La
construcción y reconstrucción de las relaciones
espaciales
y de la economía espacial global como
Henry
Lefebvre agudamente observa ha sido uno
de los medios principales que permitieron la
supervivencia
del capitalismo en el siglo XX.
David
Harvey.
Justice, Nature & the Geography of Difference
|
Introducción
El
presente trabajo tiene como objeto el adelantar algunas conclusiones
a las que hemos arribado en el estudio de los procesos de apropiación
del espacio público. Estas conclusiones, que por el momento
revisten un carácter preliminar, forman parte de un proyecto
de investigación que el autor está desarrollando en la
actualidad en la Universidad Nacional de La Plata
y constituyen a su vez, el punto de partida para la indagación
de una particular forma de apropiación privada del espacio
público la gestión privada de servicios
públicos, como marco general de una Tesis de Maestría,
próxima a ser presentada.
En esta instancia, se trata de un avance sobre los principales
componentes que hacen a la construcción de un campo
teórico-epistemológico adecuado para el análisis
de categorías y variables constitutivas de los procesos de
privatización de los productos sociales. Desde este punto de
vista, nuestras conclusiones alcanzan niveles provisorios por cuanto
deberán ser contrastadas en el futuro mediante el análisis
de los procesos de privatización de los servicios públicos
urbanos, escenario por excelencia de las formas de apropiación
capitalista en el marco del actual período histórico de
ajuste estructural neoconservador.
Con
el objeto de orientar la lectura de este informe, presentamos a
continuación las principales hipótesis que guían
nuestra investigación:
Los
servicios públicos constituyen condiciones generales
para la producción y reproducción capitalista, y
revisten el carácter de producto social en tanto
son construcciones históricas en su campo material y en su
carácter de significante político.
La
apropiación de los espacios públicos reviste formas
materiales e inmateriales. Ambas formas se solapan y desdibujan
entre sí, encubriendo procesos de segregación y
desigualdad por lo que, la mirada desde una sola aproximación
impide dar cuenta de la verdadera dimensión del proceso.
La
gestión privada de un servicio público implica una
redefinición de lo público en tanto se
enmarca en la transferencia de un producto social en una mercancía
(capital-privado). La apropiación de este producto social por
parte del capital, tiene graves consecuencias para la población
en materia de exclusión, segregación y desigualdad.
Toda
apropiación del espacio público se oculta tras alguna
mediación que dificulta su transparentación en
términos de relaciones desiguales. Esta mediación
consiste en mostrar como público algo que en última
instancia no lo es sino meramente en su enunciado. De este modo,
bajo la denominación de "lo público"
subyacen fuertes procesos de segregación y desigualdad.
La
propia conceptualización de "lo público"
como escenario de lo democrático, representativo, igualitario
y de interés de toda la sociedad, requiere ser resignificado
a la luz de nuevos encuadres teórico-epistemológicos y
nuevas formas de exclusión social y desigualdad.
Encuadre
epistemológico. Necesidad de resignificación de la
categoría espacio.
Entre
los distintos recortes disciplinares establecidos en el campo de las
ciencias sociales, la Geografía se ha caracterizado por tener
un planteamiento epistemológico que parte desde un enfoque
espacial de las relaciones sociales. No es esta desde
ya la única ciencia dedicada al estudio del espacio o el
territorio, pero esta particular forma de mirar a la sociedad
constituye desde hace más de un siglo un elemento sustancial
del objeto y método de la ciencia geográfica.
Por
lo tanto, el espacio social es, en primera instancia un componente
que atraviesa los estudios geográficos, cualquiera sea el
enfoque teórico, epistemológico o metodológico
adoptado. Existe un rasgo de homogeneidad en torno a la aproximación
a la categoría "espacio" aún entre enfoques
teóricos con marcadas diferencias, y es que las epistemologías
construidas en torno de la categoría "espacio" se
han basado en una aproximación material
al espacio, donde la dimensionalidad constituye su momento
categorial por excelencia.
Esta particular forma de aproximarse ontológicamente a la
categoría espacio deviene de un fuerte racionalismo cartesiano
aplicado a las ciencias.
Partimos
de la idea de que el espacio, tal como fuera concebido por los
geógrafos a mediados del siglo XIX, lleva inscripta una fuerte
presencia racionalista; en segundo lugar aparece la idea que esa
racionalidad es coherente y funcional a la expansión
capitalista y sus necesidades de control social.
Sostenemos
la idea de una presunta identidad entre espacio y racionalismo, en el
marco del momento constitutivo de esta categoría ontológica
en el plano del discurso científico durante el siglo XIX.
En primer lugar, debemos considerar que la racionalidad que atraviesa
la lógica espacial es una racionalidad cartesiana,
puesto que tanto los filósofos como los matemáticos
portadores entonces del saber espacial siguieron las
huellas dejadas por Descartes, y concibieron un espacio geométrico,
material y objetivo cuyas coordenadas lo hacían perfectamente
aprehensible mediante el uso del instrumental racionalista.
Según
Lefèbvre, esta manera de pensar el espacio no fue la única,
pero sí la utilizada por los filósofos, quienes,
apropiándose del espacio (y del tiempo):
los
hicieron parte de su dominio, y lo hicieron en forma bastante
paradojal. Crearon espacios indefinidos de espacios:
espacios no-euclidianos, espacios curvos, espacios no-dimensionales
(incluso espacios con una infinidad de dimensiones), espacios de
configuración, espacios abstractos, (...).
Este
espacio construido desde la racionalidad sirvió de marco para
el pensamiento occidental a partir del siglo XIX y, como tal,
prevaleció en los discursos y las ideas que impregnaron a la
geografía y al conjunto de las ciencias sociales desde
entonces hasta nuestros días. Dice al respecto Derek Grégory:
en el transcurso del siglo diecinueve las concepciones dominantes
del espacio instalaron dentro del imaginario político de
occidente una presunta identidad entre racionalidad y
espacio; uno inscripto dentro del otro.
Esta
identidad, en el marco del proyecto modernista, deviene de las
necesidades de un capitalismo que se hallaba en plena etapa
expansiva, pero que estaba siendo profundamente cuestionado.
Un
espacio racional es un espacio ordenado, un espacio material
es un espacio tangible y, por lo tanto, controlable; de
hecho, la conquista y el control del espacio requieren, antes que
nada, que éste sea concebido como un elemento usable, maleable
y, por lo tanto, capaz de ser dominado por la acción humana.
Debemos dejar por sentado que la capacidad de manipulación del
espacio no está en manos de cualquier individuo o grupo
social, sino que es utilizada por la clase dominante.
Para
Harvey, tanto el tiempo como el espacio son fuentes de poder social y
como tales en las economías monetarias en general, y en la
sociedad capitalista en particular, el dominio simultáneo del
tiempo y del espacio constituye un elemento sustancial del poder
social que no podemos permitirnos pasar por alto.
Desde
este marco, Harvey encuentra que, en los albores del modernismo, las
epistemologías que dominaron el espacio no tenían otro
objetivo que la búsqueda del control social del espacio:
El
perspectivismo y el trazado matemático de los mapas lo
consiguieron como una concepción abstracta, homogénea y
universal del espacio, un marco de pensamiento y acción que
resultaba estable y discernible. La geometría euclidiana
proporcionó el lenguaje básico del discurso. Por su
parte, los constructores, ingenieros, arquitectos y administradores
de tierras demostraron que las representaciones euclidianas del
espacio objetivo podían convertirse en un paisaje físico
espacialmente ordenado. Mercaderes y terratenientes utilizaron estas
prácticas para sus propios fines de clase, mientras que el
Estado absolutista (con su preocupación por los impuestos a la
tierra y la definición de su propio campo de dominio y control
social) usufructuaba de la capacidad para definir y producir espacios
con coordenadas espaciales fijas.
