Como
dice este poema al que supo ponerle música el gran Joan Manuel
Serrat, los anhelos de libertad y de autodeterminación de los
pueblos parecen nunca apagarse, pese a las sucesivas postergaciones.
El pueblo siempre aparece dispuesto a renacer de las más
diversas formas para reclamar su lugar, su dignidad, su patria.
Apoyando a ciertos caudillos que supieron comprenderlos y
reivindicarlos.
La
vuelta del pueblo, su renacimiento, se da de diferentes formas y no
puede comprendérselo desde ninguna ortodoxia del pensamiento.
La resistencia y el avance popular tuvieron en nuestra historia un
poco de religión, de tradición, de mística, de
milagro. Un poco de revolución.
También
son variadas las formas de las personalidades que encabezaron los
intentos de redención popular. Los hubo militares, sacerdotes
y hasta ricos hacendados como fueron los caudillos federales del
siglo XIX. Parece ser que los ricos tampoco están excluidos
del “reino de los pueblos”.
Querer hacer una breve
historia de nuestro pueblo argentino, de sus avances y retrocesos, es
entonces en cierta medida entrar en la dinámica de lo
impensado. No basta para comprender a sus caudillos y verdaderos
representantes el considerar solamente una relación lineal y
causal de beneficios económicos o sociales, sino que también
es necesario incluir esa faceta trascendente, ese idilio que une a
los líderes con sus pueblos. Esa relación de intenso
amor que llevó a nuestro pueblo argentino a hacer verdaderos
altares dedicados al Restaurador de las Leyes, a Evita, a Juan
Domingo Perón. Ése sentimiento que condujo a Sarmiento,
cuando asesinó al caudillo popular Peñaloza, a colgar
su cabeza en una pica para que los gauchos se convencieran de que
estaba muerto.
Es
que el pueblo resiste este pensar causal y occidentalista y no se
convence tan fácil de la muerte de su causa, aún cuando
todo conduzca a pensar en eso. Es que el pueblo trasciende a sus
propios representantes, como un ser superior, inmortal, que tarde o
temprano vuelve a reencarnar sus sueños. ¿De qué
forma? Nadie puede saberlo. ¿Cuándo? Imposible
aseverarlo. Pero que volverá, volverá. A no dudarlo.
CAPÍTULO
1: LA INDEPENDENCIA DEPENDIENTE
El
puerto de contrabandistas
Inicialmente
la dominación española en América se organizó
en dos virreinatos: de Nueva España, en lo que sería el
actual territorio de México; y de Perú. Esta ubicación
no fue azarosa, sino que se debía a la finalidad predominante
de la conquista por lo menos en su primera etapa: la extracción
de minerales y metales preciosos. Es por esto que las primeras
estructuras de dominación virreinales se asentaron sobre
territorios ricos en este aspecto. En Sudamérica, sobresalen
las minas del Potosí, eje económico de la vida
colonial.
En
esta época, el noroeste argentino, por su proximidad a Potosí,
alcanza un incipiente desarrollo.
Buenos
Aires se encontraba aislada, era una ciudad marcadamente pobre,
alejada de la economía virreinal. Su primera fundación
no había prosperado, barrida por los indios querandíes.
La segunda, de Juan de Garay, se consolidó, aunque la ciudad
era visiblemente pobre.
Su
actividad económica se basaba en la riqueza ganadera,
incipientemente explotada por las vaquerías. La vaquería
era un modo de explotación bastante primitivo, donde se
aprovechaba del animal únicamente el cuero. En el puerto de
Buenos Aires comenzó a desarrollarse el contrabando con otras
potencias europeas.
¿Con
quiénes contrabandeaban los porteños? Con portugueses,
franceses e ingleses, violando las reglas monopólicas
impuestas por la Corona Española.
Los
productos provenientes de estos países eran más
baratos, producto de la gesta de la Revolución Industrial que
se daba en Europa, principalmente en Inglaterra. A esto hay que
agregarle el inmenso costo de transporte que llevaban incorporados
los productos españoles, producto de la accidentada ruta
Potosí-Buenos Aires.
Con
el objeto de controlar el contrabando, en 1776 se creó el
Virreinato del Río de la Plata, con capital en Buenos Aires,
ciudad portuaria.
El
reglamento de Libre Comercio establecido en 1778 permitió a
Buenos Aires conectarse directamente con la metrópoli
(evitando la accidentada ruta Potosí-Buenos Aires y la no
menos problemática ruta España-Potosí, cruzando
por istmo de Panamá) y otros puertos de América,
quedando liberada Buenos Aires de la anterior tutela del virreinato
del Perú.
Al
flamante Virreinato y llamados por los negocios del nuevo puerto,
llegaron europeos que formaron una burocracia comercial.
Antecedentes
y Revolución de Mayo
Vicente
Fidel López, en la Cámara de Diputados de la Nación,
el 27 de Julio de 1873, afirmó:
Si
tomamos en consideración la historia de nuestra producción
interior y nacional, veremos que desde la revolución de 1810,
que empezó a abrir nuestros mercados al librecambio
extranjero, comenzamos a perder todas aquellas materias elaboradas
que nosotros mismos producíamos, y que en nuestras provincias
del interior, que tantas de esas producciones tenían, la
riqueza y la población comenzó a desaparecer, a término
que provincias que antes eran ricas y que podían llamarse
emporios de industrias incipientes, y cuyas producciones se
desparramaban en todas partes del territorio, hoy están
completamente aniquiladas y van progresivamente en el camino de la
ruina, perdiendo hasta su entidad social, y por supuesto su valor
político, y su valor comercial y económico”.
En
Europa eran los tiempos de la Revolución Industrial.
Inglaterra, producto de la sobreproducción ocasionada por ésta
y en la imposibilidad de colocar los productos en otros mercados
europeos (estaba en guerra con Francia y España), buscaba
nuevos mercados, presionando sobre el puerto de Buenos Aires. Esta
presión de los ingleses para introducir sus mercaderías
dio el caldo propicio para las invasiones de 1806 y 1807.
Si
bien el intento de dominio político fracasó, gracias a
la hazaña de la reconquista encabezada por Liniers, la casta
comercial y distinguida de Buenos Aires vio con buenos ojos las
posibilidades del libre comercio, del que harían proclama
revolucionaria tres años después. Los ingleses
comprendieron que para dominar políticamente, como de hecho lo
iban hacer durante mucho tiempo, había de obtenerse primero la
dominación económica y no a la inversa.
Describe
Eduardo Galeano, en Las Venas abiertas de América
Latina:
“Cuando
se constituyó la Junta Revolucionaria en Buenos Aires, el 25
de Mayo de 1810, una salva de los buques británicos de guerra
la saludó desde el río”.
Así
se puede observar un viraje en la política británica:
de la dominación política fallida en 1806 y 1807, se
buscó la forma de penetración económica que
atara a la nación en formación con el imperialismo
británico. Esto sería posible por la existencia de la
aristocracia porteña, proclive a establecer un firme lazo con
los ingleses. Localmente, en ese momento, se benefició un
sector que comenzó a preponderar en Buenos Aires: el ganadero.
Aporta
Galeano en el libro ya citado:
“Buenos
Aires demoró apenas tres días en eliminar ciertas
prohibiciones que dificultaban el comercio con extranjeros, doce días
después, redujo del 50 por ciento al 7,5 por ciento los
impuestos que gravaban las ventas al exterior de los cueros y el
sebo”.
En
una época hoy tan lejana, comienza incipientemente lo que
sería la apertura de la economía. La producción
para la exportación, la importación de productos
ingleses sin proteger la industria nacional. Estas eran las ideas
económicas de la elite revolucionaria. Es verdad que el
desarrollo industrial era apenas incipiente en las provincias, pero
unos años después ni siquiera los ponchos se fabricaban
en las Provincias Unidas. El Interior fue el gran perjudicado por la
apertura de la economía.
En
su Representación de los Hacendados, uno de los
obnubilados por las nuevas visiones librecambistas, Mariano Moreno,
afirma:
"El
comerciante inglés se presenta en nuestros puertos y nos dice,
yo traigo las mercaderías de que sólo yo puedo
proveerlos, vengo igualmente a buscar vuestros frutos, que sólo
yo puedo exportar".
La
Hermana mayor
La
Revolución no fue bien recibida y aceptada por todas las
provincias. Hubo resistencias en Córdoba, la Banda Oriental,
Paraguay y el Alto Perú. Entonces, buscó imponerse por
las armas ante los bastiones de la resistencia realista como también
ante las resistencias de las provincias que no reconocían la
autoridad de Buenos Aires, considerándola una ciudad más
del Virreinato sin derecho a decidir por todas. Son los que no
creyeron el argumento famoso de “la hermana mayor”.
Mariano
Moreno expresa la visión radical de los revolucionarios en su
Plan de Operaciones:
“Debe
observarse la conducta más cruel y sanguinaria con los
enemigos de la causa; la menor semiprueba de hechos, palabras, etc.
contra la causa debe castigarse con la pena capital, principalmente
si se trata de sujetos de talento, riqueza, carácter y alguna
opinión; a los gobernadores, capitanes generales, mariscales
de campo, coroneles, brigadieres que caigan en el poder de la causa
debe decapitárselos”.
Además,
propone la expropiación de los hacendados que no simpaticen
con el movimiento revolucionario.
Estas
máximas dictadas por Moreno fueron empleadas por Castelli
cuando, ante el fallido intento contrarrevolucionario de Liniers en
Córdoba, el viejo héroe de la Reconquista fue fusilado.
Moreno apoyó este accionar y hasta se ofreció a hacerlo
él mismo si no había ningún hombre que se
animara a ejecutar la orden.
Tres
misiones se constituyeron para someter el Alto Perú sin poder
hacerlo en forma definitiva.
Belgrano
fracasa en el Paraguay, que a partir de allí, bajo el férreo
gobierno del Doctor Francia, iniciará un período largo
de aislamiento que será fecundo para su desarrollo.
José
Gervasio Artigas
En
Uruguay, José Gervasio Artigas logra culminar con la
resistencia realista pero encabeza una reacción también
opuesta a la Junta de Buenos Aires. Su intento original de reforma
agraria, “dando la tierra a quien la trabaja”, hace que
la Junta lo declare enemigo y lo persiga.
Este
caudillo incomprendido fue autor de El Reglamento de los Pueblos
Libres, donde en varias disposiciones que aquí figuraban
se incluían figuras novedosas como la protección de los
más desfavorecidos, las mujeres y los niños. El
Gobierno no “regalaba” la tierra sino que estas
explotaciones estaban sujetas a un estricto control de los poderes
locales, exigiendo niveles de productividad o la edificación
de una vivienda por parte del campesino, fijando plazos de
cumplimiento y expropiando la tierra de no cumplirse estas
condiciones.
Ferviente
defensor de los poderes locales y el federalismo, José
Gervasio Artigas, luego de un periplo poco próspero por las
provincias del Litoral, fue condenado a concluir su vida olvidado en
el Paraguay (1837). Ironía del destino: el Paraguay de esos
tiempos distribuía tierras entre la población humilde y
un Estado fuerte se hacía cargo de su contralor.
Seamos
libres y lo demás no importa nada
El
general San Martín, en plena campaña libertadora, buscó
seguramente dar ánimo a sus tropas con su proclama:
“Orden
general del 27 de julio de 1819
Compañeros
del Ejército de los Andes:
“....La
guerra se la tenemos que hacer del modo que podamos: si no tenemos
dinero, carne y un pedazo de tabaco no nos tiene que faltar: cuando
se acaben los vestuarios, nos vestiremos con la bayetilla que nos
trabajen nuestras mujeres, y si no andaremos en pelota como nuestros
paisanos los indios: seamos libres, y lo demás no importa
nada.
...
Compañeros, juremos no dejar las armas de la mano, hasta ver
el país enteramente libre, o morir con ellas como hombres de
coraje”.
La
situación angustiosa del ejército y la carestía
de recursos se puede explicar por el escasísimo interés
de los círculos porteños que coparon el gobierno
nacional, en colaborar con la campaña libertadora. El mismo
Libertador se quejaría de esto repetidas veces.
¿Quién
puso entonces lo que la elite porteña negó? Los
sectores populares, que siguieron al libertador en medio de este
menosprecio de los cuadros dirigentes. Como verdaderos “parias”,
llevaron a cabo la más grande de las epopeyas americanas, por
el sueño de la libertad.
¿Cuál
era la mentalidad de los porteños de ese momento? No sólo
no ayudaron al Libertador. Cuando en 1820, los caudillos federales
sitiaron al director supremo que quería coronar un rey
europeo, la oligarquía portuaria llamó a San Martín
para que con su ejército reprimiera a sus compatriotas. Pero
el Libertador se negó a derramar sangre americana y argentina,
prosiguiendo la campaña emancipadora. A los doctos porteños
no les interesaba tanto liberarse de España, como de las
provincias y los caudillos “bárbaros”. La renuncia
del Libertador a obedecer estas órdenes no le fue gratis, y en
su vida futura recibiría la constante hostilidad de la
oligarquía portuaria que lo obligó a partir al exilio.
“Seamos
libres y lo demás no importa nada” quiere decir
abnegación, la lucha por un ideal colectivo, renunciando a
intereses personales, a las comodidades y a la propia vida de ser
necesario. Imposible de comprenderlo en su momento para los “doctos”
porteños.
Hoy
también resulta difícil apreciarlo en el marco de
políticas de inconfesable cobardía y de entrega de
nuestra Nación. Esas que han hecho realidad una máxima
totalmente opuesta a la pregonada por San Martín: “Paguemos,
y lo demás no importa nada...”
Los
dirigentes “se olvidan” del pueblo
Las
guerras de la independencia tuvieron un actor protagónico y
olvidado por la historia oficial argentina. Los gauchos, los negros y
los indios abonaron con su sangre los campos de la patria, dieron su
vida por la causa americana y argentina, defendieron el territorio
sin recibir nada a cambio. Pero la generación de Mayo y los
miembros de las clases dirigentes distinguidas no insertaron a las
clases populares sino en un papel subyugante.
La
Revolución de Mayo y la independencia declarada en el Congreso
de Tucumán, marcó el enfrentamiento entre Buenos Aires
y las provincias. La primera centraba sus pretensiones y privilegios
que le daban el comercio de ultramar. Así, no pensaba en la
situación de estas tierras. Sus negocios estaban del otro lado
del mar. Además, algunos de sus más conspicuos
representantes no descartaban la posibilidad de erigir una monarquía
de carácter centralista y tentaron a algunos comarcas
europeos: Alvear estaba dispuesto al protectorado británico y
Pueyrredón al francés.
Manuel
Belgrano, si bien partidario de también de un gobierno fuerte,
propuso un monarca descendiente del imperio de los Incas, pero su
idea no tuvo éxito entre los europeístas que ocupaban
todos los espacios.
Los
“hombres de las luces” porteños no sólo no
eran proteccionistas en un sentido económico-político
sino también cultural. Esta es una de las características
de lo que se dio en llamar el partido unitario: su marcada
europeización lo alejó de las masas populares. En su
visión, la cultura autóctona, popular, encarnaba la
barbarie.
