Sergio
Benvenuto:
«He propuesto la mesa redonda porque en
psicoanálisis siempre pasamos por alto la cuestión del
impacto político del psicoanálisis. Todos saben que el
psicoanálisis es posible, de hecho, sólo en países
democráticos y capitalistas, nunca en ningún estado
totalitario. Me pregunto si el psicoanálisis es además,
un factor de fortalecimiento de la democracia. Quiero decir: ¿el
psicoanálisis es sólo un efecto de la democracia y el
capitalismo, o hasta es parcialmente una causa del mismo?
En esta línea, uno puede preguntarse: ¿el psicoanálisis
puede hacer algo a largo plazo para superar la crisis en
Argentina o no? Tal vez la respuesta sea NADA, pero vale la pena
preguntar»
Sergio
Benvenuto:
«Hace tres años la economía argentina
andaba bien y luego declinó dramáticamente. ¿Por
qué? He leído entrevistas a economistas que dijeron:
cuando la economía andaba bien, los argentinos no invirtieron
en la economía argentina; la pasión argentina por lo
extranjero sería la causa de la crisis. ¿Argentina es
un país demasiado centrado en otros? ¿Narcisismo
insuficiente? Y una segunda pregunta impertinente: ¿acaso la
pasión por el psicoanálisis extranjero (especialmente
el europeo) daña la fuerza creativa del psicoanálisis
argentino?»
|
Miei
cari amici italiani! Cada uno de vosotros tiene, a no dudarlo, uno
zio en Campana, Paraná, Morón, Córdoba ...
Basta sobrevolar los apellidos de la guía telefónica
para corroborar cuán decisivamente la inmigración
italiana ha incidido en la constitución de nuestra singular
especie, e inferir, a la inversa, de qué manera nuestra tierra
ha representado un horizonte de esperanza a cientos de miles de
famiglie que, desde finales de siglo XIX, bajaban
multitudinariamente de los barcos para procurar lo que su patria no
podía proveerles y, eventualmente, porqué no, hacerse
... ¿la América?
La
cuestión viene a cuento porque apenas recibidas las preguntas
de Sergio Benvenuto, no puedo dejar de pensar de qué manera
definitiva, sin atenuantes, la impronta italiana ha marcado nuestra
lengua, nuestra manera de habitarla, nuestros gestos, nuestra comida,
nuestra sensibilidad ante la familia, la amistad, el honor, nuestro
sentido del humor... Al punto que un argentino suele ser tomado por
italiano en cualquier país de Europa y se siente a menudo más
a gusto en Italia que en ningún otro.
Pero,
lamentablemente, no compartimos sólo la devoción por el
Rinascimento, la ópera (¿imaginan siquiera la
itálica majestuosidad del Teatro Colón?), el gusto por
Fellini, los Taviani, Moretti, la Loren, Sordi, il grande Vittorio,
no se trata tanto de Pavone, Mina, Ramazotti, ni Maradona o
Batistuta, la pasión per il pallone (¿...per ché,
per ché...?), sino también, cómo ignorarlo,
esa nefasta debilidad por negocios de hombres de honor sin
honor, el olfato por la oportunidad, ese desorden no únicamente
de tránsito, la tolerancia con la cleptocracia, los
negociados, el deber de la Omertá, en fin, amistades,
lealtades, favores y traiciones, comisiones, retornos, mordidas y
chantajes, tanti affari! tanti affari! e le mani ancora non
pulite!
¿Cómo
desconocer, incluso, que es el carisma del gesticulante Duce el que
cautiva en la Piazza del Popolo el día que los Nazis
desfilan en París [«nous nous sommes tant aimés...»]
al entonces agregado militar Juan Perón que se decide en ese
momento a emularlo, generando a su imagen y semejanza el fenómeno
más controversial e incomprendido, el hecho maldito por
excelencia de nuestra política, un movimiento que no logra
gobernar Argentina, pero sin la colaboración del cual la
Argentina se demuestra ingobernable ...?
¿Cómo
no señalar que la caricatura de la personalidad de ese
argentino simpático y embaucador, de promesa y sonrisa
fáciles, svergognato, querible e inteligente, amigo de
los amigos, propenso a los favores y olvidadizo de los deberes, ese
carácter despreocupado, alegre e irresponsable, en el origen
de la mayoría de nuestras peores calamidades, es designado por
la palabra chanta que la etimología lunfarda
quiere haber tomado prestado de vuestro «chianti»,
absorbiendo los diversos matices de su sabor ...?
Ah,
miei cari amici! Todo esto para admonestarlos con palabras
sencillas: vosotros que nos observáis con el extrañamiento
europeo que os asegura vuestro magnífico sviluppo
presente, vosotros que os asomáis curiosos a una familiaridad
que experimentáis lejana y véis proliferar en tierras
distantes hijos incalculados a los que acogéis, no
obstante, con meritoria generosidad, y bien, vosotros estáis
involucrados en lo más íntimo de nuestra crisis,
implicados en lo más propio de vuestra idiosincrasia, hasta el
tuétano de esa latinidad que ha hecho escuela, porque esa
generosidad y esa simpatía, il calcio y la pasta asciuta,
la nonna, Verdi e la parolacchia, il ristretto, il tramezzino e Don
Corleone, esa cosa vostra ... ¡esa cosa vostra es
también la nostra!