No
en vano la geometría se constituyó en la ciencia del
espacio por excelencia. La propiedad privada del espacio (el
espacio-objeto-mercancía)
necesita contar con un espacio mensurable, capaz de ser
delimitado y, en consecuencia, apropiado formalmente (racionalmente);
de ahí que la parcelación del espacio (tanto urbano
como rural) responda a formas geométricas.
No
existe ejemplo más claro sobre las virtudes que el
racionalismo aplicado al espacio material poseen para el control
social, que la traza de calles y espacios públicos en las
ciudades de la modernidad (como La Plata), o las reformas que los
nuevos urbanistas producían sobre el trazado de
las ciudades medievales (como París). Probablemente sea el
nombre del varón Von Haussmann, el arquetipo modernista de las
prácticas espaciales brutales y autoritarias
epíteto que Lefébvre dedicó también
a Le Corbusier, arquetipo y arquitecto del racionalismo:,
cuyos asistentes los geómetras urbanos,
segregaron a los barrios obreros y pobres del norte y noroeste de la
ciudad mediante la traza de los bulevares que hoy otorgan fama a la
capital francesa.
Estos bulevares crearán un muro de
vehículos, tras los cuales se hallarán fragmentados los
distritos pobres.
Pero la intervención urbanística no
se limitaba a una configuración separatista (como
podemos apreciar en nuestros días en los cada vez más
numerosos country clubes y barrios cerrados, cuyo aislamiento y
diferencia son tan profusamente publicitados) sino que la
propia traza estaba inspirada en las necesidades de control. En
efecto, el ancho de las calles y avenidas estaban calculados teniendo
en cuenta los temores de Napoleón III a la movilidad de la
multitud sublevada, permitiendo que dos vehículos del ejército
se desplazaran en paralelo y posibilitando que la milicia disparara
hacia ambos lados de la calle.
Las consecuencias que tuvieron los
acontecimientos de París de 1871 por las dificultades
que tuvieron las tropas para llegar al centro de la ciudad,
sobre las teorías racionalistas de configuración
urbana, pueden ser perfectamente apreciadas en el trazado de la
ciudad de La Plata.
Las
famosas diagonales que Benoit trazó para la nueva capital de
la provincia responden a los criterios estéticos y
urbanísticos de la época, pero esta estética,
como cualquier forma de producción cultural, no es ajena a las
condiciones materiales sobre las que se constituye. Las posibilidades
de movilizar a las tropas rápidamente desde cualquier punto de
la ciudad es una impronta que se manifiesta claramente en la
ciudad de las diagonales, inclusive cuando los procesos
sociales de aquella época no presentasen síntoma alguno
que pudiera dar cuenta de la posibilidad de movilizaciones populares.
Por
otra parte, el racionalismo aplicado al espacio establece un control
sobre el propio espacio, con el objeto de potenciar las capacidades
reproductivas del capital, al tiempo que permite el control social a
través del espacio. Michel Foucault, quien ha estudiado la
estrecha vinculación entre espacio y disciplinamiento social,
analiza dos conjuntos conceptuales que establecen las bases del
encauzamiento. Por un lado, lo que denomina el arte de las
distribuciones, consistente en una serie de técnicas
vinculadas a la distribución de los individuos en el espacio
(desde una doble perspectiva material y simbólica) y, por otro
lado, la teoría del panoptismo como arquitectura de
vigilancia, donde la distribución de los espacios y, por ende,
de los individuos contenidos en y por dicho
espacio, se concibe como un factor de suma eficacia para el control y
disciplinamiento de la sociedad.
Ruptura
y nuevo paradigma
De
unos años a esta parte las ciencias sociales en general han
comenzado a plantear la necesidad de incorporar a la espacialidad con
mayor énfasis en el análisis de la sociedad: "En
lo que, estoy convencido, puede ser eventualmente considerado uno de
los más importantes desarrollos intelectuales y políticos
del siglo XX, una creciente comunidad de ciudadanos y eruditos ha
comenzado, tal vez por primera vez, a pensar acerca de la
espacialidad de la vida humana en el mismo sentido con que
persistentemente nos hemos aproximado a las que se han revelado
intrínseca y profundamente cualidades sociales e históricas
de la vida: su historicidad y su socialidad."
Lo
que aparece en este caso como significativo es que las nuevas
modalidades de aproximación a la espacialidad y por lo tanto a
la sociedad, tratan de hacerlo desde encuadres epistemológicos
que superan la tradicional visión racionalista del espacio,
esto es: la búsqueda en la constitución de un espacio
sustentado en componentes materiales (objetivos) e inmateriales
(subjetivos). Se plantea, por lo tanto la necesidad de construir un
abordaje científico del espacio geográfico que de
cuenta de esta transversalidad entre componentes gnoseológicamente
diferentes pero que remiten a una única instancia ontológica.
Quien
inauguró esta reteorización crítica fue sin duda
Henri Léfebvre, cuya obra La production de l´espace
debe considerarse el punto de partida de numerosas y fecundas
conceptualizaciones acerca de la producción social del
espacio, y su interrelación dialéctica con otros
componentes de la vida social.
Justamente,
Léfebvre construye su complejo teórico partiendo de una
crítica antirracionalista. Si bien establece un momento de
constitución del espacio como categoría objetiva en
manos de filósofos y matemáticos, plantea
que esta racionalidad contenida en el espacio ha desaparecido por su
propio devenir histórico. El espacio ha tomado, dentro de la
realidad y el modo de producción actual, una suerte de
independencia, una clase de realidad propia: Las fuerzas sociales
y políticas (del Estado) que engendraron este espacio ahora
buscan dominarlo completamente, pero fallan; la misma acción
que ha empujado la realidad espacial hacia una suerte de autonomía
ingobernable, ahora se esfuerza por regresarla a tierra, para
entonces engrillarla y esclavizarla.
El
hablar de una racionalidad del espacio plantea, a su vez, dos
supuestos que deseamos aclarar; el hecho de que esta racionalidad se
instrumentara con el objeto de controlar al espacio no significa
necesariamente que todo espacio es racional. Es justamente
este punto uno de los argumentos esgrimidos desde el posmodernismo
crítico como en el caso de Fredric Jameson, en el
sentido que las conceptualizaciones racionales (¿racionalistas?)
permiten ese control porque lo presuponen.
El
segundo supuesto es que el espacio es siempre racional (y, por
lo tanto, material, objetivo y definido en términos de
conciencia). Esto concepción implicaría ignorar una
serie de corrientes dentro de la ciencia en particular la
psicología, que postula la existencia de un espacio
mental (o ideal, o imaginario, o subjetivo,
o cognitivo, con una carga inconsciente) y que tuvo
entre sus autores más conocidos para los estudios urbanos a
Kevin Lynch.
Lo
que las teorizaciones pos-modernas (¿pos-racionalistas?) han
llegado a plantear, como en el caso de la de Léfebvre,
es justamente el fracaso de esa racionalización,
reemplazándola por o, mejor dicho, deconstruyéndola
a partir de, un espacio que contiene elementos
racionales-objetivos (materiales) a la vez que elementos subjetivos
(inmateriales), pero superando también la visión
dualista o binaria de los enfoques objetivista-materialista y
subjetivista-idealista que están tan arraigados en las
ciencias del hombre.
Por
otra parte, estamos habituados a definir el espacio como un producto
social o, en todo caso, el espacio (social) como producto (social).
Podemos coincidir también en que el espacio social abarca
tanto lo físico (objetivo) como lo mental (subjetivo). Sin
embargo, más allá de la mera enunciación del
espacio (social) como producto (social), que raya lo tautológico,
esta proposición no es tan fácil de afirmar en términos
de prácticas científicas (o sociales) concretas, ya que
ese hecho se halla encubierto, siguiendo nuevamente a Léfebvre,
por una doble ilusión: por un lado, la ilusión de
transparencia, y, por otro, la ilusión realista. La
fusión/superación que hace Léfebvre del espacio
físico (objetivo) y del mental (subjetivo) se enmarca en la
crítica de esta doble ilusión.