Lo
dijo Arturo Jauretche, en su Manual de Zonceras Argentinas:
"La
idea no fue desarrollar América según América,
incorporando los elementos de la civilización moderna;
enriquecer la cultura propia con el aporte externo asimilado, como
quien abona el terreno donde crece el árbol. Se intentó
crear Europa en América trasplantando el árbol y
destruyendo lo indígena que podía ser obstáculo
al mismo para su crecimiento, según Europa y no según
América. La incomprensión de lo nuestro preexistente
como hecho cultural, o mejor dicho, el entenderlo como hecho
anticultural, llevó al inevitable dilema: todo hecho propio,
por serlo, era bárbaro, y todo hecho ajeno, importado, por
serlo, era civilizado. Civilizar pues, consistió en
desnacionalizar".
Por
esto, los partidarios de las ideas centralistas, los unitarios
europeizados nunca consiguieron atraer al elemento popular.
Los
unitarios, viejos y nuevos, acusaron desde siempre a los federales de
desarrollar un “populismo” para ganarse los favores de la
“chusma”. Para ellos, dominar a la “chusma”
es igual a domar el ganado. Animalizaron a los sectores populares, y
así buscaron tratarlos.
Hasta
1820, nuestro país fue gobernado de forma centralista por la
oligarquía portuaria en las formas de los Triunviratos y los
Directorios de Alvear, Pueyrredón y Rondeau entre otros. Estos
personajes respondían a lo que se dio en llamar la Logia
Lautaro, una sociedad masónica al servicio de Inglaterra.
En
una carta de Alvear, al canciller inglés, Lord Castlereagh
podemos ver sus pensamientos:
“Estas
Provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña, recibir sus
leyes, obedecer a su Gobierno y vivir bajo su influyo poderoso. Ellas
se abandonan sin condición alguna a la generosidad y buena fe
del pueblo inglés, y yo estoy dispuesto a sostener tan justa
solicitud para librarlas de los males que las afligen. Es necesario
que se aprovechen los momentos. Que vengan tropas que impongan a los
genios díscolos, y un jefe autorizado que empiece a dar al
país las formas que sean del beneplácito del Rey de la
Nación, a cuyos efectos espero que V.E. me dará sus
avisos con la reserva y prontitud que conviene para preparar
oportunamente la ejecución”.
Más
que un dicho aislado, esta carta de Alvear constituye un pensamiento
que se ha marcado a fuego en la sociedad argentina hasta en los
tiempos actuales. La rebaja total de la nacionalidad, la admiración
al extranjero que puede sustituir todo lo propio, la preferencia por
sus instituciones. La dependencia cultural, política y
económica sería imposible sin el desarrollo de este
pensamiento tan arraigado en los sectores dominantes. Alvear es un
precursor de aquellos líderes políticos que creen que
la solución a los problemas de la Argentina están en el
extranjero.
Por
supuesto, los sectores populares constituían sólo un
estorbo. Crear Europa en América. Crear Inglaterra en América,
el pensamiento de esta logia que si concluyó bajo su nombre,
su pensamiento se mantiene fuerte hasta nuestra actualidad de
pordioseros de los organismos de financiamiento internacional.
Algunos
historiadores incluyen a San Martín en este movimiento de la
Logia Lautaro. Obviamente, la independencia fue aprovechada por
Inglaterra, aunque San Martín nunca declaró
explícitamente estar trabajando conscientemente para esta
potencia europea que se benefició de su labor.
Pero,
si San Martín en algún tiempo sirvió esta logia
masónica, luego la desobedecería, cuando no le hizo
caso a Rivadavia de reprimir a los caudillos provinciales que
reaccionaron contra el poder despótico y central de Buenos
Aires. No obedeció a los masones y logistas Rivadavia, Alvear
y Pueyrredón. Esto le costaría la falta de apoyo de
Rivadavia, que no le envía suministros para completar su
campaña libertadora obligando a San Martín a ceder ante
Bolívar en la entrevista de Guayaquil.
Resurgen
los olvidados
En
1820, la tensión llega a un punto cúlmine en la batalla
de Cepeda, donde los caudillos López y Ramírez
vencieron al régimen centralista encarnado por el gobierno de
Rondeau, director supremo.
Esto
es producto de una situación que hace eclosión en este
año, al difundirse el proyecto monárquico (de consagrar
a un príncipe europeo) de la elite porteña, ocasionando
la reacción provincial y la disolución de las
autoridades nacionales.
Manuel
Gálvez explica esta situación en su Vida de don Juan
Manuel de Rosas:
“En
tiempos de los virreyes, lo que son ahora las provincias se
gobernaban autonómicamente; y he aquí que desde 1810
Buenos Aires pretende gobernar a las otras. Ni tampoco es Buenos
Aires, sino un grupito de hombres que se creen los más
inteligentes y los más sabios. Acaso lo son, pero sus
espíritus están atestados de doctrinas extranjeras,
lejos de nuestras realidades”.
Los
ejércitos de la Independencia argentinas los formaron en su
enorme mayoría la población negra, los gauchos y los
indios. Los frutos que logró esta sangre patrióticamente
derramada pretendieron ser apropiados por los hombres distinguidos de
Buenos Aires.
¿Quiénes
formaron los ejércitos de San Martín, y los de
Belgrano? ¿Quiénes defendieron la frontera norte
heroicamente en Salta sino Guemes y su heroica gauchada?
Saldías
también lo describe, en su monumental Historia de la
Confederación Argentina:
“Los
elementos dirigentes de estas evoluciones trascendentales, vinculados
entre sí por la labor común del tiempo y hasta por las
grandes responsabilidades que contrajeron, habían hecho
exclusivamente suya la situación de Buenos Aires, ostentando
ciertas tendencias absolutistas y cierta soberbia que suscitaron
contra ellos las pasiones del elemento popular, el cual iba ocupando
la escena a medida que se obtenían ventajas sobre los
realistas”.
Más
adelante, el mismo autor explica cómo los hombres “ilustrados”
en el poder, postergaban a los sectores populares:
“En
la indolencia con que se miró las necesidades de sus
habitantes (de la campaña), y en la ninguna participación
que se les dio a éstas en las evoluciones que se sucedieron
hasta 1820, si no era para formar con ellos los batallones con que se
engrosaban los ejércitos que guerreaban por la Independencia”.
Estos
anhelos de inclusión de los sectores populares serían
contemplados años después, cuando el pacto federal
asomó como un acuerdo posible para la Nación, y Juan
Manuel de Rosas se perfilaría como líder indiscutido de
la Confederación Argentina.
Dorrego
contra la patria financiera
Los
unitarios impusieron un reglamento en la sala de representantes que
impedía el voto popular. Sostenían que en el país
sólo podían votar los señores que tuvieran
educación y buena posición económica. Excluían
de la posibilidad de elegir a los sectores populares, afirmando que
los asalariados eran dependientes del patrón. Contra esta
injusticia se levantó Manuel Dorrego:
“Yo
digo que es el que es capitalista el que no tiene independencia, como
tienen asuntos y negocios quedan más dependientes del Gobierno
que nadie. A éstos es a quienes deberían ponerse trabas
(...). Si se excluye a los jornaleros, domésticos, asalariados
y empleados ¿entonces quiénes quedarían? Un
corto número de comerciantes y capitalistas”.
Y
señalando a la bancada unitaria dijo: “He aquí la
aristocracia del dinero y si esto es así podría ponerse
en giro la suerte del país y mercarse (...). Sería
fácil influir en las elecciones, porque no es fácil
influir en la generalidad de la masa pero sí en una corta
porción de capitalistas. Y en este caso, hablemos claro: ¡el
que formaría la elección sería el Banco!”.
Ahí
tenemos el discurso del caudillo popular oponiéndose a la
dictadura de los hombres ilustrados que se creían con derecho
para dirigir al país, por supuesto en beneficio del capital
financiero, como queda claro en la cita. Es una brillante defensa de
la soberanía popular ante el poder de los grandes capitalistas
nacionales y extranjeros.
Hoy
en nuestro país la democracia aparece consolidada, por lo
menos en cuanto se refiere a las elecciones, al voto universal,
secreto y obligatorio. Pero el sistema democrático no
significa de por sí un triunfo popular, ya que los dirigentes
suelen evadirse rápidamente de sus promesas y campañas
electorales, y tienden a cumplir los acuerdos con los capitales que
financiaron sus candidaturas.
Es
muy interesante lo que dice al respecto Juan Villarreal, en su libro
La Exclusión Social:
“Las
sociedades de mercado y la democracia liberal parecen haber resuelto
parcialmente el problema de la libertad civil en forma relativa. Su
sistema electoral casi lo atestigua: se puede elegir a quien
decidirá, no decidir posteriormente.”
Entonces,
ayer y hoy nos encontramos ante el mismo problema: quienes siguen
decidiendo son los Bancos.
CAPÍTULO
2: JUAN MANUEL DE ROSAS
“Rosas
es, biológicamente, si puede decirse, el constructor de la
Argentina. Los pueblos no se construyen sólo con leyes. Rosas
le dio a la Argentina un tono, un color, un sabor. Le dio vida al
país; y si no formó el alma criolla, es indudable que
la conservó, la encauzó y la enriqueció”.
Manuel
Gálvez
|
¿Cómo
llega Rosas al poder?
Haré
una breve reseña. Los intentos de los unitarios por imponer
una autoridad centralista no terminarían en 1820. En 1826,
volvieron a la carga imponiendo a Bernardino Rivadavia (quien había
contraído hacía poco tiempo el primer empréstito
extranjero) como presidente de la República. Las autoridades
provinciales debían someterse a su autoridad, según lo
establecía la Constitución Unitaria. Esto motivó
el rechazo de las provincias, que se pusieron en pie de guerra. Esta
situación, más la pérdida de la Banda Oriental
cediendo a las presiones de Inglaterra, dieron por tierra con el
gobierno de Rivadavia.
Durante
el ministerio que ocupó y el efímero gobierno de
Rivadavia, se concentró la propiedad de la tierra por la ley
de enfiteusis. Sucede que el empréstito externo contraído
con la banca Baring Brothers establecía como garantía
las tierras de la provincia de Buenos Aires. En consecuencia, no se
podía reconocer propiedad sobre las mismas, por lo que el
gobierno las entregó en enfiteusis, debiendo pagar los
beneficiarios un arriendo al Estado. Los que accedieron al beneficio
de la enfiteusis fueron muy pocos terratenientes, concentrándose
de esta forma la tierra en pocas manos y a muy módico precio.
Por no decir gratis, ya que los arriendos nunca se pagaron. Quien
exigió el cobro de dichos montos fue Rosas, y dicha actitud le
valió la Revolución del Sur, encabezada por
terratenientes, que fracasó.
De
Rivadavia diría Ramos Mejía (un partidario) lo
siguiente, en su libro Rosas y su tiempo:
“Con
arreglo de las caprichosas modificaciones de la geografía
política y de los odios que sus vicisitudes provoca, la
condición de extranjero se va luego convirtiendo para este
pueblo en un estigma, exaltándolo cada vez más, hasta
llegar a 1829, en que se le siente hidrópico de iras y
supersticiones, hondamente ofendido por las reformas con que lo
flagela el gobierno “extranjerista” de Rivadavia, cuyo
desprestigio en la plebe no tuvo igual en la historia de América”.
Lo
reemplazó Manuel Dorrego como gobernador de la provincia,
caudillo popular de gran ascendencia sobre los sectores humildes.
Pero su gobierno sería breve, rodeado de conspiraciones de
Inglaterra y los elementos internos. El líder el federalismo
del momento se negó a pagar el empréstito contraído
con Baring Brothers por Rivadavia. Además, su política
hacia el banco Nacional también decidiría en parte su
caída, como aseveran Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde
en su libro El asesinato de Dorrego:
“Uno
de los objetivos principales del plan nacional de Dorrego era atacar
el Banco Nacional que tanto había hecho por endeudar al país,
y que colaboraría eficazmente para lograr la caída del
gobernador”.
Dorrego
sería derrocado y fusilado por Lavalle, que impondría
una dictadura sanguinaria. Los caudillos provinciales no lo
reconocieron como legítimo gobernador de Buenos Aires, y el
enfrentamiento tomó un serio cariz: la Liga Unitaria, a la que
encabezaba Paz, intentaría imponer una dictadura portuaria a
todo el país; en contra de ésta, se levantarían
las provincias que se ligarían por el pacto Federal.
Lavalle,
cercado por López, caudillo de Santa Fé, y Juan Manuel
de Rosas sería completamente derrotado y marcharía al
exilio.
Juan
Manuel de Rosas y el prestigio que le había generado el haber
acabado con la dictadura sangrienta, fue ya irresistible para el
gobierno de Buenos Aires. Asumió en 1829 y su influencia se
extendería hasta 1852. Su gestión dejaría una
marca imborrable en la República.
Don
Juan Manuel al gobierno
Conducido
por el fervor popular, Don Juan Manuel de Rosas llega al gobierno de
Buenos Aires y sería el líder de una Confederación
Argentina pujante. Lo describe muy vivamente Manuel Gálvez, en
su ya citada obra:
“Ha llegado el día
de la Federación. Rosas va a entrar en la ciudad. Lo espera la
plebe de Buenos Aires, lo esperan los federales.
...Ya
viene entrando por la calle de la Plata. Arcos de triunfo, banderas,
músicas, repiques de campanas. En un coche, rodeado de sus
fieles, va espléndido, rígido y, probablemente, con un
asomo de sonrisa en sus finos labios. La multitud se aglomera
alrededor del coche, que no puede avanzar. Su piel blanquísima
y sus ojos azules contrastan con los colores de aquella plebe que lo
va aclamando enloquecida. Y de pronto, algo insólito:
doscientos fanáticos desenganchan los caballos. Largas trenzas
de seda rojas son atadas a las varas y a la delantera del carruaje, y
aquellos hombres comienzan a arrastrarlo. ¡Así entra en
la plaza de la Victoria, conducido por el fervor del pueblo, Juan
Manuel de Rosas!”
El
pueblo de Buenos Aires y argentino había encontrado a aquél
líder que pudiera encarar una verdadera revolución para
encauzar una organización nacional amenazada por exclusivismos
infamantes. Y los anhelos de inclusión de los sectores
populares serían efectivamente tenidos en cuenta, como un
actor de peso para definir las políticas del Restaurador de
las Leyes.
Una
Argentina fuerte e industrialista
Años
después de asumir el gobierno, la situación en el
interior estaba prácticamente controlada, por la derrota de la
Liga Unitaria en 1831, enemiga de los pueblos. Rosas cultivó
una respetuosa relación con los caudillos provinciales que le
habían prestado su apoyo. El pacto federal había
sellado una incipiente organización nacional, que debería
completarse con el dictado de una Constitución.
Pero
los tiempos no eran tranquilos. Las conspiraciones brotaban por todos
lados. La oligarquía unitaria despojada del poder acudiría
a todos los métodos posibles para recuperarlo proponiendo
incluso amputaciones del territorio nacional, favoreciendo la
creación de republiquetas condenadas a ser devoradas por el
imperialismo inglés y francés de ese momento.
