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Edición N° 26 - invierno 2002

La crisis argentina – Nota a los Italianos

Por:
Mario Pujó


Sergio Benvenuto:
«He propuesto la mesa redonda porque en psicoanálisis siempre pasamos por alto la cuestión del impacto político del psicoanálisis. Todos saben que el psicoanálisis es posible, de hecho, sólo en países democráticos y capitalistas, nunca en ningún estado totalitario. Me pregunto si el psicoanálisis es además, un factor de fortalecimiento de la democracia. Quiero decir: ¿el psicoanálisis es sólo un efecto de la democracia y el capitalismo, o hasta es –parcialmente– una causa del mismo? En esta línea, uno puede preguntarse: ¿el psicoanálisis puede hacer algo –a largo plazo– para superar la crisis en Argentina o no? Tal vez la respuesta sea NADA, pero vale la pena preguntar»

Sergio Benvenuto:
«Hace tres años la economía argentina andaba bien y luego declinó dramáticamente. ¿Por qué? He leído entrevistas a economistas que dijeron: cuando la economía andaba bien, los argentinos no invirtieron en la economía argentina; la pasión argentina por lo extranjero sería la causa de la crisis. ¿Argentina es un país demasiado centrado en otros? ¿Narcisismo insuficiente? Y una segunda pregunta impertinente: ¿acaso la pasión por el psicoanálisis extranjero (especialmente el europeo) daña la fuerza creativa del psicoanálisis argentino?»



Miei cari amici italiani! Cada uno de vosotros tiene, a no dudarlo, uno zio en Campana, Paraná, Morón, Córdoba ... Basta sobrevolar los apellidos de la guía telefónica para corroborar cuán decisivamente la inmigración italiana ha incidido en la constitución de nuestra singular especie, e inferir, a la inversa, de qué manera nuestra tierra ha representado un horizonte de esperanza a cientos de miles de famiglie que, desde finales de siglo XIX, bajaban multitudinariamente de los barcos para procurar lo que su patria no podía proveerles y, eventualmente, porqué no, hacerse ... ¿la América?

La cuestión viene a cuento porque apenas recibidas las preguntas de Sergio Benvenuto, no puedo dejar de pensar de qué manera definitiva, sin atenuantes, la impronta italiana ha marcado nuestra lengua, nuestra manera de habitarla, nuestros gestos, nuestra comida, nuestra sensibilidad ante la familia, la amistad, el honor, nuestro sentido del humor... Al punto que un argentino suele ser tomado por italiano en cualquier país de Europa y se siente a menudo más a gusto en Italia que en ningún otro.

Pero, lamentablemente, no compartimos sólo la devoción por el Rinascimento, la ópera (¿imaginan siquiera la itálica majestuosidad del Teatro Colón?), el gusto por Fellini, los Taviani, Moretti, la Loren, Sordi, il grande Vittorio, no se trata tanto de Pavone, Mina, Ramazotti, ni Maradona o Batistuta, la pasión per il pallone (¿...per ché, per ché...?), sino también, cómo ignorarlo, esa nefasta debilidad por negocios de hombres de honor – sin honor, el olfato por la oportunidad, ese desorden no únicamente de tránsito, la tolerancia con la cleptocracia, los negociados, el deber de la Omertá, en fin, amistades, lealtades, favores y traiciones, comisiones, retornos, mordidas y chantajes, tanti affari! tanti affari! e le mani ancora non pulite!

¿Cómo desconocer, incluso, que es el carisma del gesticulante Duce el que cautiva en la Piazza del Popolo –el día que los Nazis desfilan en París [«nous nous sommes tant aimés...»]– al entonces agregado militar Juan Perón que se decide en ese momento a emularlo, generando a su imagen y semejanza el fenómeno más controversial e incomprendido, el hecho maldito por excelencia de nuestra política, un movimiento que no logra gobernar Argentina, pero sin la colaboración del cual la Argentina se demuestra ingobernable ...?

¿Cómo no señalar que la caricatura de la personalidad de ese argentino simpático y embaucador, de promesa y sonrisa fáciles, svergognato, querible e inteligente, amigo de los amigos, propenso a los favores y olvidadizo de los deberes, ese carácter despreocupado, alegre e irresponsable, en el origen de la mayoría de nuestras peores calamidades, es designado por la palabra “chanta” que la etimología lunfarda quiere haber tomado prestado de vuestro «chianti», absorbiendo los diversos matices de su sabor ...?

Ah, miei cari amici! Todo esto para admonestarlos con palabras sencillas: vosotros que nos observáis con el extrañamiento europeo que os asegura vuestro magnífico sviluppo presente, vosotros que os asomáis curiosos a una familiaridad que experimentáis lejana y véis proliferar en tierras distantes hijos incalculados –a los que acogéis, no obstante, con meritoria generosidad–, y bien, vosotros estáis involucrados en lo más íntimo de nuestra crisis, implicados en lo más propio de vuestra idiosincrasia, hasta el tuétano de esa latinidad que ha hecho escuela, porque esa generosidad y esa simpatía, il calcio y la pasta asciuta, la nonna, Verdi e la parolacchia, il ristretto, il tramezzino e Don Corleone, esa cosa vostra ... ¡esa cosa vostra es también la nostra!