La
ilusión de transparencia consiste en pensar al espacio como
algo luminoso, inteligible:
La
ilusión de transparencia va de la mano con una visión
del espacio como inocente, como libre de trampas o lugares secretos.
Algo oculto y disimulado y por eso peligroso, es
antagónico a la transparencia bajo cuyo reino todo puede ser
alojado por una sola mirada de ese ojo de la mente que ilumina
cualquier cosa que contempla.
Esta
ilusión deviene necesariamente en un subjetivismo extremo y
tal subjetivismo reduce el conocimiento espacial a un discurso sobre
el discurso, que puede llegar a ser potencialmente rico, pero que, al
mismo tiempo, está lleno de presunciones ilusorias de que lo
que se imagina define la realidad del espacio social.
Contrastando
con esto, la ilusión realista es la ilusión de la
simplicidad natural: el producto de una actitud ingenua rechazada
hace tiempo por filósofos y teóricos del lenguaje, en
varios campos y bajo varios nombres, pero principalmente debido a su
apelación a la naturalidad, al substancialismo.
Justifica en exceso al mundo bajo un materialismo o empirismo
naturalista, en cuyo pensamiento las cosas tienen más
realidad que los pensamientos.
Ambas
ilusiones son presentadas por Léfebvre fundamentalmente para
descanonizar al discurso, por una parte, y a los empirismos ingenuos
y los reduccionismos materialistas, por otra, como prácticas
capaces de dar cuenta y sobre todo de transformar, las
relaciones sociales.
El mecanismo que Léfebvre usa para romper con estas
epistemologías binarias es la búsqueda de la alteridad:
uno/otro/el otro.
El pensamiento
reflexivo, por lo tanto filosófico, insistió durante
mucho tiempo en las díadas. Las de lo seco y lo húmedo,
de lo grande y lo pequeño, del orden y el desorden, de lo
finito y lo infinito, en la antigüedad griega. Luego las que
constituyen el paradigma filosófico de Occidente:
sujeto-objeto, continuo-discontinuo, abierto-cerrado, etc. Por
último, en la época moderna las oposiciones binarias
del significante y el significado, del saber y del no saber, del
centro y de la periferia, etc.(...)
Por donde quiera que lo
infinito se une a lo finito hay tres dimensiones, por ejemplo las del
espacio, las de la música (melodía, armonía,
ritmo), las del lenguaje (sintagma, paradigma, simbolismo), etc.
¿Hay
acaso alguna relación de dos términos que no sea en la
representación? Siempre somos tres. Siempre hay el Otro.
Esta
búsqueda de alteridad permite superar el binarismo no por el
simple agregado de un tercer término (ni siquiera por ese
tercer término de la dialéctica: la síntesis),
sino bajo el imperativo de que cada término contiene a los
otros dos y, fundamentalmente, bajo esa especie de axioma de la
alteridad: siempre hay el Otro.
Partiendo
de la premisa de que el espacio (social) es un producto (social),
pero con la condición de renuncia a ambas ilusiones, Léfebvre
analiza los distintos momentos que aparecen en la formulación
de un conocimiento del espacio (o mejor dicho, de la producción
del espacio), elaborando una tríada conceptual a la que
regresa a lo largo de toda su obra. Recordemos que la búsqueda
de alteridad impide compartimentar cada uno de estos momentos; es
más, cada uno contiene y refuerza a los demás:
- Prácticas espaciales: abarcan las esferas de la
producción y reproducción, y las situaciones
particulares y características de los conjuntos espaciales de
cada formación social:
- La
práctica espacial de una sociedad esconde el espacio de esa
sociedad; lo propone y presupone, en una interacción
dialéctica; lo produce despacio y de forma segura en tanto lo
domina y se apropia de él. Desde el punto de vista analítico,
la práctica espacial de una sociedad, se revela a través
de descifrar su espacio.
- Representaciones del espacio: están ligadas a las
relaciones de producción y al orden que esas
relaciones imponen, y, por ello, al conocimiento, a los signos y a
los códigos. Es el espacio conceptualizado, el espacio de
-
científicos,
planificadores, urbanistas, agrimensores tecnocráticos e
ingenieros sociales, así como un cierto tipo de artistas con
una inclinación científica todos los cuales
identifican lo vivido y lo percibido con lo concebido.
- Espacios de representación: incluyen simbolismos
complejos, a veces codificados, a veces no, unidos al lado
clandestino o subterráneo de la vida social, como así
también al arte:
- El
espacio como directamente vivido a través de sus
imágenes asociadas y símbolos, y el espacio de
habitantes y usuarios, pero también de
algunos artistas y quizás de aquellos que, como unos pocos
escritores y filósofos, describen y aspiran a hacer
nada más que describir. Éste es el espacio dominado y
por ello pasivamente experimentado, que la imaginación
busca cambiar y apropiarse. Recubre al espacio físico y hace
uso simbólico de sus objetos.
Edward
Soja toma de Léfebvre estos conceptos fundamentales y
construye a partir de ellos una reteorización acerca de la
sociedad en general y del espacio y su epistemología en
particular. Partiendo de la noción de alteridad, postula una
nueva conceptualización de la sociedad en lo que denomina una
trialéctica ya que, según expresa, el
pensamiento que tenemos acerca del mundo ha venido constituyéndose
dialécticamente sobre dos elementos: historicidad y
socialidad (tiempo y ser) en detrimento de la espacialidad (espacio):
Si
bien en principio resulta una afirmación ontológica, la
trialéctica de la Espacialidad, Historicidad y Socialidad
(términos que sintetizan la producción social del
Espacio, Tiempo y Ser en el mundo) se aplica a todos los niveles de
formación del conocimiento, desde la ontología hasta la
epistemología, construcción de teorías, análisis
empírico y práctica social.
De
este modo, Soja continúa la línea de trabajo iniciada
hace algunos años, en la búsqueda de la reafirmación
de la espacialidad de la vida social, lo que le ha valido la
acusación de reduccionista espacial al proponer la
construcción teórica de un materialismo
geográfico:
En la
reinterpretación del espacio y del tiempo, espacialidad e
historia aspecto tan prominente de la teoría
social crítica contemporánea, está la base
para la formulación de un materialismo histórico y
geográfico, una formulación más completa y
equilibrada de un materialismo dialéctico que incluya a la
historia y la geografía humana en tanto productos sociales,
fuentes de conciencia política y campos de acción de la
lucha social localizada.
Esta
es la base de una nueva teorización acerca de la relación
entre sociedad y espacio. Soja afirma categóricamente que la
espacialidad no puede ser comprendida y teorizada de manera
apropiada, separadamente de la sociedad y de las relaciones sociales
y, de manera inversa, que la teoría social debe poseer de
manera central una dimensión espacial abarcadora.
En
efecto, también desde algunas de las posiciones más
respetadas de la sociología se postula la necesaria
articulación dialéctica entre sociedad y espacio o, en
palabras de Harvey, la conjugación de la imaginación
geográfica con la imaginación
sociológica.
Dice
al respecto Anthony Giddens:
No
sólo los individuos tienen posturas unos en
relación con otros: las tienen también los contextos de
interacción social. Para el examen de estas conexiones que
conciernen a la contextualidad de la interacción social, son
muy esclarecedores el enfoque y las técnicas de geografía
histórica que ha elaborado Hägerstrand. La geografía
histórica tiene también por interés principal la
situación de los individuos en un espacio-tiempo pero concede
particular atención a restricciones impuestas a la actividad
por las propias propiedades físicas del cuerpo y los ambientes
en que se mueven los agentes.
Pero estas referencias son sólo
uno de los aspectos bajo los cuales la sociología puede
extraer partido de los geógrafos. Otro aspecto es la
interpretación del urbanismo que -sostengo- tiene un papel
básico por desempeñar en teoría social; y, desde
luego, una sensibilidad general hacia el espacio y el lugar alcanza
una importancia todavía mayor.