1)
Pero las preguntas de Benvenuto esperan, desde luego, una reflexión
más ajustada. La provocan. La reclaman. Porque en ellas, y
probablemente sin saberlo del todo, se intima a una exposición
que merecería la extensión de la enciclopedia, y de la
que nos conformaremos con desbrozar las principales líneas de
una argumentación a retomar.
En
primer lugar querría detenerme en ese vínculo entre
democracia y psicoanálisis, afirmado de un modo que descuenta
una obviedad que pretende ser obvia a su vez. ¿Resultará
imprescindible recordar que es por intermediación de Mussolini
que Freud obtiene el salvoconducto que le permite perecer en el
apacible lecho de su exilio londinense, en lugar del más que
probable anonimato de una cámara de gas? Algo que, por cierto,
nada afirma, pero complejiza al menos cualquier afirmación,
cuando el fundador del Imperio Nuovo, venerado por Churchill y la
mayoría de los dirigentes conservadores de Occidente, gran
estudioso de su filosofía y admirador de sus inteligencias, no
es, evidentemente, el más nítido exponente de sus
democracias.
Si
el apoyo del más controvertido político de la historia
italiana en el siglo del propio psicoanálisis cuestiona su
inmediata articulación con la democracia, las vicisitudes
políticas argentinas la contradicen absolutamente. ¿Cómo
entender, de otro modo, la extraordinaria expansión del
lacanismo vernáculo durante los años 70, en medio
y a pesar de la feroz dictadura de Videla y sus 30.000
desaparecidos? La ausencia de mínimas libertades no resultó
entonces un impedimento a la propagación y puesta en práctica
de una enseñanza deliberadamente difícil, sino que, al
contrario, parece haber concretado una de sus condiciones. A quienes
gustarían concluir fácilmente una probable complicidad
de los psicoanalistas lacanianos con el terrorismo de Estado, me
apresuro a responderles: el psicoanálisis piénsese
en las reuniones de la Sociedad Psicoanalítica de Londres bajo
los bombardeos de la Luftwahfe representó entonces un
ámbito donde se podía pensar donde resultaba
imperativo pensar sin arriesgar al menos no de modo
inmediato la propia vida.
¿Y
entonces? Entonces me parece beneficioso recordar como lo hace Judith
Filc (Entre el parentesco y la política) que las
temibles juntas militares que rigieron los países del Cono Sur
de América, al tiempo que instauraron gobiernos
ultrarepresivos y la mayor coerción ideológica y
cultural de que se tenga memoria [sonriamos los que, habiendo
sobrevivido, podemos hacerlo: el General Suárez Mason prohibió
la enseñanza de las matemáticas modernas por
considerarlas ¡subversivas!], esas mismas juntas defendieron,
como ningún otro régimen hasta ese momento, el
territorio de la privacidad: la privacidad de la propiedad privada,
la privacidad de los contratos entre particulares, la privacidad de
los intercambios comerciales, la privacidad de la exacción
usuraria, la privacidad, en fin, inherente a la dinámica del
libre mercado.
El liberalismo económico, aunque prefiera
disimularlo, es perfectamente compatible con regímenes
dictatoriales, antirepublicanos, e hiper-represivos. Razón por
la cual Pinochet nombra para los acólitos del Consenso de
Washington un modelo económico paradigmático al que se
intima constantemente a las democracias (¿conquistadas?
¿concedidas? ¿impuestas?) a imitar.
La
dialéctica democracia antidemocracia no define desde
entonces las coordenadas que permiten determinar las condiciones de
posibilidad de nuestra práctica, de lo que como psicoanalistas
argentinos podemos dar contundentes pruebas. El asunto exige otras
categorías, como la de totalitarismo en el sentido que Hannah
Arendt le confiere, cuando lo concibe como un sistema donde todos los
asuntos devienen políticos (implicando la noción de
polis): lo jurídico, lo económico, lo
pedagógico, lo científico y, desde luego, el manejo de
la información, el control de los mass-media. Vale
decir, un régimen en el que todo se vuelve público,
desapareciendo, correlativamente, el ámbito de lo privado, y
poniendo en evidencia una escisión entre lo que ocurre a la
vista y frente al saber de todos, y lo que ocurre ante unos pocos, y
cuyo conocimiento se reserva a esos pocos, y es considerado relativo
al orden de lo familiar, lo individual, lo personal, lo particular.
Lacan,
por su parte, nos propone su propia definición de
totalitarismo: el régimen donde todo lo que no está
prohibido se vuelve obligatorio («La identificación»).
Y Rolland Barthes sostiene que lo que lo caracteriza no es tanto la
prohibición de expresar la disensión, como la
obligatoriedad de manifestar el consentimiento («Lección
inaugural en el Collège de France»). Cuestiones que, más
allá de la interdicción o la censura, exhiben una
conminación irrefrenable a hacer, decir, pensar, manifestar,
que avasalla el reducto del propio pensamiento, refugio último
de esa reserva esencial que consideramos característica del
mundo de la intimidad.
Si la confidencialidad, el secreto, el
contrato entre particulares constituyen la condición misma de
la asociación libre, resulta impensable toda práctica
analítica en condiciones donde esa reserva se ve
sistemáticamente vulnerada; en particular, cuando se trata de
una operación que se dirige a aquello que, siendo lo más
éxtimo y singular, lo más propio del
sujeto, evidencia una estructural resistencia a su publicidad.