1) Pero las preguntas de Benvenuto esperan, desde luego, una reflexión más ajustada. La provocan. La reclaman. Porque en ellas, y probablemente sin saberlo del todo, se intima a una exposición que merecería la extensión de la enciclopedia, y de la que nos conformaremos con desbrozar las principales líneas de una argumentación a retomar.

En primer lugar querría detenerme en ese vínculo entre democracia y psicoanálisis, afirmado de un modo que descuenta una obviedad que pretende ser obvia a su vez. ¿Resultará imprescindible recordar que es por intermediación de Mussolini que Freud obtiene el salvoconducto que le permite perecer en el apacible lecho de su exilio londinense, en lugar del más que probable anonimato de una cámara de gas? Algo que, por cierto, nada afirma, pero complejiza al menos cualquier afirmación, cuando el fundador del Imperio Nuovo, venerado por Churchill y la mayoría de los dirigentes conservadores de Occidente, gran estudioso de su filosofía y admirador de sus inteligencias, no es, evidentemente, el más nítido exponente de sus democracias.

Si el apoyo del más controvertido político de la historia italiana en el siglo del propio psicoanálisis cuestiona su inmediata articulación con la democracia, las vicisitudes políticas argentinas la contradicen absolutamente. ¿Cómo entender, de otro modo, la extraordinaria expansión del lacanismo vernáculo durante los años ’70, en medio –y a pesar– de la feroz dictadura de Videla y sus 30.000 desaparecidos? La ausencia de mínimas libertades no resultó entonces un impedimento a la propagación y puesta en práctica de una enseñanza deliberadamente difícil, sino que, al contrario, parece haber concretado una de sus condiciones. A quienes gustarían concluir fácilmente una probable complicidad de los psicoanalistas lacanianos con el terrorismo de Estado, me apresuro a responderles: el psicoanálisis –piénsese en las reuniones de la Sociedad Psicoanalítica de Londres bajo los bombardeos de la Luftwahfe– representó entonces un ámbito donde se podía pensar –donde resultaba imperativo pensar– sin arriesgar –al menos no de modo inmediato– la propia vida.

¿Y entonces? Entonces me parece beneficioso recordar como lo hace Judith Filc (Entre el parentesco y la política) que las temibles juntas militares que rigieron los países del Cono Sur de América, al tiempo que instauraron gobiernos ultrarepresivos y la mayor coerción ideológica y cultural de que se tenga memoria [sonriamos los que, habiendo sobrevivido, podemos hacerlo: el General Suárez Mason prohibió la enseñanza de las matemáticas modernas por considerarlas ¡subversivas!], esas mismas juntas defendieron, como ningún otro régimen hasta ese momento, el territorio de la privacidad: la privacidad de la propiedad privada, la privacidad de los contratos entre particulares, la privacidad de los intercambios comerciales, la privacidad de la exacción usuraria, la privacidad, en fin, inherente a la dinámica del libre mercado.
El liberalismo económico, aunque prefiera disimularlo, es perfectamente compatible con regímenes dictatoriales, antirepublicanos, e hiper-represivos. Razón por la cual Pinochet nombra para los acólitos del Consenso de Washington un modelo económico paradigmático al que se intima constantemente a las democracias (¿conquistadas? ¿concedidas? ¿impuestas?) a imitar.

La dialéctica democracia – antidemocracia no define desde entonces las coordenadas que permiten determinar las condiciones de posibilidad de nuestra práctica, de lo que como psicoanalistas argentinos podemos dar contundentes pruebas. El asunto exige otras categorías, como la de totalitarismo en el sentido que Hannah Arendt le confiere, cuando lo concibe como un sistema donde todos los asuntos devienen políticos (implicando la noción de polis): lo jurídico, lo económico, lo pedagógico, lo científico y, desde luego, el manejo de la información, el control de los mass-media. Vale decir, un régimen en el que todo se vuelve público, desapareciendo, correlativamente, el ámbito de lo privado, y poniendo en evidencia una escisión entre lo que ocurre a la vista y frente al saber de todos, y lo que ocurre ante unos pocos, y cuyo conocimiento se reserva a esos pocos, y es considerado relativo al orden de lo familiar, lo individual, lo personal, lo particular.

Lacan, por su parte, nos propone su propia definición de totalitarismo: el régimen donde todo lo que no está prohibido se vuelve obligatorio («La identificación»). Y Rolland Barthes sostiene que lo que lo caracteriza no es tanto la prohibición de expresar la disensión, como la obligatoriedad de manifestar el consentimiento («Lección inaugural en el Collège de France»). Cuestiones que, más allá de la interdicción o la censura, exhiben una conminación irrefrenable a hacer, decir, pensar, manifestar, que avasalla el reducto del propio pensamiento, refugio último de esa reserva esencial que consideramos característica del mundo de la intimidad.
Si la confidencialidad, el secreto, el contrato entre particulares constituyen la condición misma de la asociación libre, resulta impensable toda práctica analítica en condiciones donde esa reserva se ve sistemáticamente vulnerada; en particular, cuando se trata de una operación que se dirige a aquello que, siendo lo más “éxtimo” y singular, lo más propio del sujeto, evidencia una estructural resistencia a su publicidad.

