Si
partiéramos cómo no hacerlo- del escenario
dantesco que estamos viviendo hoy los argentinos, podríamos
afirmar que el gobierno ha perdido la capacidad de formular
posibilidades futuras de una vida colectiva mejor y más
segura. Esto produce no solamente empobrecimiento, sino, y
fundamentalmente, desconcierto y desorientación.
Pero
si hiciéramos un esfuerzo analítico, veríamos
que ésta ya no es una situación de gobierno, sino de
Estado, ya que desde 1976 hasta ahora, en dictadura o en democracia,
con radicales o con peronistas, se viene ratificando y consolidando
la impotencia del Estado Argentino para conducir estratégicamente
a la sociedad en relación a una vida colectiva digna y viable
para todos.
Este
Estado produce tres subordinaciones a nuestro criterio de alta
regresividad: subordina la Nación al Mercado, la Política
a la Economía, y lo Público a lo Privado, y estas tres
subordinaciones tuvieron un momento fundacional, a partir del
desarrollo y auge del terrorismo de Estado.
A
partir de entonces, y es doloroso reconocerlo, los gobiernos
democráticos que se sucedieron representan, para la
Argentina, la continuación de la dictadura por otros métodos,
desde otros espacios y con otras armas: si hasta 1983 la dictadura
se disparaba con armas de fuego y desde los cuarteles militares,
finalizando esa década la dictadura se desplazó desde
los cuarteles hacia el Ministerio de Economía, y las armas
fueron primero la hiperinflación y ahora el riesgo país.
El
resultado, desde distintos espacios y con distintas armas, fue la
constitución de una sociedad ya no sólo empobrecida y
desorientada, como recién decíamos, sino también
aterrorizada, primero por las armas y las desapariciones físicas,
luego por la amenaza permanente de la muerte simbólica. Es
desde aquí que me parece que podría adoptarse una
mirada fructífera para analizar lo que ya es para nosotros
conocido, en términos de fractura cultural, disgregación
política, desarticulación social.
Este
es el Estado que tenemos que pensar. Pero ¿cómo
pensarlo? Inclusive, como se pregunta algún autor:
¿Vale la pena pensar el Estado hoy? ¿Qué tipo de
democracia es viable hoy, en la era de la globalización? ¿Cómo
pensar nuestro Estado en el horizonte de una creciente pobreza de
nuestros países, y una creciente abundancia del mundo
desarrollado? ¿Cómo pensar un Estado en un mundo
globalizado que ha alcanzado una desigualdad jamás conocida en
la humanidad, en la que el quintil más pobre sobrevive con el
1% de la riqueza creada por los humanos, en tanto el quintil más
rico se apropia del 86% de esa riqueza?
El
gran campo de tensión se ubica, a mi criterio, entre Estado,
pobreza, exclusión, necesidad, deseo y demanda de justicia e
igualdad.
Veamos
algunos comportamientos visibles y ya muy estudiados del actual
Estado neoliberal:
Un
supuesto que aparece como naturalizado y que de alguna manera
se relaciona con lo que llamábamos subordinación de la
Política a la Economía- es que existe una zona vedada
a la intervención de las fuerzas democráticas, y esa
zona es la macroeconomía. La macroeconomía es
prohibida e inmune a la democracia. La macroeconomía es una
zona restringida en donde rigen las decisiones directas de los
grupos económicos y de las organizaciones multilaterales de
crédito, y allí no tienen acceso las fuerzas que
operan en el campo de la política y de la sociedad civil. La
economía queda así como área de decisión
expropiada al juego democrático. Pero el problema es que sin
democratización de la economía es muy difícil
sostener la existencia de un Estado democrático.
Un
segundo supuesto que nos ataca directamente es que la intervención
del Estado neoliberal en la cuestión social sólo tiene
sentido si repone las condiciones del mercado, si compensa sus
fallas; con lo cual, las nuevas políticas sociales, en su
carácter compensatorio, no sólo suplantan sino que
instauran el mercado.
Esto
significa que el carácter benefactor del Estado se mantiene,
pero han se han desplazado sus destinatarios, puesto que hoy el
Estado beneficia al mercado y a sus amos. Y decimos esto porque
cuando pensamos en la abdicación y repliegue del Estado esto
no debe referirse sólo a sus tendencias intervencionistas en
la regulación de la cuestión social, sino que también
ha abdicado de la necesidad de imponer límites a la
explotación, y por tanto al control de la tasa de ganancia.
Lo
que queda de acción compensatoria del Estado frente a la
cuestión social, recurre a programas de alcance tremendamente
limitado respecto a las crecientes necesidades sociales, y se
desarrolla para atenuar los efectos de las medidas macroeconómicas,
para que éstas puedan desarrollarse con control de la
conflictividad social que ellas mismas generan. Responde no a una
razón sustantiva sino instrumental, en tanto no se parte del
reconocimiento de derechos sociales de la población, sino de
la conveniencia de tender mallas de contención frente al
conflicto, en lo que se viene llamando ciudadanía asistida,
con base en cálculos de costo-beneficio, y con la
preeminencia del consumidor por sobre el ciudadano, del control por
sobre la promoción y de la piedad y el deber moral por sobre
el derecho reconocido.