El
psicoanálisis no requiere de la democracia para existir, no
representa forzosamente su efecto, ni, necesariamente, realimenta su
funcionamiento. Su emergencia debe ser pensada en estrecha relación
al surgimiento de la ciencia moderna, como un efecto de su
instauración, una consecuencia de su aspiración
totalizante, al ocuparse nuestra clínica de aquello que la
ciencia desecha en su operatoria, y en psicoanálisis nombramos
sujeto. «Sujeto» a entender como falta (aquello
que escapa a la representación y se articula entre los
significantes) y, al mismo tiempo, como exceso, producción,
plus, creación de goce inducida por la restricción que
mana de ese mismo orden significante que barra su completud
natural. Nociones que objetan, en cualquier caso, el para
todos que soporta la racionalidad universal propia del discurso
científico.
Sabemos
desde Adorno y Horkheimer, que Auschwitz no constituye sólo
una desgraciada irrupción irracional que se opone al progreso
de la razón, una efracción en su desarrollo, sino que,
más certeramente, consuma sus implícitos designios,
constituyendo antes la culminación de un proceso que el desvío
oscurantista de su proyecto. El psicoanálisis no parece por
ello articulado tanto al ejercicio efectivo de la democracia como a
algo que a menudo la convoca, la reclama, y suele confundirse con
ella, y que corresponde al orden de lo diverso, lo distinto, lo
diferente, apelando al campo del derecho en el que encuentra su
traducción.
Uno
de los más agudos pensadores de la diversidad lo ha planteado
de modo explícito: ¿Es acaso posible el psicoanálisis
en una prisión? ¿En un reformatorio? ¿Una
fábrica? ¿Un convento? ¿Un cuartel? ¿Un
manicomio? ¿Un campo clandestino de detención (la
Escuela Mecánica de la Armada)? ¿Es acaso posible el
psicoanálisis en alguna de esas instituciones panópticas
que Michel Foucault califica de «totales» y considera
paradigmáticas del «régimen disciplinar»
que rige la biopolítica moderna?
El
matema del A barrado nombra en Lacan un campo descompletado, carente,
abierto, perforado, un ámbito destotalizado en el que un
psicoanálisis deviene factible, el espacio en el que se
realiza, el territorio al que contribuye y sitúa como mira de
su propia operaratoria.
Y aún si, por cierto, los
psicoanalistas simpatizamos con la democracia, la globalización
de lo que se presenta como pensamiento único, las prácticas
excluyentes que acompañan la expansión planetaria de
este tardío capitalismo transnacional, vale decir, la lógica
segregativa que impone un mercado que, en el ejercicio de su dominio,
esteriliza la política (hasta hacer vacilar su existencia, en
cuanto suponga una efectiva vocación de transformación
y no una mera formalidad de gerenciamiento), esa lógica
termina cuestionando incluso la legitimidad del sistema democráctico,
en su carácter, al menos, de garantía exigible al
sostén de los derechos del sujeto.
Noé
Jitrik se preguntaba hace poco si es posible un nazismo sin represión
(«Lo que vuelve sin haberse ido nunca»), a lo que
previsiblemente y pese a su contrasentido debemos
responder que sí, al constatar las consecuencias segregativas
de la política neoliberal. No sólo es factible, sino
que estamos, en cierto modo, viviendo en él.
Lo que,
invirtiéndolo, vale decir, poniéndolo sobre sus pies,
significa, aproximativamente, que no hay forzosa tensión entre
sociedad democrática y régimen totalitario, no al menos
en esta posmodernidad en la que el régimen de
producción y la ciencia se conjugan de tal modo, que la
exclusión pasa a revelar la verdad de la lógica
expulsiva de ese todo que constituye el mercado, y no simplemente un
desecho incalculado en su desarrollo. Lo que me gustaría
llamar totalitarismo de mercado hace vacilar la
identificación inmediata de la democracia como sistema con la
idea de diversidad, integración de diferencias, estructura
descompletada, porque la disgregación que le es inherente no
significa pluralidad sino, más crudamente, proletarización,
en tanto el agente del consumo masificado tiende a ser expulsado como
individuo indiviso unificado por el goce autístico que
obtiene en ese mismo acto de consumo, de la estructura
discursiva y el vínculo social que ella asegura.
Como
lo he escrito hace poco («Impunidad y desamparo»), frente
al efecto disgregante que la técnica induce en el plano de la
satisfacción libidinal a través de sus objetos, la
perspectiva del acto analítico encuentra una apropiada
dimensión política, cuando el analista, al ofrecerse a
la transferencia, propone al sujeto establecerse en un vínculo
nuevo, estableciendo un legalidad restringida pero potente que
denominamos «discurso analítico». De modo que al
arrojamiento del sujeto fuera del vínculo social, el analista
ofrece en su acto la posibilidad de su reinserción en el
discurso que le es propio. Lo que nos sitúa, directamente, en
el campo de la segunda pregunta.
2)
Porque más allá de las correcciones que nos impulsaría
a sugerir su precipitada formulación, esta pregunta pone en
juego un asunto vital para el psicoanálisis relativo a su
alcance político como praxis. Para interrogarnos de manera
pertinente sobre los localismos, las peculiaridades, las
singularidades que debería adoptar nuestra clínica en
relación a las dificultades que atiende en cada uno de los
lugares en que pretende ser sostenida.