El psicoanálisis no requiere de la democracia para existir, no representa forzosamente su efecto, ni, necesariamente, realimenta su funcionamiento. Su emergencia debe ser pensada en estrecha relación al surgimiento de la ciencia moderna, como un efecto de su instauración, una consecuencia de su aspiración totalizante, al ocuparse nuestra clínica de aquello que la ciencia desecha en su operatoria, y en psicoanálisis nombramos sujeto. «Sujeto» a entender como falta (aquello que escapa a la representación y se articula entre los significantes) y, al mismo tiempo, como exceso, producción, plus, creación de goce inducida por la restricción que mana de ese mismo orden significante que barra su completud “natural”. Nociones que objetan, en cualquier caso, el para todos que soporta la racionalidad universal propia del discurso científico.

Sabemos desde Adorno y Horkheimer, que Auschwitz no constituye sólo una desgraciada irrupción irracional que se opone al progreso de la razón, una efracción en su desarrollo, sino que, más certeramente, consuma sus implícitos designios, constituyendo antes la culminación de un proceso que el desvío oscurantista de su proyecto. El psicoanálisis no parece por ello articulado tanto al ejercicio efectivo de la democracia como a algo que a menudo la convoca, la reclama, y suele confundirse con ella, y que corresponde al orden de lo diverso, lo distinto, lo diferente, apelando al campo del derecho en el que encuentra su traducción.

Uno de los más agudos pensadores de la diversidad lo ha planteado de modo explícito: ¿Es acaso posible el psicoanálisis en una prisión? ¿En un reformatorio? ¿Una fábrica? ¿Un convento? ¿Un cuartel? ¿Un manicomio? ¿Un campo clandestino de detención (la Escuela Mecánica de la Armada)? ¿Es acaso posible el psicoanálisis en alguna de esas instituciones panópticas que Michel Foucault califica de «totales» y considera paradigmáticas del «régimen disciplinar» que rige la biopolítica moderna?

El matema del A barrado nombra en Lacan un campo descompletado, carente, abierto, perforado, un ámbito destotalizado en el que un psicoanálisis deviene factible, el espacio en el que se realiza, el territorio al que contribuye y sitúa como mira de su propia operaratoria.
Y aún si, por cierto, los psicoanalistas simpatizamos con la democracia, la globalización de lo que se presenta como pensamiento único, las prácticas excluyentes que acompañan la expansión planetaria de este tardío capitalismo transnacional, vale decir, la lógica segregativa que impone un mercado que, en el ejercicio de su dominio, esteriliza la política (hasta hacer vacilar su existencia, en cuanto suponga una efectiva vocación de transformación y no una mera formalidad de gerenciamiento), esa lógica termina cuestionando incluso la legitimidad del sistema democráctico, en su carácter, al menos, de garantía exigible al sostén de los derechos del sujeto.

Noé Jitrik se preguntaba hace poco si es posible un nazismo sin represión («Lo que vuelve sin haberse ido nunca»), a lo que previsiblemente –y pese a su contrasentido– debemos responder que sí, al constatar las consecuencias segregativas de la política neoliberal. No sólo es factible, sino que estamos, en cierto modo, viviendo en él.
Lo que, invirtiéndolo, vale decir, poniéndolo sobre sus pies, significa, aproximativamente, que no hay forzosa tensión entre sociedad democrática y régimen totalitario, no al menos en esta posmodernidad en la que el régimen de producción y la ciencia se conjugan de tal modo, que la exclusión pasa a revelar la verdad de la lógica expulsiva de ese todo que constituye el mercado, y no simplemente un desecho incalculado en su desarrollo. Lo que me gustaría llamar “totalitarismo de mercado” hace vacilar la identificación inmediata de la democracia como sistema con la idea de diversidad, integración de diferencias, estructura descompletada, porque la disgregación que le es inherente no significa pluralidad sino, más crudamente, proletarización, en tanto el agente del consumo masificado tiende a ser expulsado como individuo indiviso –unificado por el goce autístico que obtiene en ese mismo acto de consumo–, de la estructura discursiva y el vínculo social que ella asegura.

Como lo he escrito hace poco («Impunidad y desamparo»), frente al efecto disgregante que la técnica induce en el plano de la satisfacción libidinal a través de sus objetos, la perspectiva del acto analítico encuentra una apropiada dimensión política, cuando el analista, al ofrecerse a la transferencia, propone al sujeto establecerse en un vínculo nuevo, estableciendo un legalidad restringida pero potente que denominamos «discurso analítico». De modo que al arrojamiento del sujeto fuera del vínculo social, el analista ofrece en su acto la posibilidad de su reinserción en el discurso que le es propio. Lo que nos sitúa, directamente, en el campo de la segunda pregunta.

