Una trabajadora social y una psicóloga nos reunimos para
escribir. Si bien provenimos de diferentes disciplinas coincidimos en este
momento en una función, la jefatura y en el interés por
sostenerla de un modo novedoso para nuestra residencia: trabajar de manera
conjunta. Alguna vez, allá por el mes de diciembre, cuando
organizábamos lo que sería el desarrollo de las actividades del
año discutíamos sobre lo que creíamos era ser jefe de
residentes. ¿Qué nos motivó a querer ocupar este lugar: la
idea o convicción de querer cambiar algo de lo que se daba en nuestro
ámbito laboral, o reforzar lo ya instituido? ¿Posponer un
año el miedo, la incertidumbre que produce la búsqueda de trabajo
fuera del sistema municipal? Quizás todo ello, parte o algo más
que a la hora de escribir se nos escapa. Lo cierto es que a poco de comenzar se
hizo presente un malestar casi cotidiano en relación a la tarea.
¿Cómo y qué nos generaba tanta incomodidad?
¿Cómo hacer para seguir en esto en lo que nos embarcamos solitas?
Veamos las alternativas que se presentaban como posibles:
- Plan A: Cerrar el abanico de preguntas y renunciar, huir
dejando librado a su suerte a aquellos que nos votaron. Rápido,
expeditivo, descomprometido, poco solidario y falto de ética, en
definitiva abandonar el barco.
- Plan B: dejar entre paréntesis las preguntas hasta el
final de la jefatura y dedicarse a resolver las dificultades a medida que van
apareciendo. Posible, no tan fácil, con escasa posibilidad de llegar al
final, a tierra, sano y salvo.
- Plan C: compartir los interrogantes con otros jefes,
supervisar, producir un análisis, un escrito. Difícil,
enriquecedor, viable. No ofrece certezas ni garantías de llegar a buen
puerto.
La jefatura comenzó entonces casi simultáneamente
con la valiosa ayuda de una supervisión. Lo que allí no
anunció fue algo que no tardó en aparecer. Existen distintos
niveles de pedidos, urgencias, intervenciones y análisis. Las más
inmediatas, y no por esto fáciles de transitar, tienen que ver con los
residentes. El malestar se acentuaba a la hora de asumir criterios en la
selección de supervisores, cursos e insumos teóricos, aceptar
rotaciones que nos eran impuestas y sabíamos carentes de contenidos,
reconocer que poco importaba qué es lo que se decidiera para la formación
siempre y cuando se mostrara que los residentes estaban trabajando.
En teoría todo esto parecía territorio ya
recorrido, ¿acaso no fuimos residentes? ¿Cómo pueden algunas
situaciones tenernos detenidos sin solución por tanto tiempo?
¿Cuatro años en el hospital y no nos quedó claro
adónde va la residencia? ¿Qué es lo que tiene que hacer el
jefe? ¿Hay establecido un deber hacer con los residentes? ¿Hacemos
lo que queremos, lo que se nos ocurre o les consultamos en todas las decisiones?
¿Se trata del estilo de cada cual en la función o del
autoritarismo autorizado? ¿Jefes para quién y qué? Jefes en
un terreno bastante caótico. Posición difícil de entender
si buscamos esclarecimientos puertas adentro de la residencia sin apelar al
contexto. Partimos entonces de abrir planteos en términos de
experiencias, tratando de procesar conceptualmente e incorporando al
análisis la coyuntura actual en la que nos ubicamos como operadores de
salud mental.
Primera formulación: la jefatura es más una zona
problemática que un concepto desarrollado en regla.
Vamos a las reglas: Jefes de Residentes, llamados por el
gobierno "formadores de formadores", encargados de implementar los
programas de cada disciplina que llegan a través de los Comité de
Docencia e Investigación de manera acorde con las particularidades del
hospital en que se insertan.
Aquí el campo no está del todo
ordenado con las particularidades del hospital en que se insertan. Aquí
el campo no está del todo ordenado o faltan los encuentros. Fin del
simbólico en que se inscribe la residencia porque todo lo que resta a
estos sintéticos documentos resulta ser bastante imaginario. Los
coordinadores de programa e instructores de residentes muchas veces tienen una
función virtual. Los Comité de Capacitación y Docencia del
Gobierno de la Ciudad, soporta la misma volatilización y sensación
de vacío. Las instancias jerárquicas superiores aparecen
desvinculadas, resultan inconsistentes.
La jefatura porta en sí las
contradicciones del campo en el que aparece. No hay ninguna clase de
certificación sobre la calidad, la cantidad y el resultado de la
formación. Que se cumpla con los espacios de discusión
clínica o con el curso de tejido al crochet, no depende más que
del parecer del jefe en cuestión. Esta aparente autonomía en las
decisiones no es tal. Recorta un observable: el aislamiento. Fenómeno que
se repite en la comunicación entre las distintas residencias y que acaba
siendo solidario con la falta de red, de sistema, en síntesis, de una
política que enmarque y de sentido a las acciones en salud mental. En
otros lugares del mundo la residencia es la vía que permite a los agentes
de salud obtener su especialidad.