No
me parece imprescindible señalar que entre el aparente
esplendor de la economía argentina y su brutal declinación
no hay corte ni discontinuidad, ni subrayar la relación de
causa a efecto que vinculan las premisas que sustentan un modelo de
producción de la riqueza (y determina infames reglas de
distribución), y la conclusión certera, inevitable, de
un silogismo económico cuya pureza lógica ha suscitado
desde hace mucho la indignación de los observadores
imparciales. Importa antes entender que ese modelo y ese sistema, los
acuerdos que una nación establece con sus acreedores, los
condicionamientos que impone una multimillonaria deuda de origen
incierto y legitimidad improbable, no responden simplemente a una
decisión autoconsciente, voluntaria, de una nación
concebida como autonomía soberana y dueña de sí.
No sólo porque somos freudianos y tenemos alguna idea de la
multiplicidad de nuestras servidumbres yoicas, sino porque cualquiera
sea la concepción que se tenga del inconsciente después
de Freud (y no, desde luego, a partir de Von Hartmann), resulta a
todas luces estéril trasladar sin mediaciones las verdades
hipostasiadas de la clínica del sujeto al espacio de la
dinámica colectiva. Nos precipitaríamos el verbo
nos ubica en las alturas en una suerte de filosofía con
zapatos de goma y, al hacerlo pondríamos en
evidencia la misma voluntad de dominio que acompaña su
desarrollo desde Platón.
Entre
las diversas formas de intervención de los psicoanalistas en
la política, podríamos caricaturizar la eventual
atracción que su personaje ejercería en una campaña
electoral. J. Salessi («Médicos maleantes y maricas»)
ha sabido relatar ingeniosamente la historia argentina como una
metáfora extraída de los anales del higienismo,
describiendo la oferta habitual del candidato político como un
médico capaz de curar las dolencias del país. ¿No
sabría el psicoanalista encarnar la definitiva esperanza de
curar de una vez por todas la locura argentina?
La ocurrencia no
resultará del todo un disparate si se tiene en cuenta que es
apenas por pocos votos que Slavoj Zizek marra la presidencia de
Yugoslavia. Lo que, representando de por sí una curiosidad,
interroga más allá de lo habitual el lugar que debemos
dar a lo que, sin mayores precisiones, se denomina «estudios
culturales». ¿Metalenguaje sociológico?
¿Filosofía antropológica? ¿Psicoanálisis
sin clínica? Dudas que dejan en pie un problema fundamental:
¿Cómo se articula la aparición pública
del psicoanalista, fuera de toda promoción personal, en
relación al ejercicio efectivo del poder? ¿Cuál
es su alcance? ¿Su eficacia?
¿Puede su intervención,
tome la forma que tome, operar efectivamente sobre la realidad
cultural? ¿Con qué restricciones? ¿Con qué
consecuencias? Para plantearlo con mayor precisión: ¿cuáles
son la condiciones que otorgan a lo que correría el riesgo de
convertirse en un mero ejercicio intelectual, efectiva capacidad
operativa sobre lo real de la organización social?
3)
Ciertamente, la situación política argentina abre una
vastísima perspectiva de la que, si no la padeciera
cotidianamente, podría disfrutar intelectualmente a plenitud.
En economía, el ex presidente uruguayo Sanguinetti reconoce
dos grandes enigmas: ¿cómo una ínfima isla puede
devenir potencia mundial y cómo una potencia mundial puede
devenir ínfima isla? La sola puesta en contigüidad de
estos dos enigmas, Japón y Argentina, induce un sinnúmero
de respuestas plausibles. Porque hay en nuestra crisis nacional algo
excepcional, inédito, que junto a la curiosidad de los
economistas, despierta el interés de los políticos, la
imaginación del militante globalófilo y preocupa al
Departamento de Estado por afectar intereses multinacionales y
amenazar la seguridad continental. Los análisis de sociólogos,
politólogos, intelectuales y organismos financieros se
suceden. Corridas de toros, foros internacionales, colectas de
fondos, esta nueva Biafra pone en escena una insólita
patología destructiva que prescinde de la guerra y la
catástrofe natural.
Se
trata del quiebre de un modelo económico cuya aplicación
local ha sido elevada al estatuto de paradigma y que, instrumentado
en el contexto de la caída del Muro de Berlín,
constituye a la vez su consecuencia y su expresión. La versión
autóctona de ese modelo promueve una agresiva política
de privatizaciones que reduce el poder de intervención del
Estado, establece una amplia apertura de la economía a la
inversión extranjera, disminuye drásticamente los
aranceles de importación, orienta los fondos de retiro hacia
el sector privado, y alinea automáticamente la política
exterior del país con la de la superpotencia dominante, con la
que se enorgullece de haber establecido relaciones carnales.
Vale decir, un menú de recetas ortodoxas condimentadas con la
sal de ser aplicadas en un país que no sólo reconoce
poca afinidad con ellas, sino que ha expresado una histórica y
visceral resistencia, y que presenta, además, por sus
características de población, producto bruto e ingreso
per cápita, a pesar de su remota ubicación geográfica,
rasgos semejantes a ciertos países europeos periféricos.
