Diario Clarín. Suplemento. Cultura y Nación.1/4/01
SHAKESPEARE Y LAS IDEAS DE SU TIEMPO
El escenario de la política


En la mayor obra del dramaturgo inglés resuenan los ecos de Maquiavelo y

se anticipa la lectura de Hobbes sobre el drama del ejercicio del poder.
EDUARDO RINESI


El origen de la tragedia


Hamlet y la política: así enunciado, el tema de estas líneas podría

aludir, quizás, a la posibilidad de ensayar un análisis de las dimensiones
"políticas" de la más célebre y enigmática de las creaciones de William
Shakespeare. Un análisis que diera cuenta de la importancia que para la
comprensión de esa obra tiene saber qué es lo que está, políticamente
hablando, "podrido" en Dinamarca. O qué mecanismos institucionales rigen
la sucesión al trono en ese reino y cuán legítimo es por lo tanto el poder
del rey Claudio, tío del príncipe.

Es posible, sin embargo, seguir otro camino: no el de pensar qué puede
aportarnos un estudio de las dimensiones "políticas" de Hamlet a la
comprensión global de esa obra, sino, al revés, el de pensar cuánto puede
enseñarnos esa obra acerca de la naturaleza trágica de la política. Porque
la política tiene, en efecto, una naturaleza trágica, como vieron muy bien
los grandes "padres fundadores" del pensamiento político moderno:
Maquiavelo, que desarrolla a comienzos del siglo XVI la primera teoría
moderna de la acción política, y Hobbes, que formula a mediados del XVII
la primera teoría moderna de las instituciones políticas. Situada entre
esos dos grandes hitos de la historia de las ideas políticas de Occidente,
Hamlet recibe la influencia de uno de ellos, anticipa algunas
formulaciones básicas del otro y permite echar sobre ambos una luz tan
pode rosa como original.

Un siglo antes que Shakespeare, Maquiavelo había llamado la atención
sobre la naturaleza trágica de la política al advertir que los valores que deben

organizar la acción de un político que busca el bien de su república no
pueden ser los mismos que orientan la acción de un hombre (eventualmente,
ese mismo político) que quiere salvar su alma. Que -en otras palabras-
existen sistemas morales distintos e incompatibles entre los cuales los
hombres están condenados a elegir, sabiendo que siempre perderán algo en
esa encrucijada y que no existe ningún tribunal superior ante el cual
justificar su opción.
Pero hay más: Maquiavelo indica que el actor político debe enfrentar las
fuerzas de la historia munido de una capacidad a la que da el nombre de
virtù, pero señala al mismo tiempo que esa capacidad nunca es suficiente.
No es suficiente -primero- para saber si es mejor, ante los imponderables
del acaso, actuar o no actuar, ser "atrevido" o "circunspecto". (¿Es otra
cosa lo que dice Hamlet al preguntarse si es preferible "soportar con
ánimo templado/ los golpes y dardos de la insultante fortuna,/ o
levantarse en armas contra un mar de adversidades,/ y enfrentándolas
ponerles fin"?)
No es suficiente -segundo- para saber, ya decididos a actuar, cómo hemos
de hacerlo, pues nuestro conocimiento sobre las variables del mundo en el
que actuamos es siempre limitado. Porque siempre -de nuevo: como en
Hamlet- "hay más cosas en el cielo y en la tierra" que las que puede soñar
la mejor filosofía.
En el contexto de un pensamiento que hacía del conflicto el núcleo de las
relaciones entre los hombres y entre los grupos, el descubrimiento de esta
doble tragedia de la política (la tragedia de los valores, la tragedia de
la acción) terminaba de configurar la imagen de una enorme precariedad e
incertidumbre del terreno sobre el que se levantaba la propia vida social.

Es exactamente contra esa situación de trágica conflictividad, precariedad
e incertidumbre que se levantaría, algunas décadas después de que
Shakespeare escribiera la obra que nos ocupa, la filosofía política de
Hobbes. Quien comienza por rebautizar esa situación con el nombre de
"estado de naturaleza" y por postular que es sólo contra ese estado de
anomia y descontrol que la vida en común de las personas, garantizada por
un Estado dador de orden y sentido, puede comenzar.
Para comprender la fuerza de esta idea hobbesiana es necesario
desprendernos de la simplificación según la cual ese "estado de
naturaleza" sería una situación anterior a la vida política reglada. Al
contrario: el estado de naturaleza es esa situación de guerra generalizada
en la que la vida social puede degenerar si falla la capacidad del Estado
para dar sentidos únicos a las palabras y a las narraciones. ¿No es acaso
esta situación la que describe Hamlet, poblada de palabras de dobles y
triples sentidos y cuya trama es la de una "guerra de todos contra todos"
provocada por la incapacidad del Estado de forjar una narración oficial de
la historia sin grietas entre las cuales pudieran colarse otros relatos,
forjados por sujetos tan sospechosos e indeseables como lo son los locos
rencorosos, los espectros que vagan por las noches y los súbditos
dispuestos a la murmuración?
La murmuración, las palabras seductoras y sediciosas que envenenan los
oídos de los hombres y los llevan a la rebelión: he ahí los grandes
enemigos contra los que se sublevaba Hobbes. He ahí, también, los grandes
temas de Hamlet. La mayor obra de Shakespeare, así, no sólo recoge los
ecos del "descubrimiento" maquiaveliano del carácter trágico de la
política. También anticipa algunas de las intuiciones que medio siglo
después desarrollaría el autor del Leviatán alrededor del problema
fundamental del orden. Ese orden es el que, ausente durante los cinco
actos de Hamlet, parece anunciarse, al final, de la mano de la figura
redentora de Fortimbrás. El príncipe noruego actúa así como una especie de
"segundo espectro", simétrico al del viejo rey, que no viene del pasado
sino -por así decir- del futuro, con una ética que no es la de la
venganza, sino la de la promesa de la paz.
La paz, entonces (o, si se prefiere, la superación de los antagonismos, el
encuentro entre los hombres, la realización comunitaria), como promesa,
utopía y horizonte necesario y al mismo tiempo imposible de la vida en
común de las personas y de los pueblos: he ahí otro modo de nombrar lo que
hemos llamado "la tragedia de la política". Que se origina en un hecho que
la literatura de Shakespeare y el mundo de la tragedia en general han
captado mucho mejor que las líneas dominantes de la ciencia y la filosofía
políticas de los últimos cuatro siglos (la filosofía y la razón son
siempre, como mostró Nietzsche de las de los griegos, anti-trágicas): que
el conflicto es una dimensión ineliminable de nuestras relaciones
intersubjetivas. Que los órdenes políticos son humanos, demasiado humanos
como para ver realizados los sueños que sin embargo no pueden dejar de
soñar.
Harold Bloom ha escrito, con el gracioso desparpajo que caracteriza sus
arbitrariedades, que el psicoanálisis no es más que una nota al pie de
página de este drama cuyo cuarto centenario celebramos este año. Si no
mencionó en su frase a la antropología, la sociología y las filosofías del
lenguaje es posiblemente porque no les otorga ni siquiera esa modesta
dignidad.
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