Este
nuevo Estado, verdadero rehén del establishment
neoconservador, permea velozmente al conjunto de la sociedad, y crea
un nuevo sentido común, generando una nueva
autointerpretación que se impuso como estrategia dominante de
la discursividad. En esta discursividad hegemónica, se ha ido
cristalizando la idea de que el Estado es per se mal administrador y
mal negociante, que hay que achicar el costo de la política,
que la corrupción es producto de la regulación, que la
privatización es el único camino para derrotar la
corrupción y la falta de competitividad...
En
esta tarea de instauración de una nueva interpretación
social acerca del Estado, además de los medios de
comunicación, jugó un papel fundamental también
el discurso académico, a través de las corrientes
tecnocráticas del pensamiento social, que tienen correlatos
muy precisos al interior del campo del Trabajo Social. Se trata de
la pretensión del pensamiento único que encuentra su
correlato en la intervención técnica, que también
manifiesta sus pretensiones de única.
El
pensamiento tecnocrático, fiel a una lógica
descendente que se origina en el Estado y se dirige a la sociedad
civil, apela a la racionalidad instrumental en sus decisiones. Esto
significa la reducción de la razón a una racionalidad
técnica, que selecciona estrategias al margen de la inclusión
de otras racionalidades; una racionalidad técnica que
transforma los problemas sociales en problemas técnicos de
costo-beneficio, cuya solución está en manos de
técnicos y al margen de cualquier discusión en el
espacio público; una racionalidad técnica que,
confundiendo interesadamente orden vigente con orden posible, acota
su horizonte a la administración del statu quo, y pretende
que la destreza y el buen oficio sustituyan a la conciencia y la
voluntad colectiva. Esta racionalidad técnica se expresa en
nuestra profesión a través de la neofilantropía,
expresión específica, para el Trabajo Social, del
neoliberalismo.
En
el marco planteado, me interesa advertir que a la crisis económica,
política, social e institucional, nosotros, como integrantes
del campo intelectual, tenemos que hacernos cargo de nuestra propia
crisis, que es una crisis de pensamiento., que se expresa como los
obstáculos que tenemos las distintas profesiones para
prefigurar en el imaginario social un horizonte viable que le
otorgue sentido a la posibilidad de un futuro más digno y más
amable para todos.
Decíamos
al comienzo que ha cristalizado una sociedad del terror. Creo que
tenemos que cuidarnos de los penosos aislamientos que produce una
sociedad victimizada. Tenemos que ser capaces de recuperar nuestras
mejores tradiciones, en las que los sujetos con los que trabajábamos
no eran víctimas sino que cada uno de ellos representaba para
nosotros la idea de un actor fundamental en la construcción
de un nuevo orden, no sólo necesitado, sino también
deseado por nosotros. Recuperar nuestras mejores tradiciones exige
renombrar, resignificar lo que hoy sólo es designado desde la
carencia, como pobres, como carenciados, como víctimas cuyo
destino, en el mejor de los casos, es la piedad de algún
voluntario o la bondad de algún poderoso.
Creo
que el esfuerzo por superar la crisis de pensamiento se corresponde
con el desafío de develar los núcleos teóricos
impuestos por el discurso neoliberal, que se pueden sintetizar en la
macabra idea de que no hay otra cosa posible, y de que cualquier
intento que emprendamos puede empeorar la situación. Esta es
la responsabilidad intelectual de la hora, éste es el
obstáculo principal a remover en las concepciones hegemónicas
internalizadas por nosotros. Es esto lo que nos permitirá
replantear la función intelectual, involucrándola en
la construcción política cotidiana.
Involucrarnos
en esa construcción requiere, para el Trabajo Social, pensar
la democracia ya no sólo como un Estado de Derecho, sino como
una sociedad de derechos. Parece que los piqueteros, las rutas
tomadas, las carpas montadas, el caleidoscopio todavía
incomprensible de protestas sociales, nos están despertando
del letargo producido por la mecedora de la democracia formal. Son
esas miles de personas que recuperan su condición de sujetos,
que crecen y se multiplican como colectivos organizados al margen de
lo instituido habría que hacer un estudio sobre la
cantidad de organizaciones que se autodenominan autoconvocadas, para
diferenciarse de todo cuanto existe-.
Es
falso suponer que el neoliberalismo se haya consolidado solamente por
la vía económica. Su triunfo consiste primordialmente
en su capacidad de imposición de los temas en la agenda de
debate, en su capacidad para permear al conjunto del sentido común.
Cabría quizá preguntarnos, en tanto Trabajadores
Sociales, si la propuesta hegemónica, a la que hemos llamado
descendente, que termina imponiendo la lógica tecnocrática,
es para nosotros una condena ineludible.