Que esas políticas hayan sido alentadas por los organismos
financieros, que el Fondo Monetario Internacional haya homenajeado al
presidente que las gerenció, y que el ministro de economía
que las instrumentó piloteando incluso su naufragio
haya sido considerado el más valioso economista de América
Latina por el Banco Mundial y enviado a apagar las crisis de Rusia y
Ecuador, son ingredientes que realzan al plato su sabor.
Desde
luego, no se trata sólo de un experimento académico
aunque se hayan ensayado técnicas de laboratorio.
Se trata del trabajo, la salud, la educación de seres de carne
y hueso que varias generaciones atrás habían accedido a
ellos, y de cuantiosos intereses que afectan la rentabilidad de
empresas transnacionales, concerniendo marginalmente al mercado de
capitales. Su quiebre incidirá, seguramente, en el futuro de
una región sobre la que el país tiene una influencia
nada desdeñable.
Detalles
todos que han sido omitidos, relativizados, confundidos, cuando esos
mismos organismos internacionales se han propuesto disfrazar su
propia responsabilidad en la debâcle, agitando el
fantasma de supuestos populismos que, si existen, representan antes
la consecuencia que la causa del fracaso de estas recetas de mercado
aderezadas por sus más prestigiosos chefs.
Han
sobrevenido, además, fenómenos que desplazan las
imágenes del devastamiento afgano en las pantallas de
televisión, conmoviendo la rutina del espectador global: un
reality show de marchas, tumultos, saqueos, policía montada,
balas de goma, un hombre que se desangra en las escalinatas del
Congreso de la Nación... Un gobierno elegido democráticamente
dos años antes, es destituido, democráticamente, por su
base electoral, al ruido de un pacífico cacerolazo.
El
extraordinario agitar de cacerolas del miércoles 19 de
diciembre de 2001 será agendado en el calendario de la
sociología mundial, como un acontecimiento a poner en serie
con las marchas de silencio por el esclarecimiento del asesinato de
María Soledad en la Provincia de Catamarca, y las heroicas
rondas de las Madres de Plaza de Mayo con sus pañuelos
blancos. Se trata de movimientos imprevisibles, espontáneos,
inéditos, cuyas consecuencias incalculables sorprenden a sus
propios agentes, inscribiendo lo que estaba allí y no se
percibía, de un modo que, a partir de entonces, no puede ser
negativizado.
Todo
ocurre, además, en el seno de una población de
apariencia occidental, cristiana, de lengua latina, que ejerce sus
reclamos en el marco de una escenografía urbana (no usa
burkas, largas barbas, ni porta lanzagranadas sobre el fondo de un
paisaje lunar), lo que confiere a la escena una inquietante
familiaridad. Reside allí, seguramente, una de las razones de
ese curioso recurso al sarcasmo por parte de los voceros del
stablishment mundial, completamente extemporáneo en relación
a lo doloroso de la situación: «A nosotros no nos puede
pasar». Tratándose de una nación que entra en
default y parece elegir la cesación de pagos, los
pronósticos de mayor sufrimiento, proferidos con el tono
oracular de un odontólogo sádico, atienden a los
presuntos riesgos de contagio: «Eh! Vosotros! Los otros! A
ustedes no les debe pasar!»
4)
Porque, desde luego, la crisis argentina abre también una vía
paradójica de esperanza. No se trata sólo de la
etimología griega que vincula toda crisis a la posibilidad de
cambio, ni del ideograma que la declina en chino como oportunidad,
aún si en los sedimentos de la lengua se articula
frecuentemente una verdad. Ocurre que en este mundo súbitamente
unipolar, donde las nociones de historia y de progreso han sido
vigorosamente sacudidas, en este tiempo en que la disidencia tiene
sabor a idealismo, y la utopía fama de sueño
irrealizable, la imagen del alboroto argentino, con sus
desesperados-desempleados y su clase media-mierda entregándose
desenfadadamente al placer de hacer barullo [no sé lo
que quiero, pero lo quiero en dólares, escribe una
leyenda en la pared], pone en el centro de la escena de este mundo y
este tiempo algo que se creía superado, inútil,
erradicado para siempre: la protesta. ¿Acaso las cosas podrían
ser de otra manera?
«Piquete
y cacerola, la lucha es una sola».
La
aparición de nuevos sujetos sociales entusiasma a nuestros
pensadores (cosa fareremo senza voi, inteletualli de sinistra?);
en particular, cuando el tropiezo letal del socialismo real pone
seriamente en duda la noción de partido como herramienta de
transformación, y cuando la revolución informática
que extiende la proletarización a cada rincón del
planeta, desvanece, simultáneamente, el valor emancipatorio de
esos dispersos proletarios como clase.
Emerge entonces, inesperada,
la sorprendente silueta del piquetero, hombre que, sin
trabajo y sin subsidio, es expulsado al espacio exterior de la nave
del mercado, estratosfera desde donde se propone reentrar
obstaculizando la marcha colectiva. Asociado a otros, conforma lo que
se denomina un piquete, término cuyo paradójico
origen reenvía a la noción de huelga, cese laboral
electivo en la era moderna que se ha vuelto coercitivo en la
posmodernidad.