Desde
Montevideo, convertido en una factoría extranjera luego de la
caída de Oribe, se urdía toda clase de tropelías
para “derribar al tirano”.
Rosas
se nutrió del apoyo del pueblo: los negros, los orilleros,
incluso algunas tribus de indios eran partidarias de don Juan Manuel.
Liberó a los esclavos apenas pisaran el suelo argentino, y
apeló a la consulta popular para asumir su segundo mandato
iniciado en 1835.
El
país se industrializó en forma incipiente por la
atinada medida que significó la ley de Aduanas de 1835, la
primera proteccionista en la historia argentina. Esto le ganaría
amigos: las provincias del interior; y un poderoso enemigo: el
imperialismo.
Rosas
en Buenos Aires, y los restantes caudillos en sus provincias,
expresaban el proyecto nacional de una Argentina fuerte e
industrialista. El libre comercio ya no reinaría impune y
desangrando a las provincias. Esto se mantendría durante todo
su gobierno y como líder de la Confederación argentina.
Ninguna provincia del interior se levantó contra él
cuando caería en 1852. Su derrota fue producto de una traición
hacia el interior del federalismo, combinada con las fuerzas
extranjeras de Brasil e Inglaterra, que de esta forma encontraría
vía expedita para vendernos de todo, fundiendo a nuestros
emporios industriales.
Mazorquero
y todo, autoritario, Rosas logró lo que hasta allí
parecía imposible: la organización nacional, una buena
convivencia de Buenos Aires con las provincias. Porque Buenos Aires
ya no era una aldea cosmopolita, sino parte de un país.
Francia e Inglaterra bloquearon el puerto de Buenos Aires, y nadie
murió por inanición al no poderse importar artículos
de lujo.
Mediante
la ley proteccionista de Aduana, se protegía a las industrias
del interior y de Buenos Aires. Y un país industrial,
autónomo, soberano, es un país popular. El pueblo puede
vivir, es promocionado en su bienestar.
José
María Rosa lo describe, en su Historia Argentina, tomo 5:
“La
capital misma de la Confederación se había convertido
en un gran taller industrial. El censo de 1853 muestra su floreciente
estado. Había 106 fábricas montadas y 743 talleres
artesanales. La ley de aduanas de 1835 había desarrollado la
industria, especialmente en los ramos del vestido, artesanía
fina, incipiente fabricación de azúcar en Tucumán,
y destilación de alcoholes en Cuyo y provincias del noroeste”.
Juan
Manuel de Rosas impidió también “la fuga de
divisas”, algo tan común en nuestro país incluso
en los tiempos contemporáneos. El trabajo argentino debía
redundar en una mejora en las condiciones de vida de los
compatriotas, y no en el enriquecimiento del extranjero. No pagó
la deuda extranjera contraída por Rivadavia y nacionalizó
el Banco Nacional.
También
prohibió la exportación de oro del puerto de Buenos
Aires, que se usaba sólo para comprar productos externos. Esta
es una de las causas por las que perdió aparentemente don Juan
Manuel la lealtad de Urquiza, impedido por la anterior medida del
negocio que le significaba el contrabando en su provincia.
Primero
la deuda interna
El
nacionalismo económico de Rosas fue tal que no se avino a
pagar la deuda externa generada por Bernardino Rivadavia, arma del
imperialismo para explotar a los países débiles.
Priorizó en este sentido el bienestar de sus compatriotas por
sobre el de los acreedores.
En
1835 diría, cerrando las sesiones de la Cámara de
Representantes:
“El
gobierno nunca olvida el pago de la deuda extranjera, pero es
manifiesto que al presente nada se puede hacer por ella, y espera el
tiempo del arreglo de la deuda interior del país para hacerle
seguir la misma suerte, bien entendido que cualquier medida que se
tome tendrá por base el honor, la buena fe y la verdad de las
cosas”.
Durante
su período los acreedores, acostumbrados a ser tratados con
beneplácito, encontrarían una dura resistencia. Incluso
fueron “usados” por el Restaurador. Cuando el bloqueo
anglofrancés, Rosas pagó unas muy modestas cuotas a los
tenedores de bonos del empréstito rivadaviano, y les comunicó
que no podría seguir pagándoles si las potencias no
levantaban el bloqueo. Entonces, los tenedores de bonos presionaron
para que sus países levantaran el bloqueo a la Confederación.
Rosas utilizaba de esta forma las propias armas del imperialismo
opresor volviéndolas contra él y defendiendo el interés
de la Nación.
Una
vez levantado el bloqueo, los acreedores y tenedores de bonos
volvieron a sufrir una desilusión. Los pagos destinados a la
deuda externa volverían a dormir el sueño de los
justos...
Rosas
y los indios
Luego
de su primer gobierno, Rosas comandó una campaña contra
los indios que arrasaban a menudo con sus malones las estancias.
Se
impone una aclaración: Rosas quiere extender el dominio de más
territorio y también proteger las estancias, la unidad
productiva del siglo XIX. No quiere exterminar a las poblaciones
originarias, sino que hace uso de una política de pactos y
acuerdos: su objetivo es proteger a las estancias, no exterminar a
los indios. Esto se prueba en el hecho de que se entendió muy
bien con muchas tribus, e incluso muchos indígenas trabajaron
en sus estancias y tenían una relación idílica
con él mismo. Rosas escribió incluso un diccionario
para entenderse y comunicarse con ellos.
En
esta campaña, se llevó la guerra sólo a los que
no acordaron la paz ofrecida, que incluía el suministro de
ganados y haciendas a las tribus fieles.
Otro
hecho que demuestra que Rosas no estaba interesado en exterminarlos
es el hecho de que hacía llegar a las tolderías
adelantos como la vacuna contra la viruela, que hacía estragos
en los pueblos indios.
Lo
que el estanciero quería, claramente, era que no le tocaran
las estancias. Defendía esta unidad productiva importante en
estos momentos, como los saladeros de los que él fue principal
impulsor.
El
mismo razonamiento sería aplicable a la defensa que hizo de
los derechos de la Confederación desde su asunción
hasta su caída. Rosas no cultivó malas relaciones con
los otros países, sino que simplemente los enfrentó
cuando pretendieron atropellar y someter a la Confederación.
En cuanto cesaron con estas actitudes, las relaciones volvieron a su
cauce perfectamente.
Con
su ley proteccionista de Aduana de 1835, Rosas permitió la
prosperidad de muchos mercados y ferias donde la población
india vendía sus productos textiles, como los ponchos,
tejidos, etc.
Si
no, que lo diga Ramos Mejía en su libro ya citado, un
observador que lejos estuvo de ser rosista:
“Como
se ha dicho, tanto para el negro como para el mulato y el indio, la
tiranía fue una liberación relativa. La repugnancia que
inspiraron a la sociedad colonial, durante dos siglos, los dos
primeros sobre todo, cesó de pronto por causa de aquel orden
de cosas, y puede decirse que fueron impuestos, sino a la
consideración, a la tolerancia forzosa de esta sociedad; y el
multato más que el negro, de suyo humilde, entraron a ocupar
un lugar que le sugerían sus hambrunas democráticas
comprimidas, sobre todo los cargos y empleos que brindara la
dictadura”.
“Hambrunas
democráticas comprimidas”, denomina despectivamente
Ramos Mejía. Y cabe preguntarse: ¿qué es la
democracia sino el gobierno de las mayorías? En este sentido,
no me parece un disparate decir que el gobierno de Rosas fue
democrático, porque se asentó en el único
soberano: el pueblo. No fue un gobierno de minorías. Era sin
duda autoritario, pero su liderazgo estuvo legitimado en el amor que
le brindaba su pueblo. Sus mismos enemigos lo reconocieron.
El
exclusivismo amenazado
El
gobierno de Rosas fue una verdadera revolución incluso
cultural, donde las masas del pueblo llegaron a territorios donde
anteriormente estaba vedada su participación. Esto causó
el resquemor de las tradicionales oligarquías que veían
con preocupación cómo los humildes siempre desplazados,
encontraban ahora su espacio para expresarse, para crecer junto con
una Confederación pujante.
Lo
describe también Ramos Mejía:
“Las
exigencias de la política habían, en parte, hecho
desaparecer aquel amable perfume de elegancia y distinción que
caracterizaba a la vieja sociedad bonaerense. Cierta promiscuidad de
buen gusto político, dejaban, diré así,
deslizarse algunos personajes de linaje turbio, herencia obligada de
la tertulia democrática de la Heroína, tan poco
escrupulosa en la elección de los invitados, muy agasajados
mientras pudieran llenar las funciones políticas adjudicadas
por ella. Para complacer la vanidad del guarango y democratizar las
reuniones, se habían introducido algunos de sus bailes más
populares, rompiendo la tradición y los encantos del vals
lento, el minué elegante, que realzaba las bien cortadas
formas de la porteña de buena cuna”.
Las
formas populares en las tertulias reemplazaban a los ritmos y cultura
extranjerizantes de la ciudad cosmopolita que era Buenos Aires. El
ser nacional, la cultura propia era fomentada y defendida contra los
gustos refinados de la petulante oligarquía.
Para
horror de las clases “decentes”, el gobierno de Rosas
abrió espacio a la participación hasta en la
cotidianeidad de aquellos sectores subyugados hasta entonces. Las
familias acomodadas, si conspiraban, tenían que tener cuidado
que no las escuchara su personal de servicio, todos fieles a don Juan
Manuel.
Rosas
tendió también a reducir la brecha entre ricos y
pobres. Si bien los estancieros se beneficiaron con su gobierno,
también lo hicieron las clases populares hasta un cierto nivel
de igualdad y justicia social.
Echeverría,
horrorizado, escribiría en el Dogma Socialista:
“Rosas
niveló, por último, a todo el mundo”.
La
autoridad y el terror
Hay
que reconocer que Rosas, en ocasiones aplicó el terror para
intimidar a sus opositores y enemigos. Pero dicha acción no ha
tenido los vastos alcances que le atribuyeron sus adversarios en las
Tablas de Sangre escritas por Rivera Indarte, anteriormente fervoroso
rosista.
Los
peores momentos en este sentido, fueron las matanzas realizadas en
1840, durante la cruzada “libertadora” de Lavalle (que
también fue sangrienta). Pero en general, no necesitó
del terror para imponerse. Estudios demográficos han
confirmado que durante su período el crecimiento de la
población fue normal. No así en la dictadura
sanguinaria de 1829 de Lavalle, cuando el crecimiento de la población
porteña fue negativo.
Incluso
un enemigo del Restaurador como Alberdi, diría:
“...El
Sr. Rosas, considerado filosóficamente, no es un déspota
que duerme sobre bayonetas mercenarias. Es un representante que
descansa sobre la buena fe, sobre el corazón del pueblo. Y por
el pueblo no entendemos aquí la clase pensadora, la clase
propietaria únicamente, sino también, la universalidad,
la mayoría, la multitud, la plebe”.
Sucede
que, como consigna José María Rosa, en ocasiones caían
entre las víctimas de la Mazorca sectores de buena posición
económica. Por esto Rosas pasaría a la historia como un
dictador asesino, y no Sarmiento o el general Paz, que asesinaban
mucho más pero eran gauchos sus víctimas.
La
defensa de la soberanía
En
1845, el 20 de noviembre, la Argentina criolla daba al mundo un
ejemplo de resistencia ante el imperialismo.
Una
expedición anglo-francesa buscó navegar impunemente el
Paraná “sin otro título que la fuerza”,
como dijo en la proclama Mansilla, designado por Juan Manuel de Rosas
para encabezar la resistencia. Las potencias “civilizadoras”
no lograron amedrentar a la Argentina criolla.
Conocedores
del terreno, los patriotas emplazaron baterías en la Vuelta de
Obligado, donde el río se angosta y era más fácil
hacer blanco e impedir el paso del invasor. Es inútil abundar
en detalles. El hecho es que la derrota argentina era segura, por la
desigualdad de las fuerzas que se enfrentaban. Luego de la batalla,
la escuadra invasora siguió remontando el Paraná,
aunque con importantes bajas. De todas formas, por la dura
resistencia encontrada en las poblaciones ribereñas, su
expedición militar y comercial fracasó. La
Confederación Argentina había perdido una batalla, pero
no la guerra, por la fuerte determinación y el empeño
con que defendió su soberanía. Quedó claro que
las potencias iban a tener que cargarse “a todos los criollos”
para imponer su ley a destajo. Y nadie puede someter, por lo menos
fácilmente, a una Nación unida y con agallas.
Como
siempre, algunos apátridas justificaron la invasión y
el ultraje de la soberanía por la dictadura del “abominable”
Rosas. Para ellos, la patria no era el lugar donde nacieron, sino una
aldea cosmopolita funcional y servidora del imperialismo
“civilizador”.
Luego
de la derrota popular en la batalla de Caseros, se aplicaría
la tan mentada “libre navegación de los ríos”
y la Argentina se vería inundada de manufacturas extranjeras
que barrieron con la industria local. Se acababa la Argentina criolla
y protectora de lo suyo: de su cultura, de su economía, de su
suelo y de su patria. Hoy seguimos viendo uno de los resultados más
evidentes y perceptibles de la “libre navegación de los
ríos”: los barcos-factoría extranjeros pescando a
pocos metros de nuestras costas y saqueando nuestras riquezas
marítimas. Es uno de los tantos ejemplos del ultraje al que
parece que ya nos hemos acostumbrado.
Saldías,
historiador liberal pero que tuvo un análisis equilibrado del
gobierno del restaurador diría sobre el Restaurador en su
Historia de la Confederación Argentina:
“A
la firmeza inconmovible con que Rozas mantuvo los derechos de su
patria le debe, pues, la República Argentina el poder llamar
suyos hoy los espléndidos ríos que bañan sus
litorales y cuya navegación deberá someter a la
legislación restrictiva en lo que respecta a las banderas
extranjeras”.
Pero
se desilusiona Saldías, respecto a sus sucesores, los grandes
defensores y panegiristas de la “libre navegación de los
ríos”:
“...por
licencia de liberalismo, los gobiernos que se han sucedido al de
Rozas casi han desalojado de esos ríos la bandera argentina,
concediéndoles a aquéllas franquicias singulares, tan
singulares que únicamente en la Argentina prevalecen”...
No
sólo sería desalojado el país de sus ríos,
también sería arrasada su incipiente riqueza industrial
y el extranjero reinaría ya tranquilo sobre nuestra tierra...
Y sobre todo el pueblo argentino sería desplazado del
bienestar y de la protección con que contó en la época
de Rosas. Los extranjeristas que instalaron el modelo “liberal”
eran tan abyectos en su rechazo de la nacionalidad que fomentarían
en gran escala la inmigración, no por falta de población
como se nos quiere hacer creer, sino por su activo menosprecio de sus
compatriotas, a los que condenarían por otra parte a la
persecución y el exterminio.
El
reconocimiento del Libertador
En
la tercera Cláusula de su testamento, don José de San
Martín le haría a Rosas el reconocimiento más
importante:
“Tercero:
El sable que me ha acompañado en toda la Guerra de la
Indepencia de la América del Sud, le será entregado al
General de la República Argentina Don Juan Manuel de Rosas,
como una prueba de la satisfacción, que como argentino he
tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la
República contra las injustas pretensiones de los extranjeros
que tratan de humillarla.”