Aparece
entonces con claridad la reafirmación de la espacialidad como
componente fundamental de las relaciones sociales y no ya meramente
como se sostenía (y aún hoy se lo hace), al
espacio como soporte o reflejo de otras relaciones sociales.
Espacio
público
Así
como la Geografía y las ciencias que se ocupan del espacio en
general (como la economía espacial, el urbanismo, etc.) han
basado tradicionalmente sus epistemologías en un espacio
constituido material, racional y objetivamente, existe un campo de la
espacialidad social abordado mayormente desde otros recortes
disciplinares donde la aproximación epistemológica ha
partido desde enfoques sustancialmente diferentes, por lo general
independientes y no articulados: nos referimos al campo del Espacio
Público.
Una
de las interpretaciones del espacio público refiere a un
ámbito de la sociedad en el que se discierne acerca de
cuestiones que son de incumbencia de toda la comunidad. Es un ámbito
de comunicación, de diálogo, y por ende de
participación; es siempre en este sentido
un espacio "vacío", que debe ser llenado por la
comunidad mediante un aporte que por lo general consiste en "decir
algo" acerca de esas cuestiones de índole común (y
por eso comunitarias). Ese aporte consiste en la opinión
de los miembros de la comunidad. De ahí que esta noción
de espacio público esté estrechamente ligada a la de
opinión pública.
Esta
primera caracterización -si bien superficial- del concepto de
espacio público tiene sus manifestaciones más
explícitas en el ámbito de los medios de
comunicación, incluyendo todas las posibles alternativas
que este conjunto designa, los medios masivos (o mass media):
radio, TV. prensa escrita, pero también, las muchas otras y
diferentes formas que tienen los hombres de comunicarse entre sí
o con el resto del mundo: el lenguaje (hablado, escrito, gestual) así
como el lenguaje del arte, la música, la danza, el teatro, el
cine, la poesía, la fotografía, la escultura, la
arquitectura, etc.
El
hecho de que habitualmente pensemos en los medios de comunicación
sólo como aquellas estructuras que producen y difunden
"información" a través de canales en cierto
modo estandarizados y formales -medios de prensa o difusión,
nos habla por un lado de la imposición en la sociedad de una
idea creada por los grandes intereses asociados a ese tipo de medios
y, por otra parte (consecuentemente), de una apropiación de
ese ámbito que pareciera ser público (es decir,
como opuesto a lo privado) justamente por parte de sectores
ligados a intereses privados.
Al mismo, tiempo existe una cierta
apropiación (ligada a cierto sentido de identificación)
por parte de sectores que encuentran en los medios masivos un espacio
de pertenencia, un lugar donde se los escucha y se los "atiende",
sin la burocracia propia de las instituciones del Estado: "La
escena televisiva es rápida y parece transparente; la escena
institucional es lenta y sus formas (precisamente las formas que
hacen posible la existencia de instituciones) son complicadas hasta
la opacidad que engendra la desesperanza."
Esta
aproximación a la idea de espacio público tiene su
origen en la Europa moderna en relación a la lucha contra los
Estados despóticos mediante el uso de nociones tales como "lo
público", "virtud pública", "opinión
pública" etc., como armas en apoyo de las libertades de
los "ciudadanos" frente a las arbitrariedades del poder
real y de la nobleza. Su devenir histórico hasta nuestros días
es consistente con el ascenso de la burguesía y la doctrina
liberal: Hablar de lo público era dirigirse
contra los monarcas y cortes sospechadas de actuar arbitrariamente,
abusando de su poder y fomentando sus intereses propios y privados
a expensas del Reino.
Cuando
encontramos en los orígenes del concepto de "lo público"
una referencia a la lucha contra el poder del estado en el
(nuevamente supuesto) nombre del interés general, observamos
que, en definitiva, no ha habido en nuestros días sino una
reformulación aparente de los contenidos que el concepto
designa, ¿o acaso no hemos escuchado hablar miles de veces
acerca de la libertad de prensa como garantía frente a
las arbitrariedades del Estado? En este sentido el carácter
público de la comunicación a nivel de masas (en el
sentido de responder a verdaderos intereses generales, en el supuesto
caso de que éstos existieren) está atravesado -en
términos de Léfebvre- por la ilusión de
transparencia.
Anteriormente
mencionábamos que el espacio público puede remitir a
dos epistemes claramente diferenciadas, al menos en lo que hace a su
visualización en términos de sentido común.
La segunda corresponde a la idea del espacio público como
aquella "parcela" del espacio material que se conforma por
el uso o por la norma como perteneciente a toda la
comunidad/sociedad, particularmente a través de las
posibilidades de su uso, aprovechamiento, accesibilidad, disfrute,
permanencia, etc.
Como simples aproximaciones a esta caracterización
podemos mencionar los "lugares de uso público" como
calles y veredas, los "paseos públicos" como plazas,
parques, etc., aquellos sitios donde se producen y reproducen
vínculos sociales como la escuela, la universidad, etc.,
también aparecen aquí algunos sitios de recreación
como lugares turísticos, áreas costeras y de playa,
Parques Nacionales, etc.
Esta
conceptualización del espacio público como lugar o
territorio material de uso público encuentra en sus orígenes
los campos de uso común o público que rodeaban las
tierras de los señores feudales y que fueran utilizadas por
los campesinos-vasallos para el pastoreo de sus animales. Entre las
formas más utilizadas estaban las conocidas configuraciones
del openfield (en Inglaterra) y bocage (en Francia).
Tras
la caída del sistema feudal y con el advenimiento del
capitalismo, la representatividad del pueblo a través de sus
gobernantes como forma política trae aparejado también
el traspaso del usufructo de las tierras públicas a la órbita
del Estado, como "representante" o "depositario"
de los intereses y deseos del pueblo que delega en éste su
soberanía.
En
ambas epistemes (espacio "geográfico/público",
espacio "material/inmaterial", "objetivo/subjetivo")
aparece una noción que, entendemos, no puede ser abordada
desde una epistemología restringida a alguno de los dos campos
mencionados (el material-objetivo y el ideal-subjetivo): es la noción
de apropiación del espacio público.
La
apropiación de lo público. Producto social privatizado
La
indagación realizada nos ha llevado a la definición de
un ámbito de apropiación del espacio público que
se halla determinado por los procesos de apropiación privada
de objetos y significantes de origen público. Donde aparece
con mayor sentido la idea de lo público es en el
campo de los servicios urbanos y de allí que las
privatizaciones de servicios públicos remite a una de las
formas más significativas de apropiación del espacio
público.
Cualquiera sea el servicio (saneamiento,
comunicaciones, transporte, red vial, salud, educación,
seguridad, etc.) y cualquiera fuese su forma jurídica
(concesión, permiso, licencia, transferencia, contrato, etc.)
subyace siempre un concepto de público que remite a la idea de
un servicio brindado a toda la sociedad y cuyo interés reside
fundamentalmente en satisfacer una necesidad pública.
Esta
noción de lo público asociado al desempeño del
Estado, y su correspondiente resignificación a la luz de las
transformaciones recientes en torno al ejercicio del poder político
y la reestructuración del sistema capitalista internacional,
deben ser considerados como un elemento estructurante en la
comprensión de los procesos de apropiación del espacio
público. Esto nos ha llevado a indagar acerca de los procesos
de reformulación y reestructuración del Estado y las
implicancias de dichas transformaciones en la constitución de
lo público y la ciudadanía.
En
el discurso político de nuestros días y,
particularmente, desde ciertos ámbitos académicos,
suele hablarse acerca de el achicamiento del Estado, el
retiro del Estado de sus funciones habituales, etc., con
relación a las nuevas modalidades formales, institucionales y
políticas que adquirió el aparato estatal desde
mediados de la década de los ochenta y que significó
en sentido amplio la ruptura del modelo construido desde
los treinta y, con mayor énfasis, en la segunda posguerra, al
calor de las políticas keynesianas conformando uno de los
pilares del régimen de acumulación fordista, denominado
Estado benefactor.