El piquete no es ahora de huelga, sino de
reclamo de trabajo, o, en su defecto, de planes trabajar,
según la ironía con que nuestros ocurrentes dirigentes
han bautizado la miseria que administran con cuentagotas y criterio
clientelista a unos selectos jefes de familia sin empleo. Si el
síntoma es la verdad que se opone al saber desde el
lugar del goce según la definición lacaniana que
atribuye su anticipación a Marx, vale decir aquello que
se opone en cruz a que la cosa marche, estos hombres
desesperados que cortan rutas y caminos impidiendo la circulación
de mercancías y su comercialización y cuyo ocio
forzado no es sino el desecho del progreso productivo y su creciente
eficientización, encarnan el paradigma del síntoma
en sentido lacaniano. Ellos son la verdad que, en los márgenes,
clama su inclusión en el saber que no se quiere saber,
desperdicios de un goce que no puede ser reabsorbido en la trama
simbólica que lo produce.
Tenemos,
por otra parte, las cacerolas. Provenientes de ese sector de la
pirámide social que ha logrado escatimar algunos dólares,
y que, encandilado por los intereses usurarios que el sistema
financiero garantizaba vía la expoliación del Estado
deficitario y el agobio del aparato productivo, han visto evaporar
las migajas duramente conseguidas en beneficio de la generosa torta
bancaria. Las cacerolas despiertan, por ello, un sentimiento
ambivalente respecto al oportunismo que las caracteriza.
El escritor
Rivera le hace decir a Rozas en su novelita «The Farmer»:
«Al final de mi vida constato una de las verdades patrióticas:
si quieres gobernar, puedes contar con la cobardía
incondicional de los argentinos». Esa clase media, que ha visto
secuestrar a los hijos de su vecino sin chistar («por algo
será»), que se ha plegado cómplice al monumental
vaciamiento de la nación a cambio de la promesa de un primer
mundo de pochoclo y microchip, y que, insensiblemente, ha
realimentado el vampirismo financiero del que creía poder
nutrirse, observando, impávida, la anemia del organismo
social, esa clase media que asiste por televisión al cierre de
las fábricas y talleres de los otros, el achicamiento del
Estado y su secuela de náufragos, el deterioro de los
servicios hospitalarios (¿qué prepaga tenés?),
la decadencia de la escuela pública (envío a mis
hijos al Liceo), en fin, la exclusión de millones de
personas del circuito de la dignidad, ... esa clase media es capaz de
salir a defender, como una leona enfurecida, la cría de sus
plazos fijos!
Pero,
a no dudarlo, esa clase mojigata, cholula, arribista, trepadora,
moralista, prejuiciosa, genéticamente oficialista, soberbia,
necia, presumida y ambiciosa, esa clase mierda representa lo más
íntimo de nuestra idiosincrasia; es al fin de cuentas ella la
que confiere a nuestro pueblo su perfil y su peculiaridad. Por lo
que, aún ignorando si el país tiene solución,
sabemos de antemano que no podría tenerla sin ella.
Por
otra parte, debo confesarlo: es maravilloso (¡música!
¡moozikka!) escuchar los aguerridos clipoteos de la cacerola y
el cucharón, tintineos de llaves, bocinas, botellazos, ese
espíritu guerrero que sobrevuela la rutina para escalar
mancomunadamente las soberbias alturas de la indignación,
descubriendo el sentimiento masivo de pertenecer, de formar parte, lo
que se adivina como la silueta de una comunidad posible ... Y, al día
siguiente, toda esa embellecida gente se despierta más
solidaria, más generosa, más alegre, como después
de haber hecho el amor ... Pero enseguida nos asalta la prevención
freudiana: ¿la dinámica multitudinaria nos conduce al
añorado restablecimiento de un lazo social que el desmadre
pulsional capitalista tiende a hacer añicos, o a reencontrar
simplemente ese placer de aullar en la manada que en
«Psicología de las masas...» no hace más
que preanunciar las vísperas de lo peor?
5)
Dejaremos a los estudiosos demarcar el horizonte histórico
sobre el que se recortan las nuevas configuraciones del piquetero y
la multitud, ya que seguramente Paolo Virno, Toni Negri o el propio
Agamben se encargarán en poco tiempo de hacérnoslo
saber. Por el momento, me prevengo simplemente ante el facilismo de
depositar en sus figuras un exceso de entusiasmo, la tentación
de vislumbrar en ellas la vía de un cambio que se querría
revolucionario. Porque pese a la voluptuosidad política de sus
formas, constituyen antes el testimonio patético de un
estrepitoso fracaso que la anticipación venturosa de un logro
por-venir.
De hecho, las reivindicaciones de las que los piquetes y
las cacerolas se hacen portadoras son tan progresistas como pueden
serlo las consignas que orienta el programa económico de
cualquier partido centrista en Europa: trabajo, subsidio al
desempleo, capacitación, regulación del sistema
financiero. Esto es, manifiestan, sobre todo, el anhelo de la
implementación de un sistema más eficiente, más
estable, más rentable ... más capitalista. Lo que si no
suena demasiado heroico, expresa sin embargo una larguísima
lucha que tiene sus héroes y sus mártires, sus
combatientes y sus muertos, que pueden ser contados por millares.
Cualquier
argentino, peronista o no distinción que tamiza fifty
fifty la población, es capaz de recitar de memoria el
decálogo de aquellas verdades que el propio
General se encargaba de inculcarnos cuando niños para que
tengamos un subconsciente peronista [sic].