2) Porque más allá de las correcciones que nos impulsaría a sugerir su precipitada formulación, esta pregunta pone en juego un asunto vital para el psicoanálisis relativo a su alcance político como praxis. Para interrogarnos de manera pertinente sobre los localismos, las peculiaridades, las singularidades que debería adoptar nuestra clínica en relación a las dificultades que atiende en cada uno de los lugares en que pretende ser sostenida.

No me parece imprescindible señalar que entre el aparente esplendor de la economía argentina y su brutal declinación no hay corte ni discontinuidad, ni subrayar la relación de causa a efecto que vinculan las premisas que sustentan un modelo de producción de la riqueza (y determina infames reglas de distribución), y la conclusión certera, inevitable, de un silogismo económico cuya pureza lógica ha suscitado desde hace mucho la indignación de los observadores imparciales. Importa antes entender que ese modelo y ese sistema, los acuerdos que una nación establece con sus acreedores, los condicionamientos que impone una multimillonaria deuda de origen incierto y legitimidad improbable, no responden simplemente a una decisión autoconsciente, voluntaria, de una nación concebida como autonomía soberana y dueña de sí.
No sólo porque somos freudianos y tenemos alguna idea de la multiplicidad de nuestras servidumbres yoicas, sino porque cualquiera sea la concepción que se tenga del inconsciente después de Freud (y no, desde luego, a partir de Von Hartmann), resulta a todas luces estéril trasladar sin mediaciones las verdades hipostasiadas de la clínica del sujeto al espacio de la dinámica colectiva. Nos precipitaríamos –el verbo nos ubica en las alturas– en una suerte de filosofía –con “zapatos de goma”– y, al hacerlo pondríamos en evidencia la misma voluntad de dominio que acompaña su desarrollo desde Platón.

Entre las diversas formas de intervención de los psicoanalistas en la política, podríamos caricaturizar la eventual atracción que su personaje ejercería en una campaña electoral. J. Salessi («Médicos maleantes y maricas») ha sabido relatar ingeniosamente la historia argentina como una metáfora extraída de los anales del higienismo, describiendo la oferta habitual del candidato político como un médico capaz de curar las dolencias del país. ¿No sabría el psicoanalista encarnar la definitiva esperanza de curar de una vez por todas la locura argentina?
La ocurrencia no resultará del todo un disparate si se tiene en cuenta que es apenas por pocos votos que Slavoj Zizek marra la presidencia de Yugoslavia. Lo que, representando de por sí una curiosidad, interroga más allá de lo habitual el lugar que debemos dar a lo que, sin mayores precisiones, se denomina «estudios culturales». ¿Metalenguaje sociológico? ¿Filosofía antropológica? ¿Psicoanálisis sin clínica? Dudas que dejan en pie un problema fundamental: ¿Cómo se articula la aparición pública del psicoanalista, fuera de toda promoción personal, en relación al ejercicio efectivo del poder? ¿Cuál es su alcance? ¿Su eficacia?
¿Puede su intervención, tome la forma que tome, operar efectivamente sobre la realidad cultural? ¿Con qué restricciones? ¿Con qué consecuencias? Para plantearlo con mayor precisión: ¿cuáles son la condiciones que otorgan a lo que correría el riesgo de convertirse en un mero ejercicio intelectual, efectiva capacidad operativa sobre lo real de la organización social?

3) Ciertamente, la situación política argentina abre una vastísima perspectiva de la que, si no la padeciera cotidianamente, podría disfrutar intelectualmente a plenitud. En economía, el ex presidente uruguayo Sanguinetti reconoce dos grandes enigmas: ¿cómo una ínfima isla puede devenir potencia mundial y cómo una potencia mundial puede devenir ínfima isla? La sola puesta en contigüidad de estos dos enigmas, Japón y Argentina, induce un sinnúmero de respuestas plausibles. Porque hay en nuestra crisis nacional algo excepcional, inédito, que junto a la curiosidad de los economistas, despierta el interés de los políticos, la imaginación del militante globalófilo y preocupa al Departamento de Estado por afectar intereses multinacionales y amenazar la seguridad continental. Los análisis de sociólogos, politólogos, intelectuales y organismos financieros se suceden. Corridas de toros, foros internacionales, colectas de fondos, esta nueva Biafra pone en escena una insólita patología destructiva que prescinde de la guerra y la catástrofe natural.

Se trata del quiebre de un modelo económico cuya aplicación local ha sido elevada al estatuto de paradigma y que, instrumentado en el contexto de la caída del Muro de Berlín, constituye a la vez su consecuencia y su expresión. La versión autóctona de ese modelo promueve una agresiva política de privatizaciones que reduce el poder de intervención del Estado, establece una amplia apertura de la economía a la inversión extranjera, disminuye drásticamente los aranceles de importación, orienta los fondos de retiro hacia el sector privado, y alinea automáticamente la política exterior del país con la de la superpotencia dominante, con la que se enorgullece de haber establecido “relaciones carnales”.
Vale decir, un menú de recetas ortodoxas condimentadas con la sal de ser aplicadas en un país que no sólo reconoce poca afinidad con ellas, sino que ha expresado una histórica y visceral resistencia, y que presenta, además, por sus características de población, producto bruto e ingreso per cápita, a pesar de su remota ubicación geográfica, rasgos semejantes a ciertos países europeos periféricos. Que esas políticas hayan sido alentadas por los organismos financieros, que el Fondo Monetario Internacional haya homenajeado al presidente que las gerenció, y que el ministro de economía que las instrumentó –piloteando incluso su naufragio– haya sido considerado el más valioso economista de América Latina por el Banco Mundial y enviado a apagar las crisis de Rusia y Ecuador, son ingredientes que realzan al plato su sabor.

