El presidente George W. Bush, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld,
y otros funcionarios de alto rango del gobierno han repetido que su guerra
contra el terrorismo -sin declaración formal de por medio- será un nuevo
tipo de conflicto, con tácticas poco convencionales. Rumsfeld subrayó esta
aseveración al decir que "los uniformes de este conflicto no se limitarán
al camuflaje de desierto; abarcarán las corbatas de los banqueros y el
desaliño de los programadores".
Ahora que arrancó la guerra aérea, los banqueros y los programadores
tendrán que contentarse con viajar en el asiento trasero, por un rato. Pero
un día después del comienzo de los ataques, en un aparente esfuerzo de
crítica implacable Rumsfeld declaró: "Los misiles crucero y los bombarderos
no van a resolver la cuestión". Más bien, argumentó, los ataques aéreos
"contribuyen a aumentar la presión, elevar el costo a los terroristas al
drenar sus finanzas, y crear un ambiente inhóspito para esa gente que
amenaza al mundo".
Falta ver si los ataques iniciales le dificultan a Osama Bin Laden
operar. Los funcionarios del Pentágono reconocen que los combatientes de Al
Qaeda abandonaron de antemano la mayoría de los supuestos campos de
entrenamiento golpeados, pero aseguran haber conseguido 85 por ciento de
precisión en los blancos seleccionados. La dependencia publicó también
fotos "antes y después" de un campamento, lo que muestra que los edificios
se convirtieron en escombros. Ya que prácticamente no hay presencia de los
medios occidentales en el terreno, es imposible verificar las
reivindicaciones del Pentágono. Queda claro que la campaña de bombardeo
cobró ya las primeras bajas civiles: cuatro empleados afganos de un
proyecto de Naciones Unidas -cuyo objetivo era desactivar mi-nas- murieron
cuando las bombas alcanzaron su edificio, por error. Un número de blancos
identificados, que incluyen todos los principales aeropuertos del país, el
Ministerio de Defensa talibán en Kabul y un barrio en el que se supone
vivía Bin Laden, se prestan ciertamente a la posibilidad de "daños
colaterales" (léase muertes de civiles).
Mientras tanto, aunque el gobierno de Bush -en un gesto de relaciones
públicas- haya soltado 37 mil 500 paquetes de raciones humanitarias en las
montañas centrales de Afganistán, el efecto neto de las operaciones
estadunidenses fue la reducción drástica del monto de comida disponible
para afganos en riesgo de morir de hambre: entre 5.5 y 7.5 millones. El
esfuerzo del Programa Mundial de Alimentos por proporcionar 52 mil
toneladas de trigo mensual a los afganos hambrientos tuvo que suspenderse
al comenzar los bombardeos. Ya lo dijo Alex Renton, vocero de Oxfam: "Los
lanzamientos aleatorios de comida son la peor manera posible de entregar
ayuda alimentaria; Afganistán es el campo minado más grande del mundo. No
es la manera de dar ayuda alimentaria, puede matar a mucha gente".
Conforme se desenvuelve la campaña antiterrorista, Donald Rumsfeld ha
tenido que compararla con la guerra fría, la cual describió como una
campaña de presión sostenida por 50 años, que rara vez derivó en
confrontaciones militares directas. Los encargados del presupuesto del
Pentágono parecen haber tomado las palabras de Rumsfeld al pie de la letra.
Tan sólo en este año fiscal el gasto de la dependencia podría alcanzar 375
mil millones de dólares, si tomamos en cuenta la tajada de 20 mil millones
que se llevó el Pentágono del dinero asignado a la emergencia
antiterrorista de mediados de septiembre, más una apropiación
complementaria diseñada para aminorar los costos de las acciones militares
en curso.
El analista de finanzas Paul Nisbet, quien trabaja para JSA Research
Incorpored, sugiere que el presupuesto del Pentágono para el año entrante
(que tiene que someterse a revisión en febrero de 2002) podría alcanzar los
400 mil millones de dólares, y asegura: "Todas las cartas están sobre la
mesa, y la opinión pública estadunidense está a favor de gastar más en la
defensa". No importa que muchos de los artefactos adquiridos -de misiles de
defensa a submarinos nucleares de ataque- no tengan prácticamente ninguna
aplicación en la guerra contra el terrorismo, defínase como se defina ésta.
Muchos esperan que la siguiente etapa del conflicto incluya operaciones
con helicópteros, incursiones con comandos y ofensivas de la Alianza del
Norte con respaldo estadunidense, y ésta es un grupo de oposición que
representa a las facciones que gobernaban Afganistán antes del advenimiento
del talibán. Al apoyar a la Alianza del Norte, Washington está cayendo en
la trampa de "el enemigo de mi enemigo es mi amigo", que dio pie al
surgimiento del talibán. No es posible caracterizar a la Alianza del Norte
como un grupo de nacientes demócratas que anhelan respirar con libertad. En
un reporte de Human Rights Watch (Afghanistan: Crisis of Impunity
(Afganistán: crisis de impunidad)- se anota que la Alianza del Norte
"acumuló una cantidad horrible de ataques a civiles" cuando gobernó
Afganistán entre 1992 y 1996. De hecho, la consigna inicial del talibán era
la promesa de poner fin al "cacicazgo guerrero" que se imponía mediante el
hurto, la intimidación, las violaciones, los asaltos y el asesinato.
Por encima de todo, el Pentágono anunció que el paso siguiente es enviar
helicópteros para rastrear y destruir patrullas. Las tropas y el equipo
estadunidenses serán en-tonces vulnerables a un "efecto bumerang" que se
pasa por alto: las armas duran más que las alianzas políticas. Se sabe que
el talibán tiene entre cien y 300 misiles Stinger antiembarcaciones aéreas,
los que les proporcionó Estados Unidos a las fuerzas rebeldes afganas en
los 80. Esto implica una amenaza grave e inmediata, y en el largo plazo
cuestiona las políticas estadunidenses de venta de armas.
Por todo lo anterior, la manera de abordar la guerra al terrorismo por
parte del gobierno de Bush puede resumirse aludiendo el comentario de un
funcionario del Pentágono -recabado por el reportero de la NBC Jim
Miklaszewski-, quien dijo: "ésta es la guerra de llégale como seas".
Añadió: "la estamos inventando sobre la marcha".