Leo
Kofler y Wolfgang Abendroth, Conversaciones con Lukács,
Madrid, 1969, p.135.
8 Alessandro Pizzorno, “Sobre el
método de Gramsci” en VVAA, Gramsci y las ciencias
sociales, Buenos Aires, 1974. Georges Sorel dedicó un largo
ensayo a Durkheim titulado “Les theories de M. Durkheim”
en los números 1 y 2 de Le devenir social (abril y mayo de
1895). Dicho texto, sin dudas el primer intento de confrontar al
sociólogo francés con la tradición marxista,
fue reditado en 1978: Le teorie di Durkheim e altri scritti
sociologici, (Liguori, Napoli). La deuda intelectual de Gramsci
con Sorel ha sido destacada por varios autores; quizás el
desarrollo más completo de la cuestión se encuentra
en Nicola Badaloni, Il marxismo di Gramsci, Turín, 1975.
9 Un puntual
recorrido sobre la genealogía del concepto en el
pensamiento marxista puede verse en el cap.1 de Ernesto Laclau y
Chantal Mouffe, Hegemony and socialist strategy, Londres, 1985.
10 Antonio
Gramsci, Quaderni del carcere, I, 1244, Turín, 1975.
11 Este rol de
los intelectuales es enfatizado también por Weber. Al
analizar la probabilidad de una acción comunitaria de
clase, coloca como una de sus condiciones la presencia de una
“dirección hacia fines claros que regularmente se dan
o se interpretan por personas no pertenecientes a la clase
(“intelectuales”)”, Economía y sociedad,
I, 245, México, 1969.
12
David Lockwood, “The weakest link in the chain? Some
comments on the marxist theory of action” en Research in the
Sociology of Work, Vol.1, pp.435/481.