Desde luego, no se trata sólo de un experimento académico –aunque se hayan ensayado técnicas de laboratorio–. Se trata del trabajo, la salud, la educación de seres de carne y hueso que varias generaciones atrás habían accedido a ellos, y de cuantiosos intereses que afectan la rentabilidad de empresas transnacionales, concerniendo marginalmente al mercado de capitales. Su quiebre incidirá, seguramente, en el futuro de una región sobre la que el país tiene una influencia nada desdeñable.

Detalles todos que han sido omitidos, relativizados, confundidos, cuando esos mismos organismos internacionales se han propuesto disfrazar su propia responsabilidad en la debâcle, agitando el fantasma de supuestos populismos que, si existen, representan antes la consecuencia que la causa del fracaso de estas recetas de mercado aderezadas por sus más prestigiosos chefs.

Han sobrevenido, además, fenómenos que desplazan las imágenes del devastamiento afgano en las pantallas de televisión, conmoviendo la rutina del espectador global: un reality show de marchas, tumultos, saqueos, policía montada, balas de goma, un hombre que se desangra en las escalinatas del Congreso de la Nación... Un gobierno elegido democráticamente dos años antes, es destituido, democráticamente, por su base electoral, al ruido de un pacífico cacerolazo.
El extraordinario agitar de cacerolas del miércoles 19 de diciembre de 2001 será agendado en el calendario de la sociología mundial, como un acontecimiento a poner en serie con las marchas de silencio por el esclarecimiento del asesinato de María Soledad en la Provincia de Catamarca, y las heroicas rondas de las Madres de Plaza de Mayo con sus pañuelos blancos. Se trata de movimientos imprevisibles, espontáneos, inéditos, cuyas consecuencias incalculables sorprenden a sus propios agentes, inscribiendo lo que estaba allí y no se percibía, de un modo que, a partir de entonces, no puede ser negativizado.

Todo ocurre, además, en el seno de una población de apariencia occidental, cristiana, de lengua latina, que ejerce sus reclamos en el marco de una escenografía urbana (no usa burkas, largas barbas, ni porta lanzagranadas sobre el fondo de un paisaje lunar), lo que confiere a la escena una inquietante familiaridad. Reside allí, seguramente, una de las razones de ese curioso recurso al sarcasmo por parte de los voceros del stablishment mundial, completamente extemporáneo en relación a lo doloroso de la situación: «A nosotros no nos puede pasar». Tratándose de una nación que entra en default y parece elegir la cesación de pagos, los pronósticos de mayor sufrimiento, proferidos con el tono oracular de un odontólogo sádico, atienden a los presuntos riesgos de contagio: «Eh! Vosotros! Los otros! A ustedes no les debe pasar!»

4) Porque, desde luego, la crisis argentina abre también una vía paradójica de esperanza. No se trata sólo de la etimología griega que vincula toda crisis a la posibilidad de cambio, ni del ideograma que la declina en chino como oportunidad, aún si en los sedimentos de la lengua se articula frecuentemente una verdad. Ocurre que en este mundo súbitamente unipolar, donde las nociones de historia y de progreso han sido vigorosamente sacudidas, en este tiempo en que la disidencia tiene sabor a idealismo, y la utopía fama de sueño irrealizable, la imagen del alboroto argentino, con sus desesperados-desempleados y su clase media-mierda entregándose desenfadadamente al placer de hacer barullo [“no sé lo que quiero, pero lo quiero en dólares”, escribe una leyenda en la pared], pone en el centro de la escena de este mundo y este tiempo algo que se creía superado, inútil, erradicado para siempre: la protesta. ¿Acaso las cosas podrían ser de otra manera?

«Piquete y cacerola, la lucha es una sola».

La aparición de nuevos sujetos sociales entusiasma a nuestros pensadores (cosa fareremo senza voi, inteletualli de sinistra?); en particular, cuando el tropiezo letal del socialismo real pone seriamente en duda la noción de partido como herramienta de transformación, y cuando la revolución informática que extiende la proletarización a cada rincón del planeta, desvanece, simultáneamente, el valor emancipatorio de esos dispersos proletarios como clase.
Emerge entonces, inesperada, la sorprendente silueta del “piquetero”, hombre que, sin trabajo y sin subsidio, es expulsado al espacio exterior de la nave del mercado, estratosfera desde donde se propone reentrar obstaculizando la marcha colectiva. Asociado a otros, conforma lo que se denomina un “piquete”, término cuyo paradójico origen reenvía a la noción de huelga, cese laboral electivo en la era moderna que se ha vuelto coercitivo en la posmodernidad.
El piquete no es ahora “de huelga”, sino de reclamo de trabajo, o, en su defecto, de planes “trabajar”, según la ironía con que nuestros ocurrentes dirigentes han bautizado la miseria que administran con cuentagotas y criterio clientelista a unos selectos jefes de familia sin empleo. Si el síntoma es “la verdad que se opone al saber desde el lugar del goce” según la definición lacaniana que atribuye su anticipación a Marx, vale decir “aquello que se opone en cruz a que la cosa marche”, estos hombres desesperados que cortan rutas y caminos impidiendo la circulación de mercancías y su comercialización –y cuyo ocio forzado no es sino el desecho del progreso productivo y su creciente eficientización–, encarnan el paradigma del síntoma en sentido lacaniano. Ellos son la verdad que, en los márgenes, clama su inclusión en el saber que no se quiere saber, desperdicios de un goce que no puede ser reabsorbido en la trama simbólica que lo produce.