La
mayoría de ellas causarían escozor al ciudadano medio:
A) Para un peronista no hay nada mejor que otro peronista
(pan con pan ¿comida de zonzos?)
B) Para los amigos
todo, para los enemigos ni justicia (¿todos iguales ante
la ley?). Se trata de una serie de proverbios que tienen la capacidad
de regir el funcionamiento de la masa, ordenar su comportamiento,
regular su modo de pensar, evidenciando la vocación de
consigna imperativa que porta en su estructura el significante. Hay
algunas que, pronunciadas hace cincuenta años, estaban
destinadas a nuestro hoy:
C) El siglo XXI nos encontrará
unidos o dominados. O aquélla que, en su terrible
actualidad, desnuda nuestra tragedia:
D) La patria dejará
de ser colonia o la bandera flameará sobre sus ruinas.
Más
allá de cierta belicosa musicalidad que podría resultar
perimida a las orejas posmodernas, estas consignas sitúan en
primer plano la cuestión nacional como un conflicto inherente
a nuestro posicionamiento geográfico del que la crisis actual
no constituye, finalmente, más que un capítulo. Como lo
señala Alejandro Kaufman, los inmigrantes europeos que
poblaron nuestras tierras nunca renunciaron a volver a su patria , y
estaban decididos a hacerlo desde nuestro propio país.
El
sueño de nuestros abuelos de construir una nación
autónoma y desarrollada vira en pesadilla cuando el
neoliberalismo se impone a sangre y fuego con la violencia del
vencedor. El modelo económico que resiente los cimientos
sociales, culturales y políticos de nuestra sociedad,
sumergiéndola a la prueba de su desintegración
definitiva, ha sido impuesto hace veinticinco años al precio
de más de treinta mil muertos, y en el preciso lugar donde el
abrazo de los dos populismos (Perón y Balbín), y con
él, la última esperanza de nación, no pudo ser
traspuesta más allá de la foto.
Debemos
creer es nuestro deber sostener el deseo de vivir, viviendo
aquí que la gravedad de esta hecatombe señala
también la oportunidad de un nuevo inicio del camino, en el
que este país impúdicamente rico y generoso podría
reencontrar la grandeza que nuestros abuelos que son hermanos
de los vuestros, soñaron alguna vez para él.
Pero
ese destino sólo podrá materializarse, si nuestra
europea subjetividad acepta reconocerse, en sus posibilidades y en
sus limitaciones, como propiamente latinoamericana. Hemos conocido la
dictadura cuando la región la padecía; recuperado la
democracia a la hora de la democracia; padecido la inflación
cuando la inflación latinoamericanizaba; y la estabilidad,
cuando la estabilizaban. ¿Qué debemos pensar cuando
México tiene el 70 % de su población bajo la línea
de pobreza, Venezuela 80, y Brasil 50? ¿No se encuentra allí
el contexto donde nuestros escandalosos quince millones de
pauperizados encuentra su irracional racionalidad?
No
se trata de pura geografía sino, en sentido estricto, de
geopolítica. Lo que en términos continentales significa
compartir una común debilidad de las clases dirigentes
(sociales, económicas, políticas) de la región,
para imponer mínimas condiciones impositivas y de reinversión
local de las ganancias a la escandalosa rentabilidad de los capitales
multinacionales, en el marco de una economía coercitivamente
mundializada. Con lo que los recursos tecnológicos del Siglo
XXI nos devuelven, en un abrir y cerrar de ojos, a la realidad del
Siglo XIX. Y tropezamos con el problema de nuestra extranjeridad.
6)
«Les Argentins -decía Borges- sont les européens
qui habitent dans la banlieu du monde». Pese a su
inexactitud, esta expresión porta en su humorada una verdad
escandalosa. Porque los argentinos siempre lo «supimos»,
nos enorgullecimos de «saberlo» hasta la soberbia, para
granjearnos el rencor de nuestros hermanos continentales, cuyas
guerras emancipatorias compartimos hace dos siglos como una nación
única.
Ahora
que la banlieu revela no ser ya las incontaminadas afueras
de la metrópoli, sino un pesado suburbio de smog y sevillana,
la cuestión de la propia identidad nacional, nuestro
europeísmo, nuestra latinoamericanidad, vuelve a interrogarnos
en lo más íntimo de nuestra subjetividad. ¿Qué
significa saberse argentino? ¿Saberse extranjero en Argentina?
¿Argentino en el extranjero? ¡Eh, vosotros, argentinos
de Madrid! ¡Italianos de Dock Sud! ¡Judíos de
Villa Crespo! O vosotros, gallegos de Argentina, que devenis
argentinos en Galicia (!).
Tal
vez ayude el chiste de Alfred Jarry con el que Lacan se permite
evidenciar el carácter propiamente significante del
significante: «Viva Polonia! dice, porque si no
existiera Polonia no existirían los polacos». Lo que
insinúa el carácter verdaderamente patafísico de
nuestra esencia. Porque a los argentinos no nos une tanto el hecho de
ser argentinos lo que más bien tiende a separarnos,
como el hecho de que por serlo, nos sabemos extranjeros. El argentino
es precisamente aquél que se siente extranjero en todas partes
y, en primer lugar, en su propio país. (Otra manera de
conjugar la paradoja que hizo famoso a Russell).