En
efecto, la conjugación de una serie de procesos
político-económicos desde principios de siglo
(revolución rusa, crisis del 29, ascenso de regímenes
totalitarios) conllevó la necesidad de reformular al Estado,
no porque necesitase ser legitimado en sí mismo no hay
necesidad de tal cosa, no hay capitalismo sin Estado sino
porque dichos acontecimientos configuraron la ruptura de la
legitimación que había sido construida a lo largo del
siglo XIX.
La
forma que tomó está reformulación materializada
en regímenes políticos concretos, consistió
en la construcción de un entramado político-económico
basado en dos pilares fundamentales: un acuerdo político que
garantizase la democracia de masas, el sistema de partidos y la
inclusión de corporaciones (empresarios y sindicatos); y una
política económica sostén de dicho acuerdo, que
consistió en la intervención estatal para lograr el
pleno empleo y una inflación controlada, a través de
las políticas de administración de la demanda.
El
Estado tomó entonces la forma de un aparato capaz de sostener
los componentes de dicho acuerdo que implicaba: para la izquierda y
los sindicatos, el no cuestionamiento de la propiedad privada de los
medios de producción, así como el respeto de las
relaciones laborales establecidas al interior del sistema productivo;
y, para la derecha, el no cuestionamiento de la utilización de
los recursos públicos en políticas sociales que le
permitiesen administrar la demanda.
Esta
compleja ingeniería política estuvo articulada en un
todo y funcionalmente con el paradigma tecnológico imperante y
las formas de relación capital-trabajo, dando lugar a una
conjunción coherente de formas de regulación denominada
fordismo.
Desde
este marco, hablar de la crisis del estado benefactor es hablar de la
crisis del fordismo. Ahora bien, tanto los regulacionistas como
autores que suscriben a otros enfoques,
difieren en cuanto a la forma que ha adoptado del régimen de
acumulación a escala internacional tras la caída del
régimen fordista, pero coinciden en que sea lo que sea o
llámese como se llame el nuevo modelo, evidentemente no es más
lo que alguna vez se llamó fordismo.
Sin
embargo, pareciera que no sucede lo mismo con el Estado benefactor o,
para ser más precisos, con la categoría Estado
en general. Volviendo a lo enunciado en los párrafos
anteriores, el Estado ¿se ha achicado?, es decir,
es el mismo Estado, pero con una forma o un tamaño diferente?.
Daría la sensación que estamos nombrando de igual forma
a algo que es sustancialmente diferente, llamando con el mismo
nombre a cosas diferentes. Probablemente no haya otra opción
por el momento que seguir llamándolo así Estado
pero nos parece que necesitamos reconstruir si no un nuevo
nombre al menos una limitación categorial que de cuenta
de qué estamos hablando cuando hablamos de Estado.
Aunque
la posibilidad de construir una nueva categoría del concepto
estado excede el marco de este análisis parece al
menos necesario reflexionar en torno a las transformaciones más
importantes producidas en torno a lo que alguna vez denominamos
Estado-nación y cuáles son sus principales implicancias
en términos de construcción de escenarios de lo público
y las representaciones que de estos se hacen los actores sociales.
Estado,
capital y territorio (significación-configuración-materialización)
Los
Estados en la actualidad, no se diferencian mucho de lo que podríamos
denominar el momento constitutivo de los Estados-nación
capitalistas por cuanto tienen claramente una referencia territorial,
están asociados a una idea de territorio que, en sus límites,
diferencia a un estado de otro estado. Es evidente que, más
allá que todas las transformaciones que trae aparejada la idea
de globalización, esta asociación entre
estado y territorio no ha sufrido
modificaciones, al menos en el plano formal.
Sin
embargo, mucho se discute en cuanto al poder que dichos estados
tienen para ejercer un control real sobre un territorio. Por un lado,
aparece el argumento de los organismos supranacionales
(FMI, ONU, etc.) que constituirían órganos de gobierno
que someten a los estados nacionales a sus designios; o, tal vez con
una simplificación aún mayor, los estados nacionales
han perdido poder debido a la globalización:
vivimos
ahora en un mundo sin fronteras, en el que el Estado-nación se
ha convertido en una ficción y los políticos
han perdido todo poder efectivo.
Estas
afirmaciones, cuando no consisten lisa y llanamente en discursos de
derecha tendientes a ejercer influencia sobre la opinión
pública o sobre la clase política en procura de un
mayor liberalismo cuando no directamente en favor de alguna
corporación en particular, presentan al menos el
siguiente interrogante: ¿hablamos de todos los Estados?,
¿hablamos del Estado en general, como algo único
e indiferenciado?.
Coincidimos
con Holloway, cuando afirma la importancia de interrogarse acerca del
porqué de esta idea de unidad/homogeneidad cuando se habla del
Estado:
Los
Estados parecen ser entidades separadas bien definidas, y sin embargo
hablamos de la reforma del Estado o la crisis del Estado como si
hubiera uno solo, asumiendo algún tipo de unidad entre eso que
parece estar separado.
En
nuestro caso, nos interesa en particular preguntarnos si existe tal
cosa como el Estado, con algún sentido de universalidad y, por
otra parte, ¿le cabe entonces el mismo concepto al Estado
benefactor y al Estado neoconservador?
Trataremos
de responder a estos interrogantes partiendo de una definición
un tanto restringida: el Estado como garante de la reproducción
del conjunto del capital.
Ya
hemos dicho de qué forma operó el conjunto de políticas
estatales en articulación con los demás vectores del
sistema productivo durante la etapa fordista, lo que debemos ahora
remarcar, es que este conjunto de acciones tuvo como sustrato un
territorio, particularmente, el territorio del Estado-nación:
el eje de la acumulación durante el fordismo había
requerido del autocentraje estatal, constatando que, más allá
de sus posibilidades de movilización cuando adopta las formas
de capital-dinero, o capital-mercancía, el capital productivo
(esto es, la capacidad de producir excedentes) se valoriza sobre un
espacio territorial.
En
efecto, las tres formas que adquiere el capital en su proceso de
circulación: capital-dinero, capital-mercancía y
capital productivo (materias primas, maquinarias y fuerza de trabajo)
se relacionan en forma inversamente proporcional con el tiempo y el
espacio. De este modo, el capital-dinero circula a altas velocidades
y prácticamente no tiene arraigo alguno en el territorio, en
tanto que el capital transformado en medios de producción
tiene una movilidad mucho más lenta producto de su necesaria
inserción territorial; finalmente, el capital mercancía
se encuentra en un punto intermedio por cuanto encuentra ciertos
obstáculos a su movilidad territorial (aunque más no
sea la necesidad de ser transportado) y por lo tanto su circulación
presenta cierta lentitud.
Por
cuanto los Estados nacionales pugnan hoy por capturar porciones de
capital global lo más grande que les sea posible, aparece la
contradicción entre la inmovilidad de los estados y la
altísima movilidad del capital global:
Mientras
los Estados nacionales son sólidos, el capital es
esencialmente líquido, fluyendo a cualquier lugar del mundo
para obtener la mayor ganancia.
Sin
embargo, como hemos visto, no todas las formas que asume el capital
pueden moverse con semejante facilidad y rapidez. El capital
productivo necesita asentarse territorialmente y por lo tanto, tiene
una movilidad menor. Pero al mismo tiempo, es el único capaz
de generar excedentes. De modo que, lo que puede ser útil
para una fracción de capital o para un Estado en particular no
lo es necesariamente para el capital en su conjunto. El Estado debe
comportarse de manera tal que asegure la reproducción
del capital en su conjunto y la reproducción del capital en su
conjunto depende, de manera crucial, de su transitoria
inmovilización en la forma de capital productivo.