Tenemos, por otra parte, las cacerolas. Provenientes de ese sector de la pirámide social que ha logrado escatimar algunos dólares, y que, encandilado por los intereses usurarios que el sistema financiero garantizaba vía la expoliación del Estado deficitario y el agobio del aparato productivo, han visto evaporar las migajas duramente conseguidas en beneficio de la generosa torta bancaria. Las cacerolas despiertan, por ello, un sentimiento ambivalente respecto al oportunismo que las caracteriza.
El escritor Rivera le hace decir a Rozas en su novelita «The Farmer»: «Al final de mi vida constato una de las verdades patrióticas: si quieres gobernar, puedes contar con la cobardía incondicional de los argentinos». Esa clase media, que ha visto secuestrar a los hijos de su vecino sin chistar («por algo será»), que se ha plegado cómplice al monumental vaciamiento de la nación a cambio de la promesa de un primer mundo de pochoclo y microchip, y que, insensiblemente, ha realimentado el vampirismo financiero del que creía poder nutrirse, observando, impávida, la anemia del organismo social, esa clase media que asiste por televisión al cierre de las fábricas y talleres de los otros, el achicamiento del Estado y su secuela de náufragos, el deterioro de los servicios hospitalarios (“¿qué prepaga tenés?”), la decadencia de la escuela pública (“envío a mis hijos al Liceo”), en fin, la exclusión de millones de personas del circuito de la dignidad, ... esa clase media es capaz de salir a defender, como una leona enfurecida, la cría de sus plazos fijos!

Pero, a no dudarlo, esa clase mojigata, cholula, arribista, trepadora, moralista, prejuiciosa, genéticamente oficialista, soberbia, necia, presumida y ambiciosa, esa clase mierda representa lo más íntimo de nuestra idiosincrasia; es al fin de cuentas ella la que confiere a nuestro pueblo su perfil y su peculiaridad. Por lo que, aún ignorando si el país tiene solución, sabemos de antemano que no podría tenerla sin ella.

Por otra parte, debo confesarlo: es maravilloso (¡música! ¡moozikka!) escuchar los aguerridos clipoteos de la cacerola y el cucharón, tintineos de llaves, bocinas, botellazos, ese espíritu guerrero que sobrevuela la rutina para escalar mancomunadamente las soberbias alturas de la indignación, descubriendo el sentimiento masivo de pertenecer, de formar parte, lo que se adivina como la silueta de una comunidad posible ... Y, al día siguiente, toda esa embellecida gente se despierta más solidaria, más generosa, más alegre, como después de haber hecho el amor ... Pero enseguida nos asalta la prevención freudiana: ¿la dinámica multitudinaria nos conduce al añorado restablecimiento de un lazo social que el desmadre pulsional capitalista tiende a hacer añicos, o a reencontrar simplemente ese “placer de aullar en la manada” que en «Psicología de las masas...» no hace más que preanunciar las vísperas de lo peor?

5) Dejaremos a los estudiosos demarcar el horizonte histórico sobre el que se recortan las nuevas configuraciones del piquetero y la multitud, ya que seguramente Paolo Virno, Toni Negri o el propio Agamben se encargarán en poco tiempo de hacérnoslo saber. Por el momento, me prevengo simplemente ante el facilismo de depositar en sus figuras un exceso de entusiasmo, la tentación de vislumbrar en ellas la vía de un cambio que se querría revolucionario. Porque pese a la voluptuosidad política de sus formas, constituyen antes el testimonio patético de un estrepitoso fracaso que la anticipación venturosa de un logro por-venir.
De hecho, las reivindicaciones de las que los piquetes y las cacerolas se hacen portadoras son tan progresistas como pueden serlo las consignas que orienta el programa económico de cualquier partido centrista en Europa: trabajo, subsidio al desempleo, capacitación, regulación del sistema financiero. Esto es, manifiestan, sobre todo, el anhelo de la implementación de un sistema más eficiente, más estable, más rentable ... más capitalista. Lo que si no suena demasiado heroico, expresa sin embargo una larguísima lucha que tiene sus héroes y sus mártires, sus combatientes y sus muertos, que pueden ser contados por millares.

