Terrorismo
El misil y la semilla

Por Osvaldo Bayer
Publicado en: Diario Página 12, Argentina
Unos construyen la bomba, otros plantan la semilla. Estados Unidos construyó la bomba y con sus ganancias construyó las torres de su poder. Pero el poder significa injusticia y la injusticia crea violencia. Y la bomba construida por el poder terminó por destruir sus torres. Es una constante y siempre será así pese a que se recen relamidas misas en el Obelisco. Se buscará el castigo de los desvergonzados y caerán inocentes y así nacerá la leyenda para los próximos que destruyan las torres.

Por eso, para no gastar ya más palabras (tenemos toda la historia para aprender) dedicaremos esta hoja hoy a los plantadores de semillas. De simientes de plantas que crecen entre espinas y hortigas. En una zona argentina del Pilcomayo de la cual Rigoberta Menchú, Premio Nobel, dijo que es la región de más pobreza que ha visitado en sus viajes. (Y bueno, también nosotros tenemos algo para mostrar.)
Menos mal que por los habitantes autóctonos de esas zonas no se rezan misas en el Obelisco sino que allí actúa una organización de Derechos Humanos. Un conjunto de mujeres y hombres casi desconocidos pero de buena voluntad. Ellos tratan de reparar el crimen cometido por los dueños del poder con los aborígenes que poblaban desde siglos esos paisajes de montañas, valles, ríos, bosques y distancias. La organización se llama Cháguar, que es el nombre de una planta generosa, a pesar de que crece en el Chaco semiárido. De esa planta, las mujeres de la región obtienen una fibra que sirve para tejer y confeccionar principalmente las bolsitas llamadas “yicas”.

La organización Cháguar trabaja con aborígenes que hablan el chorote, el wichi, el chulupí, el toba, el guaraní, el chané y el tapiete, todo esto en la zona del Chaco salteño, y luego, ya en la montaña, el quechua, con el cual se entienden los coyas. Todos juntos conforman un mosaico multicultural sorprendente y recién cuando uno toma contacto con ellos sorprende el aislamiento a que fueron sometidos y la explotación más inhumana cuando se los destinó, una vez vencidos por las fuerzas militares, a servir a ingenios y otros trabajos en beneficio de los que tomaron posesión de la tierra. Es indignante que todavía se enseñe la historia de los ganadores y no la verdadera historia del genocidio de la denominada “conquista del desierto”.

En el Colegio Militar y en los centros de estudios de las instituciones castrenses se siguen estudiando los textos del profesor militar Juan Carlos Walther, por ejemplo, y por mencionar apenas uno de tantos textos similares.
Es el libro editado por Eudeba, la Editorial Universitaria de Buenos Aires, titulado La conquista del desierto. Fíjese el lector el idioma perverso que usa el docente militar contra los auténticos habitantes de las regiones que luego se denominarían “Argentina”: califica a la matanza de aborígenes como “sangrienta puja de la civilización contra la barbarie que se cobijaba en el entonces misterioso y desconocido santuario del desierto”. Creemos que la frase lo dice todo.
Pero la que agregamos deja más al desnudo al hombre de la civilización: dice que después de Pavón “aún subsistían ignominiosas fronteras internas, señaladas por las chuzas del salvaje en el linde de ese vasto desierto en que moraban”. (Habla de las “chuzas” de los aborígenes pero no de las armas de fuego cristianas.) Cuál era la “civilización”, ¿esa de las sucesivas guerras internas de los “civilizados” donde el degüello de los prisioneros era una muestra de su caridad cristiana?
Se traiciona el autor al decir que los “salvajes” moraban en el desierto. Entonces quiere decir que eran los habitantes naturales y que las ignominiosas fronteras habían sido establecidas por el blanco invasor. La moral del historiador militar lleva a interpretaciones verdaderamente antológicas. En realidad, se exterminó al aborigen para robarle su tierra donde vivía hacía siglos. Esas tropas ávidas y bestialmente crueles, enviadas desde Buenos Aires, son para el historiador castrense así:

“Los expedicionarios al desierto las más de las veces regaron con su generosa sangre las tierras recorridas para que fueran libres, o dejaron sus huesos como jalones del progreso frente a esa lucha contra un indio rudo, altivo y salvaje, que dominado por un atávico espíritu de libertad –propio del medio en que vivía– tarde le hizo comprender que la misma no era un acto de guerra, sino, por el contrario, su objetivo era integrarlo al seno de la sociedad como un ser civilizado y que así viviera en una paz constructiva”.
¡Qué buena interpretación sociológica y principalmente tan moderna, la del historiador militar! Cómo queda al desnudo su mentalidad de esos reprimidos que siempre terminan por ser represores. Sin saber hace el más hermoso de los elogios de los habitantes naturales: su espíritu de libertad: ¡Cuánto tendríamos que aprender de ellos y dejar este atávico arrodillarnos ante poderosos, popes, papas, generales, dictadores y políticos que nos llevan de la mano en este mundo egoísta, destruido, de procesiones y misiles!

O fíjese el lector qué decía el democrático Rivadavia, siempre ejemplo para nuestra enseñanza civilizada: “Solo el poder de la fuerza puede imponerse a estas hordas y obligarlas a respetar nuestra propiedad y nuestros derechos”. (A 180 años, qué parecido ese lenguaje al actual de Bush.) Claro, si los aborígenes no tenían sentido de la propiedad, la propiedad era de por sí de los blancos. Porque dice Rivadavia. ¿Sólo el poder de la fuerza? ¿Acaso no había tierra suficiente para repartir entre aborígenes y blancos? ¿Por qué no aplicar el sentido cristiano de la solidaridad y la justicia?

El idioma de los políticos y militares es bien claro: si el indio no se somete, se lo combate, y si se somete, se lo obliga a trabajar. El escrito del coronel Teófilo O’Donnell que sometió a los aborígenes del Chaco lo dice bien claro: “Por altas razones de humanidad e interés económico debe tenerse presente que las tribus han sido y serán por mucho tiempo el elemento material de trabajo bracero con el cual se deberá contar para la transformación de los territorios. No se trata pues de una guerra de exterminio del indígena sino de su conquista pacífica junto con el suelo que ocupa”. Clarísimo, esta especie de interpretación compasiva occidental y no cristiana: se lo conquista el indio, y se lo quita el suelo que ocupó y se lo obliga a un trabajo esclavo. Más claro, imposible. Todo en nombre de la Patria argentina y de las enseñanzas de Cristo.

Pero pese a todo, subsisten y están allí, con su idioma y su cultura. Y la fundación Cháguar ha tenido una idea más que feliz, generosa: organizar talleres entre los niños aborígenes de las comunidades toba, chulupí, chorote, wichi, chiriguana y coya para que ellos nos describan dónde viven, quiénes son, sus orígenes, sus cuentos infantiles, sus leyendas y al mismo tiempo las ilustren. Con eso se haría un libro en dos idiomas, en el original y en castellano y se repartiría en las demás provincias argentinas y la capital, para que los niños argentinos se enteren de que existen esos descendientes de las poblaciones autóctonas perseguidas en el pasado por el hombre blanco, y actualmente ignorados.

Ya se han hecho talleres de dibujo donde se nota la imaginación y lo distinto. Los libros serán acompañados por cassettes hablados y de música. Semillas. Mi admiración por los que piensan y plantan esas semillas. Mientras las bombas sigan cayendo sobre madres y niños, yo voy a leer las vivencias de un niño chulupí al ver pasar los yacarés por los riachos. Lo voy a hacer pero no para demostrar indiferencia ante el incendio del mundo sino para aprender a llegar a más paz comprendiendo el idioma de la tierra y aquello que el uniformado describía despectivamente como “el sentimiento atávico de la Libertad”