Aparece entonces una doble contradicción: por el lado del
capital global, una necesaria libertad de movimiento en oposición
a una necesaria inmovilización con el objeto de generar
plusvalor; por el lado del Estado, garantizar la circulación
del capital global, frente a la necesidad de producir rugosidades
que le permitan capturar una parte del capital circulante (y mejor
aún si es capital productivo).
Bajo
este punto de vista, podemos concebir al proceso de reforma del
Estado (o la constitución de lo que denominamos Estado
neoconservador) como el proceso permanente de
adaptación/ruptura de la contradicción entre
Estados-nación territorialmente arraigados frente al capital
global espacialmente libre.
Puesto
que durante el período fordista el capital tuvo mayores
obstáculos para movilizarse y la forma capital productivo
generó las mayores tasas de ganancia (en el marco de mercados
de masas en expansión), el Estado se constituyó en
torno a los tres elementos ya descriptos (acuerdo político,
política económica y articulación con el régimen
fordista) que giraban evidentemente en condiciones nacionales
de producción y que a su vez garantizaban la reproducción
del capital en su conjunto.
Está
claro que esta forma de regulación estatal no fue homogénea
ni carente de conflictividad, pero permitió un desarrollo de
la producción capitalista que no tuvo parangón en la
historia.
La
forma que adquiere el Estado neoconservador parece ser
sustancialmente diferente. ¿Lo es? No, si lo consideramos
desde el punto de vista de las estructuras que crea y organiza para
asegurar la reproducción del capital. Sí, si
consideramos que la gran transformación procede de la
necesidad de adaptarse a los nuevos caminos que tomó el
capital, una vez que se hubo liberado de las ataduras a que estaba
sometido.
Ciudadanía,
política y mercado
La
forma en que el Estado se materializa, esto es, un régimen
político concreto, necesita construir una legitimidad que
permita, ante todo, su propia reproducción. Una de las formas
de esa legitimidad en los países donde está plenamente
generalizada la mercancía, en donde la fuerza de trabajo es
mercancía, en su totalidad y plenamente, la fuente de
legitimación denominada legitimación mercantil está
dada por la capacidad de cada régimen político de
garantizar un acceso libre e igualitario a las mercancías.
Esto
trae aparejado una fuerte identidad entre ciudadanía y
consumo, y permite dar cuenta que el mismo proceso de
desterritorialización que presenta el capital global opera en
la construcción de sentidos políticos: lo que legitima
al poder político en última instancia no es el Estado
sino el capitalismo que este Estado garantiza. Nuevamente aparece
aquí la contradicción entre procesos de fuerte
contenido territorial y movimientos de escala global.
No olvidemos
que el poder político se sigue ejerciendo en mayor o menor
medida sobre un territorio definido y que la base del poder político
en regímenes democráticos (democracia y capitalismo
parecen estar cada día más fuertemente asociados) está
en los votos de los ciudadanos (aquellos que tienen derechos
adquiridos en virtud de su lugar de nacimiento, etc.); pero por otra
parte, la legitimidad reside en garantizar la reproducción de
un capital que no reconoce fronteras ni nacionalidad: el dinero no
reconoce sentimientos personales ni nacionales.
El
concepto de ciudadanía remite entonces a una idea
ligada muy fuertemente al espacio (o mejor dicho a un espacio
en particular: el territorio nacional). Los ciudadanos que
habitaban la Polis en la antigua Grecia eran aquellos que
habitaban la ciudad y por ello eran quienes participaban en la escena
política. Pero el sentido de ciudadanía en
nuestros días trasciende aquel origen para convertirse también
en un sentido de identidad:
"Ser
ciudadano no tiene que ver sólo con los derechos reconocidos
por los aparatos estatales a quienes nacieron en su territorio, sino
también con las prácticas sociales y culturales que dan
sentido de pertenencia y hacen sentir diferentes a quienes poseen una
misma lengua, semejantes formas de organizarse y satisfacer sus
necesidades."
Pero
ese sentido de representación a través de la identidad,
del sentido de pertenencia y de diferencia, de territorialidad
(nacional, étnico, barrial) ha sido socavado, en la misma
magnitud en que fuera socavada la idea del Estado (y junto con éste
el de nación) como ámbito de reconocimiento de
pertenencia por parte del pueblo. No sólo el Estado se
manifiesta ineficiente para asumir la identidad de un grupo social,
también la política aparece como desacreditada en la
tarea de organizar las relaciones entre los grupos sociales.
Hasta
hace pocos años se pensaba como alternativa la mirada
política. El mercado desacreditó esta actividad de una
manera curiosa: no sólo luchando contra ella, exhibiéndose
más eficaz para organizar las sociedades, sino también
devorándola, sometiendo a la política a las reglas del
comercio y la publicidad, del espectáculo y la corrupción.
De esta
manera, desde el momento que el Mercado reemplaza al Estado,
comienza a aparecer como insuficiente la ciudadanía como
sentido de identidad, pertenencia y diferenciación, lo que
otorga identidad y pertenencia es la relación con el mercado,
es decir: el consumo. García Canclini encuentra que la
ciudadanía en términos jurídico-políticos
no satisface plenamente las aspiraciones de identidad de los
ciudadanos y por ello, aparece la necesidad de defender la
construcción de ciudadanías culturales, y de una
multiplicidad de formas de ejercicio de la ciudadanía como el
género, la defensa del medioambiente, etc. hasta "...seguir
despedazando la ciudadanía en una multiplicidad infinita de
reivindicaciones."
Y debido justamente a la incapacidad del Estado para encuadrar la
variedad de participaciones, el mercado asume esa función
estableciendo "un régimen convergente para esas formas
de participación a través del orden del consumo."
Pero
lo que debe aparecer con claridad en estas nuevas formas de ejercer
la ciudadanía a través del consumo es que la
insatisfacción que provocan las formas tradicionales de
representación (a través de los partidos políticos,
los sindicatos, etc.) y su "reemplazo" por el consumo no
reporta necesariamente (más bien todo lo contrario) una mayor
igualdad los términos de representación de los
distintos sectores.
De hecho, no han sido totalmente reemplazadas las
formas "convencionales" de ejercer la ciudadanía y
muchos sectores pugnan por acceder a la forma "nueva" de
representación mediante los canales "antiguos" a
través de la lucha en términos de representación
y ejercicio de la política. Aún así lo
significativo es que, en las acciones que los individuos y los grupos
ejercen en la búsqueda de su identidad y de un marco cultural
que le otorgue "representatividad", el mercado ha venido
ocupando en los últimos años un lugar de privilegio. De
hecho los medios de comunicación (en particular los de alcance
masivo), que otrora significaron la posibilidad de tener acceso a la
información para sectores que se incorporaban a la vida social
a través de su alfabetización y su ingreso a la cultura
"letrada" hoy conforman un elemento de enorme
significatividad en el aparato del consumo variando en su contenido
de "lo público" a la publicidad.
Así,
el espacio público que alguna vez se ejerció (o
ejercitó) a través de la ciudadanía en forma de
representación política, hoy asume la forma de
representación cultural mediante el consumo, pero mantiene
absoluta vigencia el desigual acceso a esta nueva forma de ser en la
sociedad.
La
pérdida de eficacia de las formas tradicionales e ilustradas
de participación ciudadana (partidos, sindicatos, asociaciones
de base) no es compensada por la incorporación de las masas
como consumidoras u ocasionales participantes de los espectáculos
que los poderes políticos, tecnológicos y económicos
ofrecen en los medios.