El cupo es reducido y el Estado que
subvenciona a estos recursos humanos los destina luego a lugares en ese
ámbito para desarrollar una tarea. Esto que parece una verdad de
perogrullo sucede entre otros, en países de Latinoamérica. La idea
que los rige es la responsabilidad del Estado en brindar asistencia y cobertura
sanitaria a sus ciudadanos. Desde ahí planifica e invierte en sus
políticas sociales, controla y regula el funcionamiento de las
residencias en función del aprovechamiento dentro del sistema de
salud.
Cuando nos sentamos a escribir el trabajo surgieron recuerdos
no tan lejanos de la excelencia en la calidad de la atención del hospital
público. Crecimos con esa idea. Nuestros padres no recurrían a la
medicina pre- paga. Nadie dudaba en hacer la primera o segunda consulta al
especialista en cuestión dentro del hospital. Era natural encontrar
ahí lo necesario para ser atendido.
Otro saber operaba cómodamente
instalado: para los profesionales el hospital era la mejor escuela.
¿Qué pasó durante los últimos treinta años?
Asistimos a la caída de aquello que sostenía el modelo de sociedad
en el que nos desarrollamos. Se trata de una transformación de efectos
devastadores sobre el conjunto social, pero de un paso sutil, imperceptible, que
se presenta casi como el curso natural de las cosas. La clase y tipo de Estado,
esto que suena tan superestructural y tecnocrático es ni mas ni menos lo
que da sentido, lo que arma la red de relaciones sociales, o mejor , su tipo y
función es solidario de una clase de lazo social, de forma relacional.
Aquel Estado Benefactor mutó hacia algo poco discernible, vivenciado como
vaciamiento del Estado. No hay respaldo público. El actual Estado
técnico- burocrático opera sólo en relación a
acciones puntuales y eficaces. La mayoría de estas no representa a los
ciudadanos ni garantiza la igualdad de sus derechos. El imaginario que
conservamos nos lleva a pedir, a esperar lo que está por fuera de los
intereses del nuevo Administrador. Presenciamos el agotamiento de la figura de
aquel Estado.
Simultáneamente lo nuevo que se instala y gana el escenario
ya no define a un individuo como lo veían nuestros abuelos. Ese era aquel
viejo ciudadano, que se formaba, trabajaba y accedía a una vida digna,
ligada a los valores y posibilidades del lugar donde vivía y que se
encontraba protegido en sus derechos por el simple hecho de pertenecer a esa
comunidad. Esta figura se borra para dejar lugar a un sujeto sin rumbo sin
localización espacial, sin otra pertenencia mas que la del mercado. No se
trata de la irresponsabilidad o la desimplicancia del Estado Benefactor, sino a
una nueva forma ligada al orden mercantilista que pone en contradicción
la idea de progreso individual y colectivo.
Segunda formulación: El mega giro en el rumbo no es sin
una dirección. Las consecuencias de la transformación del antiguo
modelo trama las actuales condiciones sociales y define la vida de los grupos
humanos, modifica radicalmente el perfil de las sociedades y la
constitución subjetiva aquí y ahora de cada uno de nosotros. Un
nosotros que nos implica y nos lanza al vacío.
¿Cuál es el norte en la brújula de un jefe
de residentes? ¿Formamos para un hospital particular que solo nos
necesita cuatro años? ¿Formamos para un sistema público que
no absorbe a los recursos humanos en los que invierte? ¿Formamos
analistas, psiquiatras y trabajadores sociales que realizan tareas
administrativas o profesionales agentes de salud? ¿Formamos para los
consultorios privados y las pre- pagas? ¿Formamos con los criterios del
antiguo Estado o con los parámetros del nuevo que privilegia las reglas
del mercado (Cada uno satisface su necesidad como puede pagarla)?
Esclarecido el punto de tensión en que se ubica la
función de la jefatura, trazadas más allá del cotidiano las
coordenadas que la definen, algo del vacío nos queda explicado.
Aún así las preguntas posibles persisten, pero como no se trata de
lo reprimido se expresan de esta manera: ¿Formamos o deformamos?
"... el juego está sometido a reglas, lo que no
es un sueño, y no se abandona el juego. La obligación que crea es
del mismo orden que la del desafío. Abandonar el juego no es jugar, y la
imposibilidad de negar el juego desde el interior, que provoca su encanto y lo
diferencia del orden real, crea al mismo tiempo un pacto simbólico, una
coacción de observancia sin restricción y la
obligación de llegar hasta el final del juego como hasta el final del
desafío...."
Jean Baudrillard,
"De la seducción "
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