El atentado a las Torres Gemelas y al Pentágono ha constituido sin duda un revulsivo para el capitalismo internacional, en cuanto ha hecho aflorar notables contradicciones, que atraviesan también la política exterior de la potencia hegemónica, herida en su imagen de invulnerabilidad. Semejante ofensa constituye una oportunidad de crear un nuevo enemigo personalizado en el terrorismo internacional, pero la configuración del mal a destruir presenta excesivas complejidades, y hasta puede hacer que la discusión se proyecte al seno del orden mundial capitalista actual. Esto último ocurre porque, en cuanto se sale del terreno de la supuesta confrontación religiosa, o se trata de generar una explicación más racional de los hechos que la supuesta demencia de fanáticos suicidas ávidos de sangre, ese terrorismo internacional se revela bastante menos externo y ajeno al campo de los defensores de la democracia y la libertad que lo que a éstos últimos les convendría.
La trama de financiación de la red terrorista que inspira o comanda Osama Bin Laden, constituye un ejemplo cabal de la multiplicidad de vínculos entre capitalismo legal y capitalismo ilegal, entre lavado de dinero y acumulación capitalista convencional: La fortuna de la familia Bin Laden se origina en actividades tan legales y propias de los grandes conglomerados capitalistas como la extracción de petróleo y la edificación de obras públicas (esto sobre todo al servicio de la próspera elite económica y política de Arabia Saudí).
De una porción minoritaria de la fabulosa fortuna acumulada, extrae el saudita refugiado en Afganistán parte de los fondos que le permiten armar su red Al-Qaida, a la que los norteamericanos culpan de los atentados. Pero no sólo ha obtenido recursos de allí, sino del sistema de defensa y seguridad norteamericano, cuando los mujaidines islámicos, y entre ellos los ligados al Talibán, eran una promesa (a la postre cumplida) de minar el poderío soviético en Afganistán, e incluso de desatar conflictos internos en el Asia Central soviética, de influencia turca e islámica (Usbekiztan, Turkmenistán, Tadjikistan, Azerbaijan, Chechenia, Ingushetia, etc. etc.) Es decir que el monstruo habitó durante años el lado correcto en la Guerra Fría, y sólo el decurso posterior de los asuntos mundiales posibilitó su pase al campo adversario.
Y al parecer, en los últimos años Bin Laden se ha volcado al brillante negocio de la heroína, de la que Afganistán es un importante productor, sobre todo a partir de la desintegración soviética. La heroína, el derivado del opio, al que las potencias capitalistas introdujeron a cañonazos en los mercados asiáticos en el siglo XIX, en plena onda de internacionalización capitalista. Y según afirma un reciente artículo del profesor canadiense Michael Chossudovsy, los capitales de la heroína han servido para financiar operaciones de fuerzas islámicas en los Balcanes, bajo el auspicio de la comunidad de inteligencia norteamericana, lo que entrecruza nuevamente a buenos y malos.
Y entre sus medidas de retaliación frente al ataque terrorista más grande de la historia, EEUU ordena bloquear cuentas vinculadas al terrorismo, dinero al parecer depositado en grandes bancos, y como tal reincorporado al circuito limpio de capital prestable en el sistema financiero internacional, aunque en los últimos años haya engordado con los resultados del tráfico de drogas.
En cuánto a los efectos del atentado sobre la economía capitalista mundial, estos son múltiples y contradictorios. Afectará desfavorablemente sin duda a las compañías aéreas y a todo lo ligado con el turismo mundial, probablemente a las grandes aseguradoras, y a las empresas directamente afectadas por la destrucción de sus oficinas y la pérdida de sus recursos humanos. Pero beneficiará a los que intervengan en la reconstrucción de lo destruido, y quizás sobre todo, al complejo militar-industrial que recibirá nuevos contratos y pedidos a favor de las represalias inmediatas y más todavía, de las consecuencias indirectas y de largo alcance de haber obtenido un nuevo enemigo mundial, que si bien no alcanza todos los requisitos para ello (no puede identificarse plenamente con un estado o un grupo de estados), justificará múltiples medidas de defensa y seguridad valuables en billones de dólares.
Y quizás todavía haya lugar para algunos negocios de menor escala, pero muy rentables y seguros, como la reconstrucción de un Afganistán previamente devastado por los ataque de la potencia imperial, o los créditos que fluyan como recompensa hacia Pakistán y otros estados hasta ahora enemigos que pasen a actuar como si fueran aliados de toda la vida.
El dinero, que según la sabiduría popular no tiene olor, va y viene del circuito legal al ilegal, troca una y otra vez su carácter limpio por el de sucio y viceversa; y demuestra una vez más que el gran empresariado legal y las maffias de todo tipo y carácter, son en realidad secciones complementarias de un gran sistema mundial.
Y aquí caben algunas reflexiones, tanto en torno a la coyuntura actual, como otras de carácter más orgánico acerca de los modos de enfrentarse realmente al capitalismo. En primer lugar, la necesidad de no confundir la resistencia anticapitalista, con fenómenos alimentados desde el interior del sistema y con la activa anuencia de la hegemonía político-militar mundial encarnada por EE.UU, tal como la red de Bin Laden. A seguir, el no comprar la construcción como enemigos mortales de la democracia norteamericana, que los medios de alcance mundial efectúan, de quiénes hasta ayer fueron aliados dilectos (como ocurrió antes con el general Noriega, en el medio con más de un jerarca árabe, y hoy con Bin Laden). Y último y quizás más importante, que las dicotomías entre capitalismo bueno y capitalismo malo, entre gran empresa y delito, entre libre mercado y corrupción, son tan lábiles que, a los efectos prácticos, se las puede considerar inexistentes.
La batalla contra el terrorismo, como la casi omnipresente en Argentina lucha contra la corrupción, suelen llevar en su seno el efecto, intencionado o no, de alejar al gran capital internacional del foco de los cuestionamientos, e incluso de tender la sospecha sobre los disidentes, como lo registran algunos intentos burdos de asociar a los mal llamados globalifóbicos con el terrorismo. Y también el de justificar el incremento y diversificación de mecanismos de control social y político, que pueden tomar incluso la fisonomía de una suerte de estado policial de alcance mundial. Entre los jeques que construyen su poder sobre el hambre y la opresión de sus pueblos, y los poderosos de EEUU que intentan proclamar hoy una nueva cruzada, hay un rasgo que los hermana: Unos y otros son grandes capitalistas, y como tales beneficiarios, de modos diferentes, del circuito de acumulación capitalista mundial. Desde el punto de vista del conjunto de los explotados, oprimidos, y asqueados ante la injusticia de este planeta, ambos forman parte del campo enemigo.