Tal
vez estos discursos acerca de las nuevas modalidades de ejercicio de
la ciudadanía nos lleve a pensar a un panorama desolador para
los sectores subordinados en el capitalismo periférico,
en el marco de una globalización cada vez más
acentuada y con efectos cada vez más perversos, para aquellos
sectores que, además de sufrir las consecuencias materiales de
los procesos de ajuste y exclusión que limitan a las mayorías
al acceso a los medios indispensables para una subsistencia digna,
ven mermadas sus posibilidades de representación en la
sociedad global, despedazándose en última instancia
aquello que quizá creyeron imposible de serles arrebatado: su
identidad. Desde una perspectiva que incorpore la necesidad de una
praxis que se dirija hacia la desaparición de ambas formas de
exclusión social se puede pensar que el énfasis está
puesto finalmente en el acceso al consumo como forma de legitimación
política del Estado neoconservador.
Algunos
autores como Jorge Huergo, critican el enfoque que equipara
ciudadanía con consumo y sostienen que las narrativas
hegemónicas acerca de la ciudadanía postulan un
descenso en las formas públicas de ejercicio de la ciudadanía
e impulsan una estrategia de "repliegue" por parte de estos
sectores excluidos hacia esferas "micropúblicas". En
este contexto la ciudadanía ejercida a través del
consumo oculta algunas dimensiones del conflicto en la lucha por el
acceso a dicha ciudadanía:
Se trata de evitar
la lucha en la constitución del espacio público. La
«esfera pública» es un tipo particular de relación
espacial entre dos o más personas con los medios, en el que
irrumpen controversias no violentas con el poder. (...) La lucha por
la ciudadanía como lucha por el consumo es ciertamente un
aspecto determinante en la significación de los modelos
neoliberales cuya narrativa obedece a la «moral» del
mercado. Lo que parece ocultar esta perspectiva de vinculación
ciudadanía/consumo es la lucha anterior y contemporánea
al consumo, constitutiva del consumo, que marca a fuego en los
cuerpos situaciones de significación y de propiedad material
desiguales (antes que diferentes).
La postulada
"libertad" del consumidor frente al aumento de la oferta de
bienes, puede operar un doble encubrimiento: de la falta de
posibilidad de elección frente a la producción de
ofertas (que es encubierta con una sobreabundancia de ofertas) y de
la exclusión o postergación de amplios sectores
respecto del consumo, que a su vez pone de manifiesto la falta de
libertad y la desigualdad de oportunidades.
Tenemos
entonces que la legitimación de los regímenes políticos
encuentra al interior del sistema capitalista (es decir, en un
sistema basado en contradicciones) una nueva contradicción en
el seno del arraigo político territorial de los Estados
nacionales. La necesidad de crear condiciones que atraigan al capital
global (y en lo posible que lo retengan) ha adquirido en nuestros
países periféricos y bajo la forma del ajuste
estructural neoconservador, el signo de la exclusión la
fragmentación y la miseria. Si la base de tal legitimación
es el acceso al consumo, ¿significa que el Estado debe optar
entre el capital global y la sociedad nacional?
Si fuera así, tal parece que la elección ya tiene un
resultado.
Sin
embargo, cuando se apela al concepto de lo nacional
conviene recordar, siguiendo a Holloway que la explotación
no es la explotación de los países pobres por los
países ricos, sino la explotación del trabajo global
por el capital global
Pero
retornemos ahora a los interrogantes que iniciaron este tramo de
nuestra investigación: el nuevo orden internacional
establecido tras la caída del fordismo el Estado
neoconservador ¿constituye una nueva forma de aquel
Estado benefactor? ¿Podemos utilizar las mismas
categorías analíticas para designar a uno y otro
modelo?
Decíamos
en un pasaje de nuestro trabajo que podíamos concebir al
Estado como garante de la reproducción del conjunto del
capital. Bajo esta premisa, parecería que lo que ha
cambiado es la forma en que se desenvuelve el capital o, más
específicamente, la preeminencia del capital financiero por
sobre el capital productivo (entendiendo lógicamente que no
constituyen dos formas absolutamente distintas sino que
se transforman una y otra vez) y por lo tanto, el Estado se ha
transformado en consecuencia.
En
la medida en que sigue atado a un territorio, la contradicción
se incrementa, no sólo porque se opone al carácter
móvil del capital global, sino que implica también la
contradicción entre su función reproductiva para el
conjunto del capital y las necesidades de legitimación de los
regímenes políticos concretos, esto es: la garantía
del acceso a la ciudadanía.
Esta
nueva forma de pensar las formas de legitimación del Estado y
las implicancias que sus transformaciones en el campo de la lucha por
la ciudadanía y el ejercicio de derechos y libertades
públicas, nos encuentran una vez más en la esfera de la
apropiación de lo público. Cómo hemos dicho, la
forma de apropiación de productos sociales públicos es
en nuestros días por excelencia la privatización de
servicios urbanos. La articulación entre formas de
representación pública y adecuación de la
estructura del Estado a los requerimientos del capital se aprecia
claramente en estos casos. Aún cuando sostenemos la necesidad
de no olvidar el carácter contradictorio de este doble rol del
Estado, la búsqueda de comprensión acerca de los
fenómenos que se manifiestan como producto de tales
transformaciones nos lleva una vez más al campo material de
las relaciones sociales de producción.
¿Cómo
se manifiesta la apropiación del espacio público en el
caso de la privatización de servicios urbanos?
Los
servicios urbanos cumplen con la función de brindar
condiciones necesarias para la vida en la ciudad, tanto desde el
punto de vista de la calidad de vida de sus habitantes, como del
brindar aquellos elementos necesarios para el desarrollo de
actividades productivas. En la actual etapa de capitalismo
tardío
la satisfacción de esas necesidades se ha convertido en un
campo altamente rentable en términos de obtención de
beneficios para el capital, y constituye en sí mismo un sector
productivo de gran dinamismo. Sin embargo, el desarrollo de estas
actividades, sus estructuras, redes y objetos materiales e
inmateriales son producto de una conformación histórica
en donde el carácter de público esta
fuertemente ligada a la actividad del Estado y, consecuentemente, a
una significación social resultado de procesos sociales y
políticos además de económicos. Desde este punto
de vista, la sociedad ha construido un entramado de estructuras y
significantes producto social que se encuentran hoy bajo
la órbita privada capitalista bienes-mercancía
y que constituyen condiciones generales de la producción.
El
concepto de condiciones generales de la producción
refiere a aquellos elementos necesarios para la producción y
reproducción del sistema capitalista que por ciertas
características particulares que analizaremos a continuación,
siendo imprescindibles para el funcionamiento del sistema, no
contribuyen a la extracción y acumulación de plusvalía
y por lo tanto no pueden ser producidos por los propios agentes
capitalistas privados.
En
efecto, la producción bajo el modo capitalista en
particular en la industria, está asociada desde sus orígenes
a la urbanización, en tanto las ciudades o, en sentido más
amplio, el sistema urbano, se constituyen como forma de asentamiento
humano en el que se acumulan y concentran, no sólo factores de
producción como capital y trabajo, sino una cantidad de
valores de uso que, bajo determinadas condiciones y bajo una
particular configuración espacial se presentan como valores de
uso complejo denominados efectos útiles de aglomeración:
para el capital el valor de uso de la ciudad reside en el hecho de
que es una fuerza productiva, porque concentra las condiciones
generales de la producción capitalista. Estas condiciones
generales a su vez son condiciones de la producción y de la
circulación del capital, y de la producción de la
fuerza de trabajo. Son además el resultado del sistema
espacial de los procesos de producción, de circulación,
de consumo
Este sistema espacial constituye un valor de uso
específico diferenciado del valor de uso de cada una de sus
partes consideradas separadamente; es un valor de uso complejo que
nace del sistema espacial, de la articulación en el espacio de
valores de uso elementales. Llamaré a esos valores de uso
complejo, efectos útiles de aglomeración.
Estos
elementos están constituidos por un conjunto de servicios con
sus soportes físicos, necesarios para la producción y
para la reproducción del capital tales como la infraestructura
de transportes, la estructura vial, la provisión de energía,
y para la reproducción de la fuerza de trabajo (mano de obra)
como servicios educativos, de salud, recreativos, etc.,
pero también con las redes de relaciones sociales que permiten
la socialización de estos elementos, y su aprovechamiento por
parte de las fracciones privadas de capital.