Esta lógica
descendente ha generado, a mi criterio, una nueva Reconceptualización
en nuestro campo. Pero a diferencia de la Reconceptualización
de la década de los 70, la actual es postsocialista,
conservadora, y sus condiciones de posibilidad están dadas por
la ausencia de cualquier visión que presente una alternativa
progresista respecto al actual estado de cosas, y que además
tenga credibilidad.
Por eso vamos a decir que se trata de un intento
conservador de reconceptualización. Rara mixtura de contenidos
premodernos y postmodernos, la posición conservadora se
expresa en el discurso neofilantrópico, que intenta la
reinstauración de una mirada de los problemas sociales
expropiados de su carácter relacional y social, y
resemantizados nuevamente como accidentes o fatalidades; esta
resemantización se completa con el desplazamiento desde una
concepción de la intervención social basada en derechos
sociales, hacia una concepción de la intervención
basada en la piedad y otros deberes morales.
De ahí la fiesta
actual del voluntariado y la olimpíada de la beneficencia,
que nos retrotrae, con nuevos ropajes, a la prehistoria de la
ciudadanía social.
¿Es
posible, para nosotros, en tanto profesionales que intervenimos
directamente en la cuestión social, replantearnos una utopía,
ya no prometeica, sino razonable, que permita reabrir un debate que
derrote a la reconceptualización conservadora? Creemos que sí.
Creo que nuestra agenda debería contener aspectos como los
siguientes: frente a un Estado que no marcha hacia la sociedad, o lo
hace a través de contenidos simbólicos pero sin ningún
bien tangible, habría que pensar cómo colaborar en la
marcha de la sociedad hacia el Estado. Una sociedad no de
beneficiarios o de destinatarios, sino de ciudadanos, y de ciudadanos
no sólo en cuanto status legal sino en cuanto actividad
deseable y ejercicio, como posibilidad de acceder a las condiciones
necesarias para la reproducción de su existencia.
Creemos que
la noción y la condición de ciudadanía opera
como una interfase entre Estado, mercado y sociedad, y construye
sujetos habilitados para producir desde la sociedad civil hacia el
Estado, lo cual afecta la manera como se toman las decisiones y
también sus prácticas concretas.
La generación
de proyectos ascendentes desde la sociedad hacia el Estado-
implica para el Trabajo Social pensar no sólo en términos
de Estado de Derecho sino también de Sociedad de Derechos. En
primer lugar, abandonar la concepción de los sujetos con los
que trabajamos como si fueran víctimas, por lo tanto
incapacitados para decidir su propio destino.
Abandonar también
la idea de beneficiario o destinatario para
reemplazarla por la noción de ciudadano activo, esto es,
sujeto de derechos pero también de responsabilidades. Esto
significa que en el ámbito de la sociedad civil deberemos
colaborar para disponer de ciudadanos a cabalidad. Es decir, de
actores que se apropian del marco institucional subyacente, que con
su accionar responsable reivindican su participación en la
toma de decisiones que afectan su propio destino. Ciudadanos capaces
de exigir propositivamente al Estado en correspondencia con la gama
de retos que conlleva la coexistencia de lo local, lo nacional y lo
global.
La
dialéctica entre derechos y responsabilidades ha de jugarse, a
nuestro criterio, en cada estrategia de intervención.
Articular demandas, propender a la mayor inclusión posible,
estructurar propuestas, argumentar, participar activamente en las
disputas por otorgarle un sentido a las necesidades sociales y a los
modos de enfrentarlas, esto es, participar activamente en los
procesos de transformación de un conflicto en una demanda
aceptada en la agenda de la administración pública.
Fortalecer el espacio público societal, propugnando el pasaje
desde una racionalidad técnica a una racionalidad sustantiva,
capaz de generar interlocutores que interactúen en las
diversas organizaciones del Estado y la sociedad civil, exige el
abandono de la concepción de sujetos receptores y la
activación de la concepción de sujetos receptores,
emisores y productores de discursos.
Esto es, contribuir a que los
sujetos superen la posición de espera y ocupen la posición
de interventores. Que abandonen la posición asignada de
destinatarios y se constituyan como ciudadanos. En este proceso de
redefinición identitaria, es mucho lo que los trabajadores
sociales podemos aportar: en primer lugar, ampliar los mecanismos de
inclusión social, abandonando viejos criterios clasificatorios
estigmatizantes para reemplazarlos por la definición concreta
de intereses concretos de sujetos también concretos.
En
segundo lugar, colaborar en los procesos de ampliación de la
esfera pública, promoviendo la visibilización de las
políticas sociales y el control ciudadano de las mismas. Para
ello, nuestras organizaciones colectivas, tanto académicas
como gremiales, se tornan claves.
Como
lo expresa Bourdieu, lo que está en juego es inventar
progresivamente una nueva figura de la acción intelectual, en
ruptura con los modelos del intelectual orgánico o
del compañero de ruta, capaz de agrupar y hacer
circular energías, analizar y hacer circular los análisis,
en definitiva, resistir intelectualmente a la hegemonía del
pensamiento neoliberal.
Nuestra
gente ya lo está haciendo, se está desperezando. Es de
esperar que nosotros hagamos lo mismo.