Cuando
el bloqueo francés en 1838, incluso el Libertador se ofreció
a ponerse a las órdenes del líder de la Confederación,
“si mis servicios fueran de alguna utilidad”. Contra los
“vendepatria” que pedían la intervención
del extranjero para acabar con la “tiranía”, se
levanta esa expresión de aprobación maravillosa de
nuestro Libertador. Es que San Martín conocía bien a
esas elites que querían volver a dirigir el país, que
le habían denegado la ayuda para concluir con su campaña
libertadora, y que habían hecho tanto para que la patria se
contrajera a la nueva dependencia de las potencias del momento:
Inglaterra y Francia.
La
infiltración del enemigo en el campo popular
La
caída de Rosas, como de otros proyectos populares, debe
hacernos reflexionar acerca de la infiltración del enemigo
dentro del campo popular. Urquiza, federal, es cooptado por el
antipueblo para llevar el exterminio y la desolación al país,
y lograr el máximo bienestar de unos pocos. Urquiza, que tenía
a su cargo además el más importante ejército de
que la Confederación podía disponer. Su traición
sería fatal, entonces.
Es
notable cómo el antipueblo, al no tener legitimidad, al no
tener representatividad, tiene que valerse de la infiltración,
del espionaje, de la corrupción de los cuadros dirigentes
populares. Como nadie los sigue, tienen que comprar “favores”
que luego serían devueltos. Es que el antipueblo siempre
encabeza “revoluciones” de minorías, por minorías
y para minorías.
Más
gráfica imposible la desolación de Lavalle en 1840 ante
la revolución fracasada y financiada por Francia, que pinta la
impopularidad del partido unitario. En una carta a su esposa, le
escribe:
“Estas
tierras de mierda, donde no hay quien me mate gracias al terror que
inspiramos”.
Hasta
Urquiza estaba asombrado y preocupado durante su campaña final
que derrocaría a Rosas cuando se lamentó de “que
el país tan maltratado por la tiranía de ese bárbaro
se haya reunido en masa para sostenerlo”.
El
antipueblo sólo puede crecer siendo un parásito que se
alimenta de la sangre de las luchas populares, y explota una
limitación que evidentemente tienen muchas veces las
organizaciones populares: el liderazgo personalista y un tanto
verticalista.
No
sólo ocurrió esto al gobierno de la Confederación
argentina. También le ocurrió a la Unión Cívica
Radical, cuando surgió el sector “antipersonalista”,
oligarca y aliado a los sectores conservadores. También pasó
con el peronismo: luego de la lucha de la izquierda y la derecha del
movimiento, y sobre todo luego de la muerte de su líder, fue
cooptado por sectores ultraliberales, vaciándolo de su
contenido originario nacional y popular.
CAPÍTULO
3: EL ESTADO OLIGARCA AGROEXPORTADOR
Los
liberales portuarios
Con
la caída de don Juan Manuel en Caseros, quedaría
prácticamente expedito el camino para los liberales que nos
encadenaron a ultramar en un papel subyugante: proveedor de materias
primas, cuando había verdaderos emporios industriales en el
país. Los beneficiarios de este modelo famoso del granero del
mundo: los terratenientes, los oligarcas. Los perjudicados: el pueblo
argentino.
Después
de Caseros, Pavón consolidaría definitivamente el
liderazgo portuario sobre todo el país, ante una nueva
traición de Urquiza, que se retiró a sus campos de
Entre Ríos cuando la lucha no estaba aún perdida.
Buenos
Aires impondría su modelo económico liberal
exterminando toda la resistencia federal en el interior del país.
Para el pueblo del interior y también de Buenos Aires se
avecinaban días difíciles, de miseria, de desocupación,
también de exterminio liso y llano. La “libre
competencia”, la “libre” navegación de los
ríos” sería un golpe mortal para industrias del
interior imposibilitadas de competir.
Mitre,
Sarmiento, Avellaneda reencarnan aquél sueño de la
Argentina europea. Crear Europa en América. Aniquilar lo
originario, e importar todo lo extranjero: desde bienes industriales
hasta gente, con la inmigración fomentada como nunca antes. El
gaucho y el indio debían ser exterminados.
Mitre
lo diría claramente en un discurso en 1861:
“Ahora
al contestar al cordial saludo que se me ha dirigido en nombre de los
extranjeros aquí presentes y principalmente de los ciudadanos
de la Gran Bretaña, diré que no los reconozco por tales
extranjeros en esta tierra. No!”
Los
“connacionales” de Mitre y sus sucesores eran los
británicos. No el pueblo argentino.
Sarmiento
también le desearía a Mitre “la gloria de
establecer en toda la República el predominio de la clase
culta, anulando el levantamiento de masas...”
Y
Avellaneda no se quedó atrás con una frase que quedó
en la historia: “Pagaremos la deuda sobre el hambre y la sed de
los argentinos”.
Estos
son los presidentes que en la escuela nos enseñan que
“organizaron el país”. Pero no nos explican que no
lo organizaron para nosotros los argentinos, sino para los
extranjeros. Hasta el diseño y diagrama de los ferrocarriles
es altamente ilustrativo: este adelanto que pudo ser un progreso para
el pueblo, devino en antiprogreso, porque no fue comunicación
e integración entre las economías regionales, sino
vinculación con el puerto y con ultramar.
Eran
tiempos de desolación para nuestro pueblo, que sin embargo no
se rendiría tan fácil ante el poder desigual de un
enemigo aliado al poder económico y al imperialismo inglés.
Y surgieron algunos “cabecillas” que encararon la
resistencia popular ante la calamidad social que les tocaba vivir.
El Chacho, Felipe Varela, y los últimos estertores de una
guerra de montonera valiente y patriótica. Son pequeños
signos de que el pueblo nunca muerte, los indicios que revelan una
vuelta que se dará tarde o temprano, cueste lo que cueste. Y
caiga quien caiga.
El
Chacho
El
Chacho Peñaloza fue un general argentino que resistió
con sus montoneras el embate brutal del centralismo porteño
aliado con el imperialismo. Resistió hasta donde pudo ante los
siervos mitristas (entre otros, Wenceslao Paunero, Venancio Flores,
Ambresio Sandes, José Migue Arreondo, Ignacio Rivas) que
asolaron el interior y los llanos de la Rioja donde habitaba, luego
de la batalla de Pavón.
Lo
describe José María Rosa, en su Guerra del Paraguay
y el fin de las montoneras argentinas:
“Avanza
la ola criminal al norte para establecer por todas partes ‘el
reino de la libertad’ como dice La Nación Argentina, el
diario de Mitre. Sarmiento sigue con sus aplausos: “Los gauchos
son bípedos implumes de tan infame condición, que no sé
qué se gana con tratarlos mejor”.
Ante
esta situación, el antiguo ayudante de Facundo Quiroga se
pronunció en los Llanos, y causó alguna zozobra a un
ejército enemigo ampliamente superior en armamento y número:
“Todos
los pueblos se pronuncian clamando por la reacción; todos
piden que se les devuelvan sus libertades que han sido usurpadas por
un puñado de hombres díscolos que no tienen más
bandera que el absolutismo; y conociendo por mi parte la justicia que
se reclama, no he trepidado en apoyar tan sabios pensamientos”.
Su
táctica era la montonera, golpear y replegarse, donde era
fundamental la caballería. Así sobrevivió
algunos años encabezando la resistencia ante el centralismo
que desangraba a las provincias. Adorado por los gauchos, era uno más
de ellos. Tuvo también gestos de indudable valor y nobleza: en
las conversaciones de paz que tuvo con los opresores porteñistas,
devolvió a todos sus prisioneros con vida, mientras los jefes
mitristas habían fusilado a todos los montoneros capturados.
Sarmiento,
entonces gobernador de San Juan, se encargó de acabar con este
intento popular cuando lo asesinó vilmente en esta provincia.
Su cabeza se expuso públicamente como prueba irrefutable de
que su muerte había ocurrido, pretendiendo aplacar a la parte
“insana” de la población que solía
plegársele.
La
ilusión de los oligarcas es dar un duro castigo para que el
pueblo quede aplacado y soporte sumiso las enormes vejaciones que
ellos planeaban y de hecho ya ejecutaban. Pero esas ilusiones se
revelan inocentes. Tarde o temprano el pueblo, en esta verdadera
guerra con el antipueblo, reorganiza sus fuerzas y las lanza a
recuperar la dignidad y la patria. El pueblo puede ser derrotado,
pero nunca muere, como se empecinan en hacernos creer los gorilas de
ayer y de hoy.
Felipe
Varela
Junto
con el Chacho Peñaloza había peleado un valiente
combatiente que encararía también una reacción,
pero más amplia que la del primero: Felipe Varela.
Este
caudillo popular encaró una rebelión que se oponía
no sólo al sometimiento del interior por Buenos Aires sino a
la guerra de la triple alianza contra el Paraguay. Esta guerra fue
fomentada por el imperialismo inglés y resultó
perjudicial para los cuatro países que en ella participaron:
Argentina, Uruguay y Brasil fueron endeudados por la banca británica
para cubrir los costos de la guerra. Paraguay vio desaparecer
prácticamente su población masculina y perdió el
desarrollo industrial independiente que había alcanzado hasta
entonces sin necesidad de endeudarse con ninguna banca.
Argentina
realizó levas forzosas de gauchos que envió a la guerra
contra el país hermano. Ante todo esto, se levantó
Felipe Varela y su montonera, en pro de la unidad americana. No fue
sólo un levantamiento que pensaba “en local”, sino
que esbozaba la necesidad de una hispanoamérica unida para que
no se la devorara el imperialismo inglés.
Calificó
a la guerra como “una guerra premeditada, guerra estudiada,
guerra ambiciosa de dominio, contraria a los santos principios de la
Unión Americana, cuya base fundamental es conservación
incólume de la soberanía de cada República”.
Lanzó
entonces su proclama nacionalista en defensa de la Unión
Americana y en contra de “esa guerra de Buenos Aires”,
como la llamaban los provincianos:
“¡Soldados
federales! Nuestro programa es la práctica estricta de la
Constitución jurada, el orden común, la paz y la
amistad con el Paraguay, y la unión con las demás
Repúblicas Americanas. ¡Ay de aquel que infrinja este
Programa!!
¡Compatriotas
nacionalistas! El campo de la lid nos mostrará al enemigo,
allá os invita a recoger los laureles del triunfo o la muerte,
vuestro coronel y amigo. Felipe Varela.
Campamento
en marcha, 6 de diciembre de 1866.
Como
tantas veces en la historia, la Unión Americana fracasó
y Felipe Varela moriría en 1868 de tuberculosis en su exilio
chileno.
La
matanza brutal ocurrida luego de Pavón, sumada a la Guerra del
Paraguay, donde se enviaron numerosas partidas de gauchos, más
el reconocimiento de la propiedad privada en el Código Civil
Argentino y la consecuente instalación de los alambrados en el
campo, terminaron por hacer desaparecer lo que quedaba de la
resistencia gaucha.
El
indio no tuvo mejor suerte. En 1879, el general Julio Argentino Roca
encabezó la “campaña del desierto”
(“desierto” se denominaba a aquellas áreas
dominadas por los “bárbaros” o “salvajes”)
con fines exclusivamente exterminadores. Los nuevos fusiles
“remington”, con su mayor frecuencia de tiro, hicieron
posible una de las “cacerías” más
impresionantes de la historia argentina.
Leandro
N. Alem
Como
una resistencia ante el modelo conservador cerrado en sí
mismo, autoritario y contrario al interés popular, se conformó
hacia la década del 90 la Unión Cívica, que
luego se dividiría y daría lugar a la Unión
Cívica Radical, que lideró Leandro N. Alem. La Unión
Cívica Radical proclamaba la ilegitimidad del gobierno de
minorías y realizó una verdadera cruzada por el voto
secreto. Su líder hizo una gira por el interior argentino,
encontrando gran aceptación en las postergadas provincias
argentinas. Lo describe Ernesto Palacio en su Historia Argentina:
“Entre
tanto, Alem realizaba por el interior una jira triunfal, aclamado por
las poblaciones. Rosario, Córdoba, Tucumán, Santiago,
Salta, Santa Fe, Entre Ríos, Mendoza, San Juan, San Luis y las
estaciones intermedias del largo trayecto en el que pronunció
centenares de discursos, vieron su magra figura iluminada por dos
ojos ardientes, su galera requintada, su poncho de vicuña y
sus largas y blancas barbas de apóstol, que se agitaban al
soplo de su oratoria tempestuosa. No diría cosas nuevas ni
brillantes, sino verdades viejas y olvidadas. Hablaba de los derechos
hollados y de la patria envilecida y sus palabras sonaban en los
oídos de los últimos sobrevivientes de la montonera, de
los antiguos soldados de Varela y del Chacho y de sus hijos, como si
les vinieran del fondo del corazón. ¡Cómo no
habrían de vibrar los pueblos oprimidos a la voz del caudillo
que les prometía la redención y el desquite! El viaje
fue una verdadera apoteosis y provocó un vuelco efectivo de la
opinión; desde ese momento el radicalismo es un partido
nacional”.
Alem
denunciaba en el Senado el fraude, el gobierno ilegítimo de
los conservadores, justificando sus intentos revolucionarios:
“Si
el presidente insiste en llevar adelante su plan de sofocar los
derechos del pueblo... podrán sobrevenir graves perturbaciones
porque la República no consentirá que se holle
impunemente su soberanía”.
El
caudillo radical lideró varias revoluciones fallidas, y sus
intentos serían continuados por Hipólito Yrigoyen, su
sobrino.
La
lucha por el derecho a la representación y el voto de la
mayoría de la población sería larga, y sólo
se verían sus frutos años después, en 1916,
cuando las elecciones libres permitieron a Hipólito Yrigoyen
acceder a la primera magistratura de la Nación. Quien inició
la cruzada, Leandro N. Alem, se había suicidado años
antes, sin poder llegar a ver los frutos de su labor.
CAPÍTULO
4: HIPÓLITO YRIGOYEN
“Más
que por las soluciones que aportó, valía por ser una
afirmación de la voluntad nacional ahogada durante años,
y por eso entre sus componentes se contaba la primera generación
de hijos de inmigrantes, los restos de la tradición
federal-autonomista, las masas bravías del interior y gran
parte del proletariado industrial naciente”.
John
William Cooke
|
La
ley Sáenz Peña
Si
bien la ley Sáenz Peña permitió el acceso de
Yrigoyen a la presidencia, sus poderes se verían bastante
limitados por la mayoría opositora que reinaba en el
Parlamento, verdadero recinto de la oligarquía conservadora
portuaria.