Cualquier argentino, peronista o no –distinción que tamiza fifty fifty la población–, es capaz de recitar de memoria el decálogo de aquellas “verdades” que el propio General se encargaba de inculcarnos cuando niños para que tengamos “un subconsciente peronista” [sic].
La mayoría de ellas causarían escozor al ciudadano medio:
A) “Para un peronista no hay nada mejor que otro peronista” (pan con pan ¿comida de zonzos?)
B) “Para los amigos todo, para los enemigos ni justicia” (¿todos iguales ante la ley?). Se trata de una serie de proverbios que tienen la capacidad de regir el funcionamiento de la masa, ordenar su comportamiento, regular su modo de pensar, evidenciando la vocación de consigna imperativa que porta en su estructura el significante. Hay algunas que, pronunciadas hace cincuenta años, estaban destinadas a nuestro hoy:
C) “El siglo XXI nos encontrará unidos o dominados”. O aquélla que, en su terrible actualidad, desnuda nuestra tragedia:
D) “La patria dejará de ser colonia o la bandera flameará sobre sus ruinas”.

Más allá de cierta belicosa musicalidad que podría resultar perimida a las orejas posmodernas, estas consignas sitúan en primer plano la cuestión nacional como un conflicto inherente a nuestro posicionamiento geográfico del que la crisis actual no constituye, finalmente, más que un capítulo. Como lo señala Alejandro Kaufman, los inmigrantes europeos que poblaron nuestras tierras nunca renunciaron a volver a su patria , y estaban decididos a hacerlo desde nuestro propio país.
El sueño de nuestros abuelos de construir una nación autónoma y desarrollada vira en pesadilla cuando el neoliberalismo se impone a sangre y fuego con la violencia del vencedor. El modelo económico que resiente los cimientos sociales, culturales y políticos de nuestra sociedad, sumergiéndola a la prueba de su desintegración definitiva, ha sido impuesto hace veinticinco años al precio de más de treinta mil muertos, y en el preciso lugar donde el abrazo de los dos populismos (Perón y Balbín), y con él, la última esperanza de nación, no pudo ser traspuesta más allá de la foto.

Debemos creer –es nuestro deber sostener el deseo de vivir, viviendo aquí– que la gravedad de esta hecatombe señala también la oportunidad de un nuevo inicio del camino, en el que este país impúdicamente rico y generoso podría reencontrar la grandeza que nuestros abuelos –que son hermanos de los vuestros–, soñaron alguna vez para él.
Pero ese destino sólo podrá materializarse, si nuestra europea subjetividad acepta reconocerse, en sus posibilidades y en sus limitaciones, como propiamente latinoamericana. Hemos conocido la dictadura cuando la región la padecía; recuperado la democracia a la hora de la democracia; padecido la inflación cuando la inflación latinoamericanizaba; y la estabilidad, cuando la estabilizaban. ¿Qué debemos pensar cuando México tiene el 70 % de su población bajo la línea de pobreza, Venezuela 80, y Brasil 50? ¿No se encuentra allí el contexto donde nuestros escandalosos quince millones de pauperizados encuentra su irracional racionalidad?

No se trata de pura geografía sino, en sentido estricto, de geopolítica. Lo que en términos continentales significa compartir una común debilidad de las clases dirigentes (sociales, económicas, políticas) de la región, para imponer mínimas condiciones impositivas y de reinversión local de las ganancias a la escandalosa rentabilidad de los capitales multinacionales, en el marco de una economía coercitivamente mundializada. Con lo que los recursos tecnológicos del Siglo XXI nos devuelven, en un abrir y cerrar de ojos, a la realidad del Siglo XIX. Y tropezamos con el problema de nuestra “extranjeridad”.

6) «Les Argentins -decía Borges- sont les européens qui habitent dans la banlieu du monde». Pese a su inexactitud, esta expresión porta en su humorada una verdad escandalosa. Porque los argentinos siempre lo «supimos», nos enorgullecimos de «saberlo» hasta la soberbia, para granjearnos el rencor de nuestros hermanos continentales, cuyas guerras emancipatorias compartimos hace dos siglos como una nación única.

Ahora que la banlieu revela no ser ya las incontaminadas afueras de la metrópoli, sino un pesado suburbio de smog y sevillana, la cuestión de la propia identidad nacional, nuestro europeísmo, nuestra latinoamericanidad, vuelve a interrogarnos en lo más íntimo de nuestra subjetividad. ¿Qué significa saberse argentino? ¿Saberse extranjero en Argentina? ¿Argentino en el extranjero? ¡Eh, vosotros, argentinos de Madrid! ¡Italianos de Dock Sud! ¡Judíos de Villa Crespo! O vosotros, gallegos de Argentina, que devenis argentinos en Galicia (!).

Tal vez ayude el chiste de Alfred Jarry con el que Lacan se permite evidenciar el carácter propiamente significante del significante: «Viva Polonia! –dice–, porque si no existiera Polonia no existirían los polacos». Lo que insinúa el carácter verdaderamente patafísico de nuestra esencia. Porque a los argentinos no nos une tanto el hecho de ser argentinos –lo que más bien tiende a separarnos–, como el hecho de que por serlo, nos sabemos extranjeros. El argentino es precisamente aquél que se siente extranjero en todas partes y, en primer lugar, en su propio país. (Otra manera de conjugar la paradoja que hizo famoso a Russell).