Pero
como hemos dicho, cada fracción particular de capital, no está
en condiciones de producir estos elementos imprescindibles.
Existe una serie de limitaciones producto de una combinación
de factores de orden técnico y económico
(entendiendo la imposibilidad de establecer una frontera precisa
entre ambos campos): por lo general, estos elementos son inmóviles,
durables, indivisibles
constituyendo un obstáculo para la transformación de
estos valores de uso en mercancías. Por otra parte, tienen una
composición orgánica demasiado elevada
y un período prolongado de rotación del capital que
determinan una baja tasa de ganancia, así como la
imposibilidad de adaptar su producción a las fluctuaciones del
mercado. En este sentido, el capital tiende a reproducir las
desigualdades producidas por la desinversión en regiones de
baja rentabilidad:
El
capital sólo invertirá donde ya se dan condiciones de
rentabilidad. No invertirá en otra parte. Lo que va a bloquear
el desarrollo en las zonas que no lo están. A raíz de
esto se produce una desigualdad en el desarrollo espacial de las
infraestructuras: es el círculo vicioso de la
hiperconcentración en las megalópolis y el desierto
económico en otras partes.
A
estos factores se agregan dos obstáculos (particularmente en
el caso de infraestructuras de red), la imposibilidad de competencia
entre distintas fracciones de capital y una necesidad de uso continuo
del suelo.
Pero
debe tenerse en cuenta, además, que el capital individual
persigue ante todo la ganancia, por lo que la búsqueda de
beneficios privados se constituye en un obstáculo para la
formación de valores de uso necesarios para el
funcionamiento del sistema, pero que no producen plusvalor:
cada capital
privado busca la ganancia, pero al hacerlo, obstaculiza la formación
de efectos útiles de aglomeración.
Finalmente,
existe otro elemento que dificulta la formación de estos
valores de uso complejo y es la renta. La posibilidad de extraer
ganancias extra debido a una particular localización o
articulación espacial de determinadas actividades está
dada precisamente por la irreproductibilidad de dichas localizaciones
(es decir, los efectos útiles de aglomeración), pero
cada fracción de capital se apropia en forma privada de esos
beneficios rentísticos, dificultándose en consecuencia
su socialización:
las
rentas del suelo capitalistas van a transformarse en un mecanismo de
asignación espacial de las actividades: al reflejar la
explotación privada de los valores de uso urbano, van a
obstaculizar a su vez la formación de estos.
La
forma que va a encontrar el capital para superar estos obstáculos,
producto de la contradicción entre la necesidad de socializar
los valores de uso urbanos y su apropiación privada, se
encuentra en la acción del Estado. Esta superación
es parcial, por cuanto las contradicciones permanecen y el grado y la
forma en que se resuelvan va a estar en consonancia con el desarrollo
de la lucha de clases:
Sobre el financiamiento público de las infraestructuras (
)sus
formas concretas son muy variables; son el resultado de la historia
de la lucha de clases y de las relaciones políticas.
El
modo en que el Estado se hace cargo de la provisión de las
condiciones necesarias para la reproducción simple y ampliada
del capital
reviste dos formas fundamentales. Puede darse mediante el
financiamiento público de la circulación, en tanto los
capitales privados se ocupan de su producción, con lo que se
asegura la ganancia del capital al socializar la fase no rentable o
bien, mediante la alternancia de financiamiento público y
privado en virtud de una rentabilidad cíclica de
las infraestructuras.
Otra
modalidad ha consistido históricamente en el aprovechamiento
privado de algunas condiciones particulares que el Estado desarrolló,
y que pasan a manos privadas cuando se ha cumplido el ciclo de
desvalorización pública. Es, como en el caso que nos
ocupa, la privatización de servicios públicos urbanos
ó, más típicamente, la concesión o
privatización de rutas y autopistas bajo el sistema de peaje.
En cualesquiera de estos casos, el servicio público-producto
social es transformado (y por lo tanto resignificado) en servicio
público-mercancía capitalista.
En
definitiva, las contradicciones que se establecen entre el
aprovechamiento privado de los efectos útiles de aglomeración
y la imposibilidad de ser producidos por los agentes capitalistas
privados tienen como forma de resolución la intervención
del Estado. Éste actúa proveyendo las infraestructuras
necesarias para la valorización del capital individual y
dotando a la ciudad de los servicios necesarios para atender aquellos
aspectos de la reproducción y adecuación a las
necesidades productivas de la fuerza de trabajo que el salario no
alcanza a cubrir.
Debe considerarse además que el
financiamiento público de estas condiciones no parte sino de
la captación por parte del Estado de recursos que obtiene de
toda la sociedad, socialización que se amplía por el
hecho de que la tributación suele ser regresiva antes que
progresiva, es decir, no tributa más aquel que más
riqueza posee sino que por el contrario, la carga es
proporcionalmente más alta para quien menos posee.
Conclusiones
(provisorias). Nuevos interrogantes ante nuevas formas de desigualdad
La
complejidad inherente a las relaciones sociales y, en particular, las
formas de apropiación de los productos sociales (materiales o
culturales) nos coloca ante el desafío de construir nuevas
formas de conceptualizar y explicar la realidad que den cuenta de los
cambios que aparecen al interior de esas relaciones. Esto adquiere
especial relevancia cuando, como en este caso, los términos
diferenciales de apropiación determinan entre otras cuestiones
estructuras sociales profundamente desiguales.
El
abordaje del espacio público y las distintas formas de
apropiación en torno a éste requiere entonces de
instrumentos teóricos y epistemológicos que superen las
visiones sesgadas por alguno de los enfoques "objetivos" o
"subjetivos", en particular en lo que hace a la
materialidad de la espacialidad social. El análisis del
espacio público implica necesariamente como primera instancia
la construcción de instrumentos teóricos y
metodológicos que permitan una correcta indagación
acerca de la articulación de esos componentes en el marco de
estas espacialidades.
Si bien algunos de los procesos de apropiación
de lo público que se dan en la actualidad pasan por una
apropiación privada "objetiva" (en el sentido de
material), como en el caso del proceso de privatización de los
activos estatales -en particular en los servicios públicos-
existen otros casos donde las formas de apropiación de lo
público no aparecen objetivadas en estos términos sino
que, por el contrario, la apropiación aparentemente subjetiva
(apropiaciones culturales, simbólicas, etc.) encubre procesos
de apropiación material y segregación espacial.
En
cualquier caso, son las condiciones materiales estructurales las que
determinan las formas que presentan los escenarios que de éstas
se desprenden, y su comprensión un componente indispensable a
la hora de una praxis que pretenda transformar esta realidad tan
profundamente injusta.
Los
estudios culturales que recientemente han (re)aparecido en el campo
de la Geografía constituyen un sólido aporte para dicha
praxis, no obstante, los fulgores que éstos desprenden no
deberían obrar en un sentido somnífero, por el
contrario deben sacudir nuestro letargo para enmarcarse en un
interjuego que recupere otras tópicas que constituyeron con
anterioridad parte fundamental del objeto de nuestra ciencia: el
capitalismo, la explotación y la miseria.
Concluimos
por eso nuestro trabajo con una cita de Fredric Jameson, uno de los
intelectuales que con mayor compromiso intelectual se ha sumergido en
el estudio de la posmodernidad y que ha indagado con persistente
lucidez en las turbulentas aguas de la globalización:
este
es el momento en que debemos recordarle lo obvio al lector, ello es,
que esta cultura posmoderna global, que es sin embargo,
norteamericana, es la expresión interna y superestructural de
un nuevo momento de dominación militar y económica de
Estados Unidos en todo el mundo; en este sentido, como ha sucedido en
toda la historia dividida en clases, el reverso de la cultura es la
sangre, la tortura, la muerte, y el horror.
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