Sin
embargo, por primera vez en mucho tiempo, accedía a la
presidencia un representante auténtico del pueblo, que podía
encarar una voluntad nacional reparadora del fraude y la postergación
para miles de compatriotas. El pueblo recuperaría con la
libreta electoral algo de la dignidad perdida. Lo afirmó
Arturo Jauretche, citado por Galasso en Jauretche y su época:
“Los
impugnadores de la ley Sáenz Peña generalmente no
entienden lo que significó para las masas humildes la libreta
electoral. Desde la caída de los caudillos, el hombre de la
plebe argentina, quedó sin padrinos, a merced de comisarios,
de jueces de paz o de patrones, pero desde que tuvo libreta electoral
se convirtió en un voto y adquirió un valor y volvió
a tener padrino porque apareció el caudillo que venía a
conquistar votos. A su vez, el juez de paz y el comisario y patrón
no querían perderlos... Por eso, en épocas de fraude,
cuando el voto deja de tener valor, se pierden todas las conquistas
sociales”.
No
casualmente, la democrática ley Sáenz Peña fue
dejada de lado y una dictadura militar interrumpiría el
segundo gobierno de Yrigoyen, cuando el poder de la elite dirigente y
conservadora estaba siendo seriamente amenazado por la soberanía
popular.
Una
reparación histórica
Los
objetivos del radicalismo se emparentaban con la realización
de una reparación histórica, ante los años de
burla de la soberanía popular realizados por el fraude y el
gobierno de minorías.
Algunos
sectores de la población postergada comenzaron a ser atendidos
por el gobierno, como los trabajadores que vivían en una
situación de verdadera esclavitud. El gobierno intervino ante
conflictos como huelgas, intentando mediar entre el capital y el
trabajo, concediendo algunas conquistas laborales de las que no se
había ocupado nadie hasta entonces. Los trabajadores
históricamente sólo habían recibido represión,
nunca diálogo y mucho menos un arbitraje del Estado que les
concediera mejoras.
También
Yrigoyen favoreció la organización de los trabajadores
para la defensa de sus derechos. Samuel L. Baily, en su trabajo
Movimiento obrero, nacionalismo y política en la Argentina,
consigna el crecimiento que tuvieron las organizaciones
sindicales:
“Los
obreros de los frigoríficos de Berisso, los trabajadores
textiles y metalúrgicos de Buenos Aires y los azucareros del
Norte llevaron a cabo sus primeros intentos de organización, y
la FORA XI pasó de 3000 afiliados en 1915 a tener 70.000 en
1920”.
El
gran crecimiento del sindicalismo sólo puede explicarse por su
poder para lograr reivindicaciones, favorecidas por el gobierno. Muy
poca gente se afilia a un sindicato si no siente que la defiende, o
que no hace nada para mejorar su condición, lo que es una de
las características de nuestra actualidad sindical bastante
decadente.
El
gran aumento de los obreros sindicalizados fue también una de
las carácterísticas del peronismo.
La
resistencia de la oligarquía
El
Congreso, dominado por la entente conservadora, sancionó
algunas leyes que propuso el Ejecutivo y otras las bloqueó
sistemáticamente. Entre las primeras, se aprueba la
reglamentación del trabajo a domicilio; de jubilación
de empleados y obreros de las empresas particulares de servicios
públicos; las leyes de emergencia de alquileres, respondiendo
a las demandas de la población trabajadora; convenios por
accidentes de trabajo con España e Italia, entre otras. Entre
las bloqueadas aparecen los siguientes proyectos: el Código de
Trabajo; el proyecto de ley de salario mínimo; el de
inembargabilidad de los sueldos menores de 200 pesos; la
reglamentación de las condiciones de trabajo en los yerbatales
y obrajes; el de legislación sobre contrato colectivo de
trabajo; el de reglamentación de las asociaciones
profesionales; otro sobre la exoneración de todo aporte
jubilatorio a los sueldos inferiores de 120 pesos.
La
política conciliadora encarada con los sectores del trabajo
también encontraría dificultades porque la policía
y el ejército seguía dominado por la entente
conservadora. Los sectores tradicionales también dieron origen
a organizaciones para-militares como la Liga Patriótica, que
asesinaban obreros que reclamaban sus derechos. Así pueden
explicarse los sucesos de la semana trágica, y los no menos
trágicos de la Patagonia, durante la primera presidencia del
“Peludo”. La práctica represiva era un tratamiento
histórico que habían recibido los trabajadores desde
que se instalaron las bases del estado oligárquico
agroexportador y la Argentina vería arrasado su mercado
interno y a su pueblo.
Por
esto, intentar otra cosa como eran las mediaciones del Estado
concediéndole en muchos casos derechos y mejoras a los
trabajadores era tan resistido por los oligarcas.
Oligarcas
temerosos...
El
gobierno intentó distribuir, y protegió a sectores
rurales como los chacareros, promoviendo una ley de alquileres que
congeló los precios de los arrendamientos. Por eso no
sorprenden las declaraciones de Matías Sánchez Sorondo,
de la oposición, que afirmó en 1927:
Ayer
fueron los alquileres, hoy es el petróleo, mañana será
la propiedad rural amenazada de ser distribuida” .
La
oligarquía no podía tolerar ni siquiera los pequeños
pasos del gobierno radical hacia la constitución de un país
donde el único soberano fuera el pueblo y no las ententes y
privilegiados de siempre.
Yrigoyen
defendía la intervención del Estado para proteger a los
más humildes y para lograr mayor soberanía nacional.
En
1922, el entonces ministro de agricultura, Vargas Gómez, se
declaró partidario de medidas tendientes a que el Estado
compre, construya o expropie frigoríficos, considerando como:
“un deber eminente su intervención, cuando se afecta
aspectos del interés colectivo”.
El
tema de los frigoríficos ingleses que realizaban sus
negociados a expensas del pueblo argentino le costaría años
después la vida al diputado Bordabehere, en el mismo recinto
del Congreso, lo que habla por sí solo de las actitudes
“democráticas” de los oligarcas.
Del
país industrial al turístico
La
desocupación que asolaba al campo popular bajó de un
17.7% en 1916 a un 7% en 1919-1920. Yrigoyen intentó volver
más vigoroso el mercado interno, y la industria creció
durante su gobierno.
Lo
describe Ernesto Palacio, en su Historia Argentina:
“Se
empezaba a tejer el algodón y se habían establecido
fábricas de calzado, de confección de ropas y
sombreros, de montaje de automóviles, de envases y mueblería,
aparte de la ampliación de todas las dedicadas a artículos
alimenticios. Esta producción de artículos de consumo
(industria liviana) era el primer paso para una creciente
emancipación, apenas se resolviese el problema de combustibles
y materias primas minerales, en el sentido insinuado por los
proyectos que tendían a abrir ampliamente nuestra comunicación
con Chile”.
Yrigoyen
pensaba en la unidad geoestratégica latinoamericana. Una de
las obras que es un caso testigo en nuestro país, es el ramal
C-14, que comunicaba el norte de nuestro país (Salta) con
Chile. Era una necesidad del país industrial esta
comunicación.
Dicho
ramal fue iniciado durante el gobierno de Yrigoyen, luego fue
interrumpido, y se retomaron las obras durante el gobierno de Perón
¡Qué coincidencia! ¿No?
Lo
triste es constatar en qué se ha convertido esa comunicación
comercial y estratégica con Chile. En un emprendimiento
turístico: el “Tren de las Nubes”. Del país
industrial pasamos al turístico... ¿Para qué más
comentarios?
La
unidad americana
Otro
aspecto interesante del gobierno de Yrigoyen fue el llamado a un
congreso latinoamericano a realizarse en Panamá. El gobierno
argentino sostuvo la neutralidad de argentina ante la primera guerra
mundial, pero se quería adoptar una postura latinoamericana
conjunta. El radical pregonaba como nunca la necesidad de la unidad
americana como forma de resistir ante el imperialismo inglés y
yankee. Pero la iniciativa sería saboteada por los
imperialistas, y a dicho encuentro sólo acudieron los
representantes de Argentina y de México.
El
sueño de Bolívar, de San Martín, de Rosas,
Felipe Varela y tantos otros que lucharon por la unidad americana
quedaba otra vez trunco y los latinoamericanos continuaríamos
siendo fáciles presas del imperialismo inglés y el
creciente norteamericano.
Desilusionado,
el presidente argentino diría:
“Cuando
en el próximo Congreso de la Paz se modulen por medio siglo
los destinos del mundo, se dispondrá de nosotros como de
mercados africanos”.
Los
“galeritas”
En
1922, Marcelo T. De Alvear reemplazó al caudillo radical. Era
un hombre emparentado con la oligarquía, y su estadía
en el gobierno fue un respiro para la elite. Era el líder de
una facción dentro del radicalismo opuesta a Yrigoyen, los
“antipersonalistas”, conocidos popularmente como los
“galeritas”, por su origen indudablemente distinguido.
Aún dentro del radicalismo que era un partido popular, era un
sector reacio a los intentos que había realizado Yrigoyen por
favorecer a los más humildes. La división del partido
radical entonces se consumó, y en las elecciones de 1928
compitieron las dos tendencias: la popular de Yrigoyen y la oligarca
de Alvear y sus secuaces.
Los
resultados no podían sorprender a nadie en elecciones libres:
Yrigoyen consiguió un aplastante triunfo. Pero la oligarquía
que se había enquistado en el partido ya no parecía tan
dispuesta a seguir aceptando que se impusieran tendencias populares
por medio de las elecciones libres. Los “galeritas” y los
conservadores, que fueron en realidad siempre lo mismo, ya estarían
indisolublemente unidos para lograr la caída del líder
popular e inaugurar una década infame, un tiempo de nueva
postergación para los anhelos populares. De represión,
de desocupación y postergación.
El
segundo gobierno
Asumió
en 1928 el avejentado caudillo radical. Sus ideas siguieron siendo
intolerables para una oligarquía no dispuesta a seguir
cediendo ante el protagonismo popular.
Argentina
avanzó en la constituciónn de una flota mercante para
transportar nuestra producción a los países con quienes
comerciara. Los fletes extranjeros eran una gran sangría para
el ingreso nacional y se imponía una solución.
El
general Enrique Mosconi, apoyado por el gobierno, dio fuerza a la
estatal YPF para que ampliara sus exploraciones y explotaciones.
El
Estado estaba dando una cruenta batalla para nacionalizar nuestras
riquezas del subsuelo, nuestro petróleo. Para imponer el
proyecto popular de estatización el presidente necesitaba
tener mayoría en el Senado. Las elecciones en Mendoza, donde
triunfó el candidato oficial, le daban dicha mayoría.
El proyecto por el que había hecho tanto el general “del
petróleo” Enrique Mosconi, se aprobaría
respaldado por la soberanía popular. Pero quedó trunco:
los militares, apoyados por los sectores oligárquicos de
siempre, los “galeritas” del radicalismo y las empresas
petroleras Standard Oil y Shell dieron por tierra con el intento de
recuperar para la Nación y el pueblo este vital recurso. Caía
el caudillo radical y popular Hipólito Yrigoyen. Los sectores
oligarcas gobernarían más de una década de
exclusivismos, postergación y fraude para nuestro pueblo.
Algunos
sectores nacionalistas del ejército quisieron resistirse
infructuosamente levantándose en Paso de los Libres, la última
revolución radical. El pueblo parecía vencido, muerto
una vez más por las minorías de elite. Tardaría,
pero esta vez volvería con todo...
El
adiós del caudillo
En
1933, el avejentado caudillo radical sufrió una recaída
en su salud, de la cual ya no se recuperaría. Fue conmovedor
el espectáculo de las calles de Buenos Aires en esos momentos,
donde el pueblo expresaba su fidelidad a quien lo había
interpretado y tenido en cuenta con un proyecto de país que
los incluía. Scalabrini Ortiz, citado por Norberto Galasso, en
su obra ya citada lo describe:
“Mujeres
que llevaban cirios y oraban en plena calle de la descreída
Buenos Aires. Un anochecer se entreabieron muy lentamente las
persianas. Una voz, como una de presentimiento corrió por la
muchedumbre, con el rumor de un murmullo: es él. Por la
hendija entreabierta, apareció una mano. Esa mano se movió
en el aire y trazó algo semejante a una cruz, como si se
despidiera ya desde la lejanía. Y aquella escéptica y
burlona muchedumbre, al impulso de una emoción unánime,
se arrodilló reverenciosa en el duro suelo de la calle
porteña. Expresaban así su agradecimiento al amigo que
quiso hacer algo por ellos y su reconocimiento al gobernante que
había abierto las primeras vías a la esperanza de una
manumisión nacional”.
“A
las siete y veinte minutos de la tarde, un ciudadano sale al balcón
y ante la multitud expectante, anuncia: “En este momento acaba
de morir el defensor más grande que haya tenido la democracia
en América. Pero no ha muerto. Vive, ciudadanos. ¡Vivirá
siempre! ¡Viva el Doctor Hipólito Yrigoyen!”.
La
multitud responde con un ¡Viva! Apretado y doloroso, para
después entonar el himno nacional.
El
6 de julio, una importante manifestación de más de
500.000 de personas como jamás se ha producido en Buenos
Aires, acompaña a don Hipólito en su último
viaje”.
Corría
1933, y en el contexto de un gobierno caracterizado por la entrega
oligárquica y su servilismo hacia Inglaterra, moría el
caudillo que había intentado algo distinto para el país
y su pueblo.
Una
multitud acompañó a Hipólito Yrigoyen en su
postrer viaje, hacia la inmortalidad. No se olvidaron de aquél
viejo que algo había hecho por ellos.
CAPÍTULO
5: ¿SEGUIMOS EN LA DÉCADA INFAME?
Peter
Waldmann, en su libro El peronismo 1943-1955, realiza un
análisis muy interesante sobre el período anterior al
gobierno presidido por el general Perón.
Este
autor, tomando el esquema de Almond y Pye de “crisis
nacionales” se ocupa en la primera parte de su obra del decenio
1930-1940.
En
este capítulo se busca establecer un paralelo entre la década
del noventa (sin descartar por supuesto implicaciones en la misma
actualidad) y este decenio, como períodos que, aunque
conservan por supuesto sus diferencias y particularidades, tienen
también aspectos nodales en común. Veremos a
continuación los distintos ámbitos en que se
desenvolvió la crisis del período 1930-1940 y cómo
muchas de estas descripciones parecen el reflejo de la actual
situación de nuestro país, sometido al arbitrio de las
potencias extranjeras.
Cambio
en las condiciones de desarrollo
A partir de la dictadura
militar de 1976, comenzó a cambiar en Argentina el modelo de
desarrollo económico. A diferencia de la década del
‘30, donde la crisis mundial de 1929 obligó a un
“crecimiento hacia adentro”, en la Argentina del los 90
nos encontramos en un auge del libre mercado, la desprotección
de los recursos nacionales y estatales, liquidados por lo que
significó la convertibilidad y las privatizaciones.
Aporta Peter Waldmann:
“...el país
se sumió en una crisis de desarrollo (por el fracaso del
modelo agroexportador de “desarrollo hacia fuera”) que no
podía ser resuelta por medio de reformas parciales, sino que
exigía una reorientación total”.
Como dice bien la cita,
el país también hoy necesita una reorientación
total y no algunas medidas “tibias”, o discursos
grandilocuentes sino un proyecto de nación inclusivo.
En la década del
30 comenzó a gestarse, por lo que significó el crack de
la economía mundial, una Argentina que tuvo que mirarse a sí
misma, por la imposibilidad de seguir abasteciéndose de lo
importado. Pero la clase dirigente de la década no se
resignaba a perder su reino a manos de un mercado interno fuerte y un
pueblo bien alimentado e incorporado a la producción y el
desarrollo.