Benvenuta
entonces su pregunta estimado Sergio, a la que prefiero responder,
para despedirme, en términos personales. Bisnieto de
bigourdanos de los Pirineos franceses por una parte, bisnieto de
lombardos del Lago di Como por la otra (lo que me ha provisto
intelectualmente de una francofilia próxima a la debilidad
mental y civilmente de una ciudadanía italiana fruto de la
disponibilidad materna y la propia prevención), por mis venas
corre sangre indígena, alemana, inglesa, ¿judía?
... Pedigree característico con el que puedo considerarme
argentino como el que más, exponente de una raza
alquímicamente pura. Si en un rinconcito de ese corazón
argentino se estrujan el dulce de leche, el mate, el asado y la
camiseta de la selección, en otro, por supuesto, Evita baila
el tango del brazo con Freud. Y aunque el psicoanálisis
argentino es cartesiano (luego existe), no constituye menos una
pasión. Viena es Bariloche, los Alpes los Andes, Lacan está
más vivo en la calle Corrientes que en Saint Germain de Près.
Razón
por la que nunca pensé que pudiera haber contradicción
entre el psicoanálisis extranjero y el argentino. No sólo
porque como decía recién, el psicoanálisis
argentino es intrínsecamente argentino, vale decir extranjero;
sino porque el psicoanálisis europeo es actualmente europeo,
en parte, gracias a (o por culpa de) los argentinos. En efecto:
Masotta y la diseminación setentista han cumplido una tarea
constituyente en la actual configuración lacaniana mundial, al
haber llevado el lacanismo a Brasil, España, y, en menor
medida, a Venezuela, México, Colombia, Australia.
Lo
cual significa en parte que no se trata tanto de que el psicoanálisis
argentino se haya europeizado, como de que los europeos alcanzados
por el psicoanálisis se han probablemente argentinizado, sin
tener la menor idea de ello. Vale decir, una renovada figura de la
peste de la que el presente encuentro virtual no representa, al fin
de cuentas, más que otra expresión bubónica. Si
se me permite el abuso metafórico: si Francia es y será
la Arabia Saudita del lacanismo, Buenos Aires está destinada a
ser su Meca.
Para
concluir querría recordar que existe desde luego en
psicoanálisis, como en todas las expresiones culturales, un
riesgo posible de cholulismo, y siempre habrá quienes mirando
el Obelisco creerán reconocer en él la silueta de la
Tour Eiffel. Pero nuevamente aquí me parece más valioso
responder a título personal, a partir de mi propia
experiencia. Porque de hecho, mi actividad pública más
notoria como psicoanalista consiste en editar, dirigir y escribir
desde hace 10 años una revista titulada «Psicoanálisis
y el Hospital», publicación semestral en forma de libro
que, al tiempo que se propone alentarlos, pretende recoger los
testimonios de quienes entienden sustentar su práctica en el
deseo del psicoanalista en el ámbito institucional.
Nos
inscribimos así en la larga historia del psicoanálisis
argentino, con sus vicisitudes y sus impasses, así como en las
vicisitudes y los impasses de nuestra realidad institucional,
incluyendo, desde luego, las desdichas inherentes al campo de la
salud mental. Propagamos gustosamente en ella las luces del
psicoanálisis europeo centrado en torno a la enseñanza
de Lacan, sin desconocer que la conjunción psicoanálisis
institución asistencial que allí exploramos, ha
podido darse hasta ahora únicamente en nuestro medio con
semejante vitalidad.
Es
desde allí que nos proponemos influir la realidad en nuestro
medio, esto es, nuestra realidad. Somos psicoanalistas y somos
argentinos; vale decir, pasionales. Nuestros estudios no aspiran una
modalidad académica y adquieren a menudo la emotividad de lo
que se experimenta a vida o muerte. Es por eso que en nuestras
discusiones, nuestros debates, nuestros escritos, intentamos
intervenir sobre la realidad cultural de un modo que querría
ir más allá de la acumulación de saber. La
erudición no podría, a mi juicio, constituir mucho más
que una escenografía, un recurso borgiano de estilo, jamás
el campo donde nuestra intervención podría agotarse.
Interrogarse
entonces por el horizonte político de nuestras intervenciones,
el alcance efectivo de una interpretación en las coordenadas
de un tiempo y un espacio determinados, exige alcanzar el real al que
esa operación se propone dar tratamiento. Por atractivo e
ingenioso que pueda resultar, la lógica del acto analítico
nos exige ir más allá del estudio cultural
para procurar alcanzar una dimensión que, aún
situándose en el plano de la cultura, merezca ser calificada
propiamente de clínica. Somos en ello freudianos consecuentes.
Porque la discursividad que el psicoanálisis inaugura alcanza
su real cuando establece un corte definitivo en la subjetividad de
Occidente; y, por cierto, el sujeto no se percibe a sí mismo,
a su mundo, ni a sus intereses, del mismo modo antes o después
de Freud. He ahí la referencia política que, entiendo,
debería orientarnos.
Es
lo que me proponía transmitirles. Gracias, entonces, por la
invitación; y si habéis llegado hasta aquí,
gracias doblemente, puesto que debo agradecerles la paciencia.