Benvenuta entonces su pregunta estimado Sergio, a la que prefiero responder, para despedirme, en términos personales. Bisnieto de bigourdanos de los Pirineos franceses por una parte, bisnieto de lombardos del Lago di Como por la otra (lo que me ha provisto intelectualmente de una francofilia próxima a la debilidad mental y civilmente de una ciudadanía italiana fruto de la disponibilidad materna y la propia prevención), por mis venas corre sangre indígena, alemana, inglesa, ¿judía?
... Pedigree característico con el que puedo considerarme argentino como el que más, exponente de una raza alquímicamente pura. Si en un rinconcito de ese corazón argentino se estrujan el dulce de leche, el mate, el asado y la camiseta de la selección, en otro, por supuesto, Evita baila el tango del brazo con Freud. Y aunque el psicoanálisis argentino es cartesiano (luego existe), no constituye menos una pasión. Viena es Bariloche, los Alpes los Andes, Lacan está más vivo en la calle Corrientes que en Saint Germain de Près.

Razón por la que nunca pensé que pudiera haber contradicción entre el psicoanálisis extranjero y el argentino. No sólo porque como decía recién, el psicoanálisis argentino es intrínsecamente argentino, vale decir extranjero; sino porque el psicoanálisis europeo es actualmente europeo, en parte, gracias a (o por culpa de) los argentinos. En efecto: Masotta y la diseminación setentista han cumplido una tarea constituyente en la actual configuración lacaniana mundial, al haber llevado el lacanismo a Brasil, España, y, en menor medida, a Venezuela, México, Colombia, Australia.

Lo cual significa en parte que no se trata tanto de que el psicoanálisis argentino se haya europeizado, como de que los europeos alcanzados por el psicoanálisis se han probablemente argentinizado, sin tener la menor idea de ello. Vale decir, una renovada figura de la peste de la que el presente encuentro virtual no representa, al fin de cuentas, más que otra expresión bubónica. Si se me permite el abuso metafórico: si Francia es y será la Arabia Saudita del lacanismo, Buenos Aires está destinada a ser su Meca.

Para concluir querría recordar que existe desde luego en psicoanálisis, como en todas las expresiones culturales, un riesgo posible de cholulismo, y siempre habrá quienes mirando el Obelisco creerán reconocer en él la silueta de la Tour Eiffel. Pero nuevamente aquí me parece más valioso responder a título personal, a partir de mi propia experiencia. Porque de hecho, mi actividad pública más notoria como psicoanalista consiste en editar, dirigir y escribir desde hace 10 años una revista titulada «Psicoanálisis y el Hospital», publicación semestral en forma de libro que, al tiempo que se propone alentarlos, pretende recoger los testimonios de quienes entienden sustentar su práctica en el deseo del psicoanalista en el ámbito institucional.
Nos inscribimos así en la larga historia del psicoanálisis argentino, con sus vicisitudes y sus impasses, así como en las vicisitudes y los impasses de nuestra realidad institucional, incluyendo, desde luego, las desdichas inherentes al campo de la salud mental. Propagamos gustosamente en ella las luces del psicoanálisis europeo centrado en torno a la enseñanza de Lacan, sin desconocer que la conjunción psicoanálisis – institución asistencial que allí exploramos, ha podido darse hasta ahora únicamente en nuestro medio con semejante vitalidad.

Es desde allí que nos proponemos influir la realidad en nuestro medio, esto es, nuestra realidad. Somos psicoanalistas y somos argentinos; vale decir, pasionales. Nuestros estudios no aspiran una modalidad académica y adquieren a menudo la emotividad de lo que se experimenta a vida o muerte. Es por eso que en nuestras discusiones, nuestros debates, nuestros escritos, intentamos intervenir sobre la realidad cultural de un modo que querría ir más allá de la acumulación de saber. La erudición no podría, a mi juicio, constituir mucho más que una escenografía, un recurso borgiano de estilo, jamás el campo donde nuestra intervención podría agotarse.

Interrogarse entonces por el horizonte político de nuestras intervenciones, el alcance efectivo de una interpretación en las coordenadas de un tiempo y un espacio determinados, exige alcanzar el real al que esa operación se propone dar tratamiento. Por atractivo e ingenioso que pueda resultar, la lógica del acto analítico nos exige ir más allá del “estudio cultural” para procurar alcanzar una dimensión que, aún situándose en el plano de la cultura, merezca ser calificada propiamente de clínica. Somos en ello freudianos consecuentes. Porque la discursividad que el psicoanálisis inaugura alcanza su real cuando establece un corte definitivo en la subjetividad de Occidente; y, por cierto, el sujeto no se percibe a sí mismo, a su mundo, ni a sus intereses, del mismo modo antes o después de Freud. He ahí la referencia política que, entiendo, debería orientarnos.

Es lo que me proponía transmitirles. Gracias, entonces, por la invitación; y si habéis llegado hasta aquí, gracias doblemente, puesto que debo agradecerles la paciencia.


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