Crisis
de identidad
Puede decirse que
actualmente, como en la década de 1930, hay una necesidad de
recuperar la identidad nacional.
En la otrora década,
respondieron a esta necesidad sectores como FORJA (Fuerza de
Orientación Radical de la Joven Argentina), que buscaron
formas de entender nacionales, propias, alejándose de las
versiones más elitistas y extranjerizantes.
Este movimiento pregonó
buena parte de lo que luego sería la doctrina justiticialista.
Incluso varios de sus integrantes tuvieron participación en el
decenio 46-55 y un destacado papel en la resistencia peronista
después. Sus máximos exponentes, entre otros, fueron
Raúl Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche.
La ausencia de un
proyecto de país inclusivo y nacional no es un aspecto menor
en el 90 y la actualidad. Resulta particularmente difícil
lograr un ideario nacional y reivindicado por movimientos masivos. La
fragmentación social existente impide ver muchas veces más
allá de los intereses personales o partidarios. No ha surgido
aún un movimiento que sepa aglutinar en la sociedad a los
distintos sectores en busca de ideales consensuados y con posibilidad
de llevarlos a la práctica. Viles vanidades se interponen a la
unidad ignorando la urgencia de la situación actual. Que la
misma patria está en peligro.
Según el ideal
globalizador, no existen países sino “zonas” de
mercado. Los valores elementales de la nacionalidad aparecen
amenazados por esta concepción que tiende a barrer con todos
los valores que no tengan que ver con el mercado.
En un artículo en
Página 12, que escribió Eduardo Pavlosky se describe
esto:
“Petras
dice que en Latinoamérica puede dejar de existir el concepto
de Nación-Estado en futuro próximo y da un ejemplo:
Brasil, Argentina y la mitad de Chile sería una zona
desterritorializada. Desaparecen los sujetos Nación Argentina,
Brasil y Chile y surgiría un tipo de individuación.
“Zona uno” latinoamericana, “zona uno” de
nuevos flujos globales. El concepto Zona elimina el concepto de
país... ”
Hoy vivimos la necesidad
del resurgimiento de una identidad nacional y popular, que sepa
incluir a los sectores desfavorecidos.
Comienza un tibio, muy
tibio resurgimiento de un pensamiento estatista, de la necesidad de
recuperar la conciencia nacional y los bienes que son de la Nación.
Ante los frutos trágicos del liberalismo in extremis, surge en
potencia, a regañadientes, un pensamiento nacionalista, de
vuelta al Estado ante el engaño de las privatizadas y la
economía de libre mercado.
Unos esbozos que todavía
no son decididos, sino que muchas veces se quedan en la insinuación.
Crisis
de dependencia
La caracteriza Waldman
del siguiente modo:
“Después de
1930, se puso de manifiesto la otra cara de esta relación de
dependencia: la tendencia al abuso del poder por parte de las
naciones dominantes y, para la Argentina, la necesidad de inclinarse
ante sus exigencias”.
El mayor exponente en
esta década de la cita fue el tratado Roca-Runciman, por el
cual la Argentina conservaba su cuota de exportación a
Inglaterra, asegurando como contraparte un trato preferencial a las
inversiones de esta nacionalidad en el país. El vicepresidente
Roca, que encabezó esta misión diría:
“Así ha
podido decir un publicista, sin herir su celosa personalidad, que la
República Argentina, por su interdependencia recíproca,
es, del punto de vista económico, parte integrante del Imperio
Británico”.
La intervención
británica en la economía argentina era por entonces
evidente, controlando la mayoría de las empresas de servicios
públicos del país y poseyendo muchas otras inversiones
estratégicas.
La que fuera líder
de los descamisados, años después, escribiría en
La Razón de mi vida:
“El país
estaba solo. Marchaba a la deriva sin conducción y sin rumbo.
Todo había sido entregado al extranjero. El pueblo sin
justicia, oprimido y negado. Países extraños y fuerzas
internacionales lo sometían a un dominio que no era muy
distinto a la opresión colonial”.
Realmente, era
verdaderamente parecida aquella situación a la actual.
Argentina, dispuesta a ceder ante los organismos internacionales,
sometida en una situación de dependencia agobiante. Numerosas
delegaciones parten a pedir instrucciones a los organismos de crédito
y no cosechan más que directivas que entran en natural
colisión con los intereses nacionales. Así, se aplican
planes de ajuste sistemáticos que millones de argentinos
padecen, incorporándose a la enorme cantidad de pobres e
indigentes.
La frase del
vicepresidente Roca es hoy más actual que nunca y quizás
más difícil de revertir. Prácticamente todas las
riquezas nacionales están vendidas al extranjero.
A esto hay que agregar
una deuda externa asfixiante y multiplicada indefinidamente, a partir
del gobierno militar.
Como
afirma Sidicaro en La crisis del Estado:
“Durante la década
de 1990 el crecimiento de la deuda externa contribuyó a licuar
aún más la capacidad del Estado para tomar decisiones
distintas a las impuestas por los poderosos factores que operaban
sobre la realidad nacional. La relación entre las políticas
de endeudamiento externo y la pérdida de autonomía de
las decisiones de los estados nacionales es un tópico que
ocupa numerosas páginas en los estudios del mundo de nuestros
días”.
Más
adelante, dice “lo mismo ocurre con las previsibles crisis o
colapsos derivados de esas situaciones de creciente dependencia de
los capitales financieros cuya volatilidad no es un accidente sino un
rasgo de su naturaleza” .
Crisis
de distribución
En nuestro país,
se ha producido también una concentración de capital
sin precedentes. Las grandes empresas, por la apertura irrestricta de
la economía, absorbieron al sector de las PYMES. Sin dudas,
quien ha triunfado es el capital financiero.
Por otro lado, se
cercenaron muchos derechos laborales y la capacidad adquisitiva de
los salarios. Esto provoca una baja en el consumo y, cualquiera que
sepa un mínimo indispensable de economía, sabe que esto
desemboca en una recesión prolongada en el mercado interno,
mermando la producción y, en consecuencia, creciendo la
desocupación y profundizándose la precariedad laboral.
La transferencia de
ingresos del capital productivo al financiero es fundamental para
entender el hecho. Las ganancias se realizan en formas espectaculares
sin invertir en el país, con la simple y llana especulación.
Los triunfadores de este modelo, en consecuencia, se han
independizado de la suerte del país. El Estado, desarmado,
desregulado, es incapaz por ahora de poner un límite a la
especulación financiera, como podría ser un fuerte
impuesto a este tipo de transacciones de grandes sumas y el control
de la remisión de ganancias y capital al exterior.
Explica Goldman que, en
la década de 1930:
“...así como
Inglaterra había trasladado las desventajas de la recesión
mundial a la Argentina, los que dominaban política y
económicamente al país trasladaron las pérdidas
ocasionadas por las reducciones de los montos de exportación,
a los peldaños más bajos de la pirámide social”.
Hoy asistimos también
en la Argentina a que los pobres son los que sufren la crisis, los
que reciben el impacto más brutal que los deja cada vez más
al borde de la inanición.
Crisis
de participación
Describe Peter Waldmann:
“... pero la crisis
de participación no se limitó a los procesos políticos
fundamentales sino que alcanzó todos los niveles y escalas de
la interacción social. Afectó incluso a aquellos grupos
sociales que se oponían al sistema imperante de gobierno de
minorías. Entre las fuerzas conductoras políticas y
sociales se advertía una tendencia general a anteponer siempre
las ventajas y los intereses propios, y a descuidar el bienestar y
las ambiciones de los grupos por ellos representados”.
En este aspecto, agrega
el autor, podría hablarse no sólo de una crisis de
participación sino también de una crisis de
representación.
Esto, descripto para el
sistema político imperante en esos tiempos, el del fraude
patriótico, parece sin más una descripción de
nuestra actualidad.
Por otra parte, la crisis
de representación se hace evidente. El “que se vayan
todos” del 2001 fue su expresión más filedigna.
Las asambleas barriales y
otros movimientos sociales intentaron construir otro concepto de
representación, donde el líder fuera el vocero de los
intereses de los representados. Se presenta así un concepto de
representación en estado puro. Algunos sectores muy soñadores
de la izquierda han dotado a las asambleas de un poder que en
realidad nunca llegaron a construir.
Crisis de legitimidad
Explica Goldman:
“...los órganos
políticos, por no haber sido capaces de solucionar preventiva
y paulatinamente las otras crisis, se vieron finalmente amenazados en
su propia existencia”.
Agrega más
adelante que “el sistema político se expandió
pero no se lo consagró a solucionar los problemas nacionales,
cada vez más acuciantes”.
La pérdida de
popularidad de los dirigentes políticos particularmente salta
a la vista. Pocos se identificaron/ se identifican con la causa del
pueblo, y fueron contados los que quisieron poner límites al
saqueo del que fue víctima la Argentina. El deterioro de la
legitimidad política parece crecer proporcionalmente con el
agravamiento de la realidad económica.
El Congreso y los cargos
ejecutivos gozan hoy de una legitimidad debilitada.
¿Puede volverse
a un 45?
Hacer futurología
es particularmente difícil. La situación de la década
del 30 es, aunque parecida, obviamente distinta a nuestras
realidades.
Los simples datos
demográficos, la existencia en nuestra actualidad de la
preponderancia de los medios de comunicación social (activos
elementos de difusión, aunque no todos, de las ideologías
de los grupos dominantes) y la globalización salvaje de la
economía, hacen que obviamente ambos contextos conserven su
peculiaridad. Aunque la necesidad emergente de estos dos momentos
históricos es la misma: la reconstrucción de la Patria
y la nacionalidad, vendida al extranjero, y la inclusión de
los desocupados y humildes.
Si
bien existe el pensamiento en potencia de las máximas que
enmarcaron al primer gobierno peronista (nacionalización de la
economía, intervencionismo estatal ahora reivindicado,
ruptura/no sumisión al FMI, que el peronismo no quiso
integrar, estimulación de la demanda y del consumo popular) no
parecen estar los actuales partidos políticos y los nuevos
movimientos sociales en condiciones de brindar un liderazgo político
que aglutine a las distintas variedades. No existe aun una ideología
amplia en este sentido. En nuestro pasado, el peronismo fue capaz de
superar la dicotomía derecha-izquierda en torno de un
movimiento y una doctrina nacional y popular.
Siguen
existiendo hoy propuestas demasiado elitistas, ortodoxas, reacias a
las alianzas y que no reparan en la urgencia del momento.
He
hecho esta reconstrucción comparativa en la esperanza, aun
lejana, de que este pensamiento en potencia pueda alguna vez
concretarse en la realidad. Los triunfadores del neoliberalismo a
ultranza han llevado a este modelo hasta sus últimos extremos.
Es evidente que sus resultados no fueron buenos y, aunque sus
elementos de poder parecen aun sólidos, tenderán tarde
o temprano a resquebrajarse.
Está
volviendo en el pueblo y en una minoría política la
necesidad de replantear los valores mismos de la nacionalidad, el
pensamiento reivindicador del Estado, con todas sus falencias, pero
el Estado es nuestro, es argentino. Este pensamiento potencial puede
volverse realidad en un futuro quizás lejano.
Quizás
ha empezado a perder el modelo neoliberal la primacía en las
conciencias, lo que no es poco, aunque falta concretar el cambio en
la organización y construcción de un liderazgo
verdaderamente representativo como lo fue en el 45 el que encarnó
aquel coronel titular de la Secretaría de Trabajo y Previsión.
Porque
el gobierno de Perón dio respuesta a todas las crisis
descriptas, incluyendo a los humildes, a los trabajadores como
sujetos de derecho y actores políticos de importancia. Era el
pueblo, el “subsuelo” de la patria sublevado. Me dirán
algunos ¿pero el modelo no se resquebrajó el 19 y 20 de
diciembre del 2001? Después del 19 y 20, entonces ¿seguimos
en la década infame? ¿Qué cambió?
En
el siguiente apartado, reconstruyo comparativamente lo que significan
en mi opinión el 17 de octubre y el 19 y 20 de diciembre.
17
DE OCTUBRE Y 19 Y 20 DE DICIEMBRE
Las imágenes
parecen semejantes. La Plaza de Mayo está tomada por una
enorme cantidad de gente que se ha dado cita espontáneamente.
Unos reclaman la liberación del líder que les prometió
y les había dado significativas mejoras para su condición.
Los otros quieren que caiga un gobierno electo democráticamente
pero que no supo satisfacerlos, o sobre todo les quitó la
libre disposición de sus ahorros guardados laboriosamente.
En el 2001, las bombas de
estruendo hacían tronar una Casa de Gobierno vacía, con
una luz lánguida. La gente se aproxima y quiere tirar el
vallado. Los petardos llegan casi a los balcones, pero no hay nadie a
quién poner ahí. En 1945, los obreros gritaban:
“Queremos a Perón”. En el 2001, no hay mucho
espacio para cánticos por el ruido ensordecedor de las
cacerolas, como si la multitud no tuviera nada que decir o no supiera
bien qué quiere. Dicen: “que se vayan todos”. Pero
no hay lugar para bienvenidas. Los petardos retumban en el balcón
inhabitado, vacío de la Casa de Gobierno. La multitud en
realidad está dispersa antes que empiece a tirar los primeros
gases lacrimógenos la Policía.
Las
motivaciones
En el 19 y 20 el
“corralito” es indudablemente un factor importante que
conllevó a la movilización de gran parte de la clase
media porteña, además de la declaración del
estado de sitio. Meses antes, el “voto bronca” daba
indudables muestras de rechazo hacia la “vieja” política.
Pero lo que lo distinguió
es la gran heterogeneidad de los manifestantes y de sus intereses.
Esto no sólo fue común en estos días, sino en la
resolución posterior de la crisis: había quienes
querían una “pesificación” (los endeudados
de la época dulce menemista) y quienes abogaban por la
“dolarización” (para que no se desvaloricen los
ahorros). Unos y otros defendían sus intereses económicos,
pero desde veredas opuestas y en apariencia irreconciliables, sobre
todo por las “salidas” que se barajaban como posibles a
la crisis.
Pero lo que sí
unió a los manifestantes fue el deseo de que el gobierno
encabezado por Fernando de la Rúa terminara lo antes posible,
cosa que efectivamente se logró.
El 17 de octubre es hijo
de la prisión de un coronel que había favorecido a los
obreros argentinos. La masa que exigió su liberación en
la plaza era entonces mucho más consciente de sus objetivos,
mucho más unida y homogénea. Recuperar al coronel
significaba defender las conquistas alcanzadas. Tan simple como eso,
y tan fuerte y pujante que esta fecha vertebró un nuevo
momento en la historia argentina, favorable a la gente trabajadora.
Los
participantes
El 19 y 20,
sin descartar la afluencia de gente humilde, es sobre todo producto
de una movilización importante de la clase media dañada
por el “corralito” financiero. Mientras en el 45, los
concurrentes provenían del cinturón urbano y proletario
de Buenos Aires, no pocos contingentes en el 2001 eran oriundos de
zonas acaudaladas de barrio Norte. Santa Fé y Coronel Díaz
era la dirección donde muchas veces se reunía una
importante cantidad de gente de los “cacerolazos”.
Realmente da para sospecha que un movimiento “revolucionario”
o que al menos intentara cambiar algo, se alimentara de estas calles
de la capital porteña.
Los
resultados
Si el 17 de octubre de
1945 significó un triunfo para la clase obrera que se
consolidó en los años siguientes, el 19 y 20 no trajo
los mismos augurios para sus participantes.
Siendo un movimiento tan
heterogéneo y sin un líder, sucumbió no sin
dejar algunos impactos en la sociedad.
La
dirigencia política “gambeteó” a semejante
multitud con la simple maniobra de incorporar a sus latiguillos
frases progresistas, en discursos encendidos y patrióticos
pero que quedaron y aún sobreviven sólo en la retórica.
El coronel Perón, si alguna vez lo pensó, no pudo
esquivar a una multitud que sabía lo que quería.
Como resultado material
del 2001, entre otros, el fin de la presidencia de De La Rúa,
la existencia de asambleas populares (que no pudieron construir
poder). Puede considerarse también hijo de la crisis el plan
Jefes y Jefas de Hogar, una asignación ubérrima más
teniendo en cuenta la devaluación que pulverizó el
salario, pero anunciado con grandes loas a los cuatro vientos por la
dirigencia política y los medios de comunicación
social.
Ante lo
insignificante o perjudicial de los resultados, cabe preguntarse
sinceramente si tiene un sentido práctico rememorar el 19 y 20
de diciembre del 2001. Realmente ¿Se logró
algo en esta fecha, y en los sucesos posteriores?
Si pudo o no haber sido
un cambio radical, no lo sabremos nunca. ¿Tiene sentido
entonces recordar este “hubiera” del 19 y 20 de diciembre
como un símbolo de lucha y victoria popular?
Los gases lacrimógenos
esparcieron a la multitud que se había congregado frente a la
Plaza. Hace rato que pasó la medianoche. La Casa de Gobierno
está vacía. No por mucho tiempo. En un “quincho”
los políticos de turno decidían el futuro del país
que incluyó la sucesión de muchos presidentes con pocos
días de diferencia. La “revolución” no pasó
del “quincho” y del Congreso donde se decidían los
cambios de gobierno.
En 1945, el líder
saludó desde el balcón y se fundió con la
multitud que lo adoraba. 1945 y 2001. No son lo mismo, ni se parecen.
Como el agua y el aceite, puede diferenciárselos sin dudar.
Como puede distinguirse algo que fue, que ocurrió, de un
espejismo o alucinación que pudo haber sido en la imaginación
de alguien. Entonces, la pregunta que se repite: ¿tiene
sentido recordar el 19 y 20 como una fecha significativa en la lucha
popular?
CAPÍTULO
6: EL PERONISMO: ÚLTIMO PROYECTO NACIONAL Y POPULAR
“Suponga
que el espíritu de la tierra es un hombre gigantesco. Por su
tamaño desmesurado es tan invisible para nosotros, como lo
somos nosotros para los microbios. Es un arquetipo enorme que se
nutrió y creció con el aporte inmigratorio, devorando y
asimilando millones de españoles, de italianos, de ingleses,
de franceses, sin dejar de ser nunca idéntico a sí
mismo, así como usted no cambia por mucho que ingiera trozos
de cerdo, costillas de ternera o pechugas de pollo. Ese hombre
gigante sabe dónde va y qué quiere. El destino se
empequeñece ante su grandeza. Ninguno de nosotros lo sabemos,
aunque formamos parte de él. Somos células
infinitamente pequeñas de su cuerpo, del riñón,
del estómago, del cerebro, todas indispensables. Solamente la
muchedumbre innúmera se le parece un poco. Cada vez más,
cuanto más son”.
Raúl
Scalabrini Ortiz. El hombre que está solo y espera.
|
En
1945, se inicia un retorno del pueblo a la arena política. Los
humildes darían a nuestra patria la dignidad que había
perdido por la entrega alevosa de la oligarquía.
El
coronel Perón, desde la Secretaría de Trabajo, los
había vuelto a tratar como personas, algo desconocido para
ellos hasta entonces. Recibió y escuchó a los reclamos
de las organizaciones sindicales. No sólo prestó el
oído, sino que obró para mejorar sus condiciones de
trabajo, hasta allí de esclavitud. Era el pueblo oprimido
tanto tiempo, aquél que defendió a los caudillos
federales, los descendientes del gaucho, los que en el ayer y en el
hoy siempre hicieron patria.
De
tanto pensar en el puerto y en las exportaciones a Inglaterra,
Argentina era una colonia y una prolongación del imperialismo.
Ahora, con el “subsuelo” de la patria sublevado, volvería
a ser sí misma. Con sus limitaciones y grandezas, volveríamos
a ser un país. Una nación auténtica, con
contenido y vida propios.
El
gobierno de Perón imprimió una reorientación
total a nuestro país, fue una verdadera revolución.
Respondió a las crisis propias de la anterior década,
y que retraté en el capítulo precedente, mediante
políticas decididas a atacar a ese país oligárquico
y exclusivista, y lograr una nuevo integrando a todos los argentinos.
Tres máximas guiarían su gobierno:
- La
independencia económica, buscando apropiar para el país,
lo que es del país. Se nacionalizó la economía
argentina, se impidió la fuga de divisas, se orientó el
crédito a la producción y al trabajo industrial, entre
otras medidas.
- La
soberanía política, adoptando la tercera posición
en el ámbito internacional. No se afilió ni al
imperialismo ruso ni al de los Estados Unidos. Argentina iba a ser
Argentina y nada más. No se equivocó Mao Tse Tung
cuando recibió a una delegación de la izquierda
argentina, aconsejándoles: “Ustedes no tienen que ser
maoístas, deberían ser peronistas”.
- La
justicia social. Lo dijo Perón: Un problema social no puede
resolverse si no se resuelve el problema económico. Y un
problema económico no se puede tampoco resolver si no se
resuelve el problema político. En este sentido, se tomó
la concreta voluntad política de atacar la pobreza y mejorar
la distribución del ingreso. Durante el período
1946-1955, los asalariados se apropiarían del ingreso del país
en una proporción como nunca había ocurrido ni se
repetiría en el siglo XX.
La
“coyuntura favorable”
Algunos
analistas desprestigian lo realizado por el gobierno peronista porque
consideran que heredó una situación económica
privilegiada, fruto de los excedentes por las exportaciones
realizadas durante la segunda guerra mundial. Es cierto que el
momento económico no fue desfavorable. Pero lo que hay que
preguntarse es: ¿podía haberse aprovechado este
excedente, esta coyuntura favorable, si el país seguía
extranjerizado en su economía? Seguramente no. Coyunturas
favorables no pueden ser aprovechadas cuando la economía
nacional es un apéndice colonial de los países
centrales. Con los bancos extranjeros, la remisión de
ganancias millonarias al exterior, la especulación financiera
que tenemos hoy en nuestro país. ¿Podríamos
aprovechar alguna coyuntura favorable? ¿Acaso podemos
aprovechar el superávit fiscal generado por la devaluación?
Contra
estos factores parasitarios de la economía es que actuó
el peronismo y por eso pudo crear riqueza y una economía de
abundancia, aumentando el consumo popular. Se intentó poner a
los capitales al servicio de la economía nacional, y no como
nos ocurre ahora, la economía al servicio de los capitales
“golondrina” evasores, y demás calamidades.
También
está claro que no todas las coyunturas fueron buenas en la
economía peronista del 46-55. Hubo una terrible sequía
en el año 1949, que impactó en una economía
básicamente exportadora de los productos del campo, como era
hasta entonces la nuestra. Pero la diferencia fue que el costo de la
crisis no lo pagaron los trabajadores, y su capacidad de consumo y
poder adquisitivo no fue afectado, por la protección que
recibió el pueblo durante todo este período.
La
economía fuerte
El
gobierno de Perón nacionalizó la economía,
recuperando para el país lo que era del país.
Nacionalizó la banca y orientó el crédito a la
producción. Creo el IAPI (Instituto Argentino para la
Promoción del Intercambio), que significó una
transferencia del sector agropecuario a la industria popular.
El
Estado intervino implementando una amplia política laboral y
social, procurando aumentar el poder adquisitivo y el nivel de vida
de los argentinos. Se protegió el salario y el consumo
popular. A mayor consumo, mayor demanda para la industria y plena
ocupación como nunca en la Argentina. Entonces, se recuperó
para el país lo que era del país, y para el pueblo lo
que es del pueblo.
El
Estado recuperó los ferrocarriles. Se nos quiere hacer creer
que fue “un mal negocio”. Pero se olvidan los críticos
que peor negocio era pagar los transportes y los fletes a los
ingleses, lo que constituía una sangría para el
comercio exterior argentino. Además, los ingleses cobraban más
el transporte de productos industriales, porque lo que les interesaba
era el Argentina “granero del mundo” y no el país
industrial. En este sentido hablaba Scalabrini Ortiz cuando dijo
“comprar los ferrocarriles es comprar soberanía”.
Con el ferrocarril nacionalizado y la ampliación de la marina
mercante se lograría una gran ganancia para el país,
que podía producir y conducir sus mercaderías a los
mercados compradores.
También
hay que aclarar que los servicios públicos no deben
administrarse con criterios exclusivamente comerciales. En la década
del 90, los argentinos pagamos a precio dólar el teléfono,
las tarifas más caras del mundo y encima en una economía
recesiva. ¿Qué es preferible? ¿Que pocos
argentinos puedan acceder a los servicios esenciales mientras las
empresas ganan? ¿O solventar desde el Estado estos costos con
un sistema impositivo progresivo, pero brindando tarifas accesibles a
todos?
El
pueblo soberano
Oímos
hablar muy a menudo de la soberanía del pueblo. Para que esto
pueda ejercerse efectivamente, los bienes estratégicos y
económicos fundamentales de la Nación tienen que ser
propiedad del ente público, propiedad del pueblo. Si no,
estaríamos hablando de soberanía de las trasnacionales,
de las privatizadas (que deciden, entre otras cosas, las tarifas a su
antojo), etcétera.
Veamos
qué decía al respecto la Constitución
justicialista de 1949, que encima era un reflejo de la realidad
argentina de ese momento:
Artículo
40
La
organización de la riqueza y su explotación tienen por
fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico
conforme a los principios de la justicia social. El Estado, mediante
una ley, podrá intervenir en la economía y monopolizar
determinada actividad, en salvaguardia de los intereses generales y
dentro de los límites fijados por los derechos fundamentales
asegurados en esta Constitución. Salvo la importación y
exportación, que estarán a cargo del Estado, de acuerdo
con las limitaciones y el régimen que se determine por ley,
toda actividad económica se organizará conforme a la
libre iniciativa privada, siempre que no tenga por fin ostensible o
encubierto dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o
aumentar usurariamente los beneficios.
Los
minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo,
de carbón y de gas, y las demás fuentes naturales de
energía, con excepción de los vegetales, son propiedad
imprescriptibles e inalienables de la Nación, con la
correspondiente participación en su producto que se convendrá
con las provincias.
Los
servicios públicos pertenecen originariamente al Estado, y
bajo ningún concepto podrán ser enajenados o concedidos
para su explotación. Los que se hallaran en poder de
particulares serán transferidos al Estado, mediante compra o
expropiación con indemnización previa, cuando una ley
nacional lo determine.
El
precio por la expropiación de empresas concesionarios de
servicios públicos será el del costo de origen de los
bienes afectados a la explotación, menos las sumas que se
hubieren amortizado durante el lapso cumplido desde el otorgamiento
de la concesión y los excedentes sobre una ganancia razonable
que serán considerados también como reintegración
del capital invertido.
Este
artículo incluye prescripciones concretas, como se ve, acerca
de la economía y la propiedad de los bienes de la Nación.
Los bienes de la Nación son “imprivatizables”.
La
Constitución establece normas importantes para el desarrollo
del futuro del país y no deja librado a un gobernante la
posibilidad de actuar “libremente” en Economía, de
hacer y deshacer a su antojo. Pues bien, por ejemplo, en la
Constitución argentina actual no hay ninguna prescripción
del estilo, reduciéndose a cuestiones de forma de cómo
aprobar las leyes, funciones de los poderes, aspectos que todas las
Constituciones obviamente tienen y es necesario que tengan, pero no
le incorpora un contenido de fondo, de defensa nacional como sí
lo hay en esta de 1949. En otras palabras, lo que se sostiene es que
“la patria no se vende” y la soberanía es del
pueblo.
A
ese precio no te vendo...
Tuvo
lugar hacia 1950 un incidente con Inglaterra, que nos quería
pagar menos por nuestras carnes.
Acostumbrados
al trato “benévolo” de nuestro país para
con ellos, los ingleses quisieron de nuevo aprovecharse. Pero se
encontraron con un gobierno que defendía el interés
argentino, e incluso interrumpió las exportaciones a este país
hasta que no se pagara el justo precio. Una diferencia vital con los
gobiernos de la década anterior, que entregaba nuestra
economía a los ingleses para que nos siguieran comprando
nuestra carne.
Ares,
el embajador argentino en Gran Bretaña declararía:
“El
gobierno británico procura no aumentar el costo de vida de su
pueblo, que es creciente. Lo mismo hacemos nosotros. ¿Sería
razonable y justo que nuestro pueblo pagara por la carne más
de lo que paga el pueblo británico? No queremos escamoteos,
por bien intencionados que sean, de nuestros sacrificios y
esfuerzos”.
Gran
Bretaña tuvo que ceder a las exigencias argentinas, que recién
allí reanudó el embarque de la carne.
Hasta
1955, la Argentina recibía de Inglaterra 507 dólares
por tonelada de carne. En 1956, con la caída de Perón,
recibiría un promedio de 322 dólares por idéntica
cantidad.
No
casualmente Inglaterra apoyó a la Marina proveyéndola
de combustibles u armamento para derribar al “tirano” que
había sabido ocasionarle una derrota y obligado a respetar a
un país digno y soberano.
La
zoncera de la moneda fuerte
Fue
muy frecuente en nuestra Argentina la zoncera de que había que
tener una moneda fuerte y el pánico que generaba la
devaluación. Durante la década del 90 vivimos la
convertibilidad. El 1 a 1 significó la aniquilación de
nuestra industria nacional, con sus consecuencias de aumento de la
desocupación, disminución del consumo, configurando el
círculo vicioso de la recesión prolongada.
Sin
embargo, la salida de la convertibilidad era sinónimo de
catástrofe, cuando la catástrofe se desarrolló
precisamente por ella. ¿Quién no recuerda, hasta no
hace mucho, cómo los candidatos se cuidaban de pronunciar la
palabra devaluación y aseguraban “a rajatabla” la
continuidad de la convertibilidad? Así apareció el
llamado voto-cuota, que fue también el
voto-desindustrialización, el voto-desocupación y el
voto-recesión.
Ya
lo había advertido el General Juan Domingo Perón en su
libro La fuerza es el derecho de las bestias, escrito en el
exilio:
“Conocemos
bien los trucos de la economía capitalista, uno de los cuales
es la moneda cara. Le dicen al pueblo: es necesario no emitir, así
tenemos una moneda fuerte. Con un peso usted podrá comprar
para vivir una semana, pero lo que no le dicen es que para agarrar
ese peso tiene que correr un mes detrás de él. Sin
poder de acceso al dinero, ¿de qué puede servir su
valor?”
La
copiosa bibliografía que nos legó el general Perón
contiene la develación de muchas “zonceras” que
los argentinos llevamos dentro, fruto de la “colonización
pedagógica” de los cipayos. Incurrir en su obra es una
herramienta para desarmar estos “razonamientos” que han
llevado a nuestro país a las penurias actuales.
Inversores e invasores
El general Juan Domingo
Perón, distinguió entre dos tipos de capitalismo:
“Muchas veces lo he
dicho: necesitamos brazos, cerebros y capitales. Pero capitales que
se humanicen en su función específica, que extraigan la
riqueza del seno de la tierra en el trabajo fecundo y que sepan
anteponer su función social a la meramente utilitaria.
Rechazo, en cambio, y formulo mi más enérgico repudio,
al dios de oro, improductivo y estático, al supercapitalismo
frío y calculador”.
Son dos tipos de
capitales. Dos lógicas, dos cosmovisiones, dos motivaciones,
dos intereses diametralmente opuestos. Capital para el desarrollo
nacional y capital para el desarrollo foráneo. Capital
productivo y capital especulativo. Capital inversor y capital
invasor...
La
historia dramática de nuestra Nación se desenvolvió
en la puja de estas dos lógicas, de estos dos proyectos de
país.
El capital en función
social, al servicio del desarrollo productivo, es el que ha
retrocedido sobre todo a partir de 1976 y en la década del 90
en la Argentina. Por el contrario, el capital especulativo, que
genera ganancias sin inversión, sin producción
nacional, se ha expandido. Capitales que realizan sus ganancias en el
país y las remiten al exterior, sin reinvertirla, si es que
invirtieron algo para obtenerla. Así, el argentino vive como
un miserable mientras emigran las ganancias para que otros disfruten.
Bien lo decía el
general Juan Domingo Perón:
“¿Pero de
qué vale a un país poseer riqueza si su fruto,
producido con el trabajo de sus hombres, sirve para alimentar a
individuos que viven con lujo y placeres fuera del territorio de la
República?”
Este capitalismo “sin
patria y sin bandera”, como bien lo definieron Perón y
Evita, no invierte sino que invade. No son inversores sino invasores,
como los Cortés y los Pizarro (de los que sólo lo
separan los medios actuales más sofisticados): realizaron y
realizan una tarea de saqueo sistemático de las riquezas
argentinas.
Apostar por el otro
capital, el productivo, es un desafío que no parece sencillo
pero que es fundamental para el desarrollo del bienestar de la
Nación.
Unidad
latinoamericana
El
gobierno peronista propició la integración
latinoamericana firmando un Tratado de Complementación
Económica con Chile, que quedó abierto a la
incorporación de las otras naciones sudamericanas, que
progresivamente fueron adhiriéndose. Se procuraba unir a los
países hermanos del continente en una acción económica
común de mutua defensa, como punto de partida para una
integración posterior de mayores alcances. Como objetivos, se
definían los siguientes:
- Crear,
gracias a un mercado ampliado, sin fronteras, las condiciones más
favorables para la utilización del progreso técnico y
la expansión económica;
- Evitar
divisiones que pudieran ser utilizadas para explotarnos aisladamente:
- Dar
a Latinoamérica, frente al dinamismo de los “grandes”
y el despertar de los contienentes, el puesto que debe corresponderle
en los asuntos mundiales;
- Crear
las bases de los futuros Estados Unidos de Sudamérica.
Se
avanzaba progresivamente en esta integración, cuando distintos
golpes de Estado (en Argentina y Chile, por ejemplo), y disidencias
dejaron “cajoneado” el proyecto de una Latinoamérica
unida y fuerte.
Ya
Perón advertía los peligros de una integración
latinoamericana bajo la órbita norteamericana, como si
estuviera refiriéndose al famoso ALCA propuesto en la
actualidad:
“Así
entramos en el siglo XX; bajo el signo de la famosa “Doctrina
Monroe” se intenta permanentemente, siempre con los mismos
resultados, la integración americana, en la que Latinoamérica
sería el caballo y USA el jinete”.
El
odio al pueblo
Con
visible desprecio, caracteriza Sebrelli algunos de los sectores que
apoyaron al peronismo, en Aventura y revolución peronista:
“Sí,
es verdad, el peronismo aglutinó a su alrededor a todo ese
submundo de desasimilados, de desherados, de marginales, de
tránsfugas, de incomprendidos, de separados y separatistas, de
intocables. Formaron sus filas todos aquellos que no podían
agregarse a ningún grupo porque nadie los quería y
estaban más solos y desamparados aún que el
proletariado o las minorías raciales y étnicas:
expatriados, vagabundos, burgueses en decadencia, chicos abandonados,
mujeres desencantadas, viejas pordioseras, lisiados físicos y
morales, intelectuales fracasados...
¡Cómo
no iban a aferrarse a su resentimiento estos parias, si era lo único
que los dignificaba en un mundo de injusticia y opresión!!
Algo
de cierto hay en la cita, sobre todo en el último párrafo.
¿Cómo los pobres, los trabajadores, los descamisados no
iban a querer a Perón, si la alternativa era esa petulante
oligarquía que tanto los despreciaba?
Bien
consignó John William Cooke, en La lucha por la liberación
nacional:
“Perón
considerado al margen de las masas que lo siguen, no sería
motivo de alarma y hasta el odio que despierta en las fuerzas
oligárquicas perdería las razones que lo mantienen vivo
y beligerante”.
Y
pensar que los oligarcas quisieron hacer creer que odiaban a Perón
por su deprabación moral, por ser un “dictador”
(cuando apañaron históricamente a tantos dictadores),
por salir con chicas jóvenes del Grupo de Estudiantes
Secundarios, etcétera. Estas son formas más elegantes
de disfrazar su odio al pueblo, a “los cabecitas negras”,
al “aluvión zoológico” que siempre
detestaron.
El
sentimiento peronista
Los
oligarcas utilizan ciertas formas sociales “civilizadas”
para expresar su reconocimiento a sus fieles servidores. Pueden
hacerle propaganda en los diarios, nombrarlos doctores honoris causa
de universidades, propagar su pensamiento en los medios de difusión
y otorgarles toda clase de premios y condecoraciones. También
nombrarlos “superministros” y hasta entregarle poderes
absolutos discrecionalmente. Por eso no entendieron que el pueblo
hiciera un verdadero culto a la figura de Perón y de Evita, y
estas prácticas “desaliñadas” de sus
cánones merecen su desprecio y la condena, calificando de
“ignorantes” a sus propulsores.
La
pasión política en el pueblo, el inmenso amor del que
se hizo acreedor el líder del movimiento nacional, hizo que en
los hogares humildes no faltara una foto, una imagen de Perón
o Evita, ocupando el lugar de verdaderos santos, redentores de los
humildes y postergados.
Rodolfo
Kusch, en El pensamiento indígena y popular en América,
analiza este componente emocional del peronismo:
“Cuando
hace poco se pretendió canonizar a Eva Perón, se
produce un exabrupto parecido al de Rosas. Si bien esa canonización
fue digitada desde arriba, lo cierto es que fue recibida abajo como
algo carismático, según se advertía en los
altares dedicados a ella, levantados en todas las esquinas de una
Buenos Aires altamente industrializada. Eva Perón no era sólo
la simple benefactora que estaba en el gobierno, sino que era también
la que atendía el así de la realidad, que acosaba a
cada uno en el fondo de la ciudad porque ella era “la que me
había atendido a mí, aquí y ahora en mi vida”
y que, naturalmente, en ese terreno debía ser canonizada”.
Algo
queda en los barrios humildes de aquél fervor, alguna foto,
alguna imagen, o quizás el relato de un abuelo que lo vivió,
que cuenta sus experiencias en esa vida en un país digno y
solidario. El peronismo, en este sentido, fue mucho más que un
sueldo digno, un aguinaldo. Los humildes se sentían recibidos,
parte de la comunidad, se sentían integrados a la “gran
casa” que Perón hizo para albergar a todos. Se sentían
en el fondo “queridos por el Pocho”, o por Evita. Y este
componente emocional, sentimental del peronismo no puede soslayarse.
Bien lo consigna Rodolfo Kusch, en el libro ya citado:
“Pensemos
que la ventaja del peronismo, que lo convierte en una expresión
profundamente americana, estriba en que, pese a la infiltración
marxista, sigue siendo un partido sin doctrina, aglutinado en torno a
una personalidad carismática, sostenido por motivaciones
estrictamente emocionales, y cuya extraordinaria coherencia sólo
se explica porque todo él está alentado por un
requerimiento profundo de lo absoluto, cuya tónica no entra
estrictamente en el pensamiento occidental de una clase media”.
El
absoluto, la respuesta a los problemas y la redención fue
Perón. Los pobres le pusieron nombre a su esperanza. No era
“la democracia”, “el socialismo”, ideas
abstractas las que movilizaron a esa muchedumbre excluida del sistema
social. Sus sueños, sus aspiraciones, su ser se vio
cristalizado en la figura del caudillo que encaró en su
momento, una profunda revolución, y algunas de cuyas
conquistas siguen todavía vigentes, pese al desmantelamiento
que sufrió el Estado y la comunidad argentina.
Resistencia
y triunfo popular
No
ahorraron medios los oligarcas para lograr el fin de someter al
pueblo luego de la caída del peronismo.
Persecución.
Bombardeos. Fusilamientos. Censura. Represión. La prohibición
de una idea, de un sentimiento, de una voluntad popular más
fuerte todo. Proscripción. Torturas.
Y,
sin embargo, la resistencia y la memoria se mantuvo incólumne.
Lo describió bien Cámpora:
“Decir
Perón es un delito. Decir Evita merece castigo. Pero el pueblo
sigue diciendo Perón. El pueblo sigue diciendo Evita.”
Y
tendría su premio el pueblo 18 años después, con
el regreso de su líder a la Argentina. Ya avejentado, pero con
una multitud detrás suyo. Con un pueblo incondicional.
El
modelo de la patria contratista que se impuso desde 1976, tampoco fue
escrupuloso con los medios que eligió para imponer sus
dicterios antipopulares.
Secuestros.
Matanzas. Torturas. Desapariciones.
Cuando
la democracia, se sumaron otras armas “legales” pero no
por eso menos eficaces en su cometido:
Anestesia.
Desinformación. Fragmentación. Individualismo.
Desocupación generalizada. Superficialidad que tapa el fondo
de los problemas. Y la más peligrosa, sin duda: el derrotismo
y la desesperanza. No hay nada peor que resignarse a la injusticia y
al sometimiento.
Por
eso quiero terminar este capítulo con una imagen de triunfo,
con los millones de argentinos vitoreando a su líder,
hermanados por el sueño de una Argentina más justa y
solidaria, aquél 17 de octubre de 1945. Perón no fue
sólo un caudillo, un líder, un estadista. Fue mucho
más: fue pueblo. Fue un lugar donde se encontraron millones de
argentinos desheredados.
Ese
es el desafío actual: la construcción de un lugar, de
una identidad, de un sueño colectivo del pueblo argentino
hermanado y unido por los que trabajan:
“El
sol caía a plomo sobre la Plaza de Mayo cuando inesperadamente
enormes columnas de obreros comenzaron a llegar. Venían con su
traje de fajina, porque acudían directamente desde sus
fábricas y talleres (...) Los rastros de sus orígenes
se traslucían en sus fisonomías. Descendientes de
meridionales europeos iban junto al rubio de trazos nórdicos y
al trigueño de pelo duro en que la sangre de un indio lejano
sobrevivía aún (...) Un pujante palpitar sacudía
la entraña de la ciudad. Un hálito áspero crecía
en densas vaharadas, mientras las multitudes continuaban llegando.
Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de
Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y
Vicente López, de las fundiciones y acerías del
Riachuelo, de las hilanderías de Barracas. Brotaban de los
pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de
Zamora. Hermanados en el mismo grito y en la misma fe, iban el peón
de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el
fundidor, el mecánico de automóviles, el tejedor, la
hilandera y el empleado de comercio. Era el subsuelo de la patria
sublevado”.
Raúl
Sclalabrini Ortiz
EPÍLOGO
“Lo
más triste que le puede pasar a un país, es que haya
muchos hombres que clamen justicia y no la obtengan: cuando la
justicia es clamada por los humildes, el panorama es más
triste todavía, porque ellos son los que necesitan más
esa justicia”.
J.
D. Perón
|
Traté
de rescatar todo aquello positivo de recordar de nuestro pueblo
argentino y sus líderes en nuestra historia. No le di mucho
lugar al antipueblo, a los representantes de la oligarquía,
sino el elemental para entender la postergación a la que se
veían sometidos la mayoría de los argentinos. El pueblo
es el protagonista de su historia, y siempre vuelve a recrear la
libertad y la patria propia. A recrear el espíritu de la
tierra, sus tradiciones y creencias.
La
soberanía popular es mucho más que un partido. No
importa que el peronismo de hoy sea una bolsa de gatos, un partido
que no repara en medios para conseguir un fin que ya no es la
justicia social sino el poder mismo y sus negociados a espaldas del
pueblo.
La
historia lo ha demostrado. De alguna forma, el pueblo siempre
reencarna sus proyectos. Cuando el radicalismo dejó de ser
popular, olvidando a Yrigoyen, apareció el peronismo. Hoy que
el PJ olvidó el servicio a la justicia social, puede aparecer
por qué no otro movimiento superador.
Lo
que queda claro es que no bastan medidas tibias y poco valerosas,
sino que se necesita una reorientación total hacia un país
inclusivo y popular. Políticas decididas, como las que
aplicaron en su momento San Martín, Rosas y los caudillos
federales, Yrigoyen y Perón. Cuando se viven tiempos
difíciles, angustiosos, uno se repliega hacia lo conocido,
hacia lo que le da confianza y fe en sí mismo. Por eso es
importante recuperar el legado de las distintas luchas populares del
pasado.
Parece
ser como una guerra en que ninguna de las dos fuerzas que se
enfrentan triunfa acabadamente: el pueblo y el antipueblo. El pueblo
está ahora replegado, guarecido en la trinchera, a la
defensiva, aunque también disperso y en parte desalentado.
Tarde o temprano reagrupará sus fuerzas, o lo que queda de
ellas, para lanzarlas de nuevo a recuperar la dignidad y la patria.
Es
un camino lento, pues el daño inflingido por el enemigo fue
importante.
El
pueblo. Ese enigmático ser que a veces camina por el costado
de la historia, sufriéndola y mirándola,
contemplándola, desgarrándose, casi desintegrándose.
Ese
ser que parece dormido, de repente despierta y aparece en la historia
como una revelación, demoníaca para unos y divina para
otros. Cuando despierta, hace vibrar a la tierra entera, al hombre, a
la historia, al olvido, al país, al continente, a la
humanidad, a la conciencia de los que lo creyeron muerto